«Bordes», «La multiplicación de los peces» y «Boca seca» de Martín Aguierrez

Bordes

I

El charco del ojo aprisiona la basurita. Arruga la cara y deforma el contorno de las cosas. 
Llueve en la Tacita de Plata. En las periferias, la borra de café acumula desprecios. Nadie sabe más que el río: encauza éxodos de dolor, se lleva tanta mugre. 
Cómo nos pesa la frontera. 

II

1
La ausencia lo obliga al mutismo de los bordes. Ahí, en el desierto de las costuras, el dedo se regodea con los excesos del mundo. Abre el libro, mutila la lengua, paraliza el cuerpo. 
Recoge restos.

2
El niño hereda los libros de la familia como los mudos amontonan gritos. Sí. En el margen de la página habita el abismo, el secreto, los pétalos que se oscurecieron. Apretados, tesoros peligrosos. 

3
El niño lee para paliar el terror. Sin saberlo, devela la memoria familiar, la forma filosa del borde inaprensible. ¡Cómo pesa la frontera!
Obra «Bordes» (1982) de Carolina Ramos

La multiplicación de los peces

El agua estancada le arrebató la palabra. Tenía que mascar coca como ellos; orinar fuerte como le habían enseñado; practicar con la mirada arqueada los beneficios de la seducción. 
Todo estaba escrito; y sin embargo el agua lo dejó mudo apenas bajaron de la camioneta blanca. Un mareo le subió a la lengua como cuando las uncas se mueven sobre la palma de la mano.
Una congoja. 
La sangre ordena las cosas; nos tira hacia la sombra del agua. Algo en nuestra estirpe quiere barrer la palabra, apresar el silencio. Se da cuenta que es más fuerte la orilla del dique, los acuyicos rascando las piedras. Que la tragedia del pescador no es volver con las manos vacías, sino engullir los ecos estancados del dique repitiendo la canción muda de los peces. 
Obra s/t de Daniel Rojas

Boca seca

Conversar como poner la mesa. El ritual se inicia con la necesidad de los detalles: se lustran las palabras con los cubiertos, se cuidan los gestos del deglutir para que el hambre no desborde sobre los platos y los silencios. Cada doblez del mantel sufre las compresiones de la mano que oprime la arruga para disimular los nerviosismos. 
Pongo la mesa porque no me atrevo a nombrar el amor. Y lo comprendo en el mismo momento en que subo al auto decidido a doblegar esa lógica de los rodeos que nos enquistó la comisura de las palabras. 
Es el gesto artificial de conversar atragantado de rituales el que quiero destruir. Pero una fuerza tan grande hemos hilvanado durante años, un rezo que se nos ha metido en el medio de la lengua, que nos curva y hace del rito una cueva. Como cuando de changuito me divertía enrollando las alfombras de la iglesia después del jueves santo: la fuerza de dos varones siendo cómplice en una tarea común. Y la risa se muere justo en el momento en que el dedo señala la herida de Cristo, yacente, agonizando por nosotros. Cómo escapar a los tiempos del rito si la salvación del hijo de Dios se interpone a cada paso, si la herida es una cueva que siempre preferimos habitar y nos tapa de sangre los ojos. 
Pongo la mesa una vez más y empiezo a buscar las palabras filosas que rajen el velo del templo. “La culpa no es de ninguno de los dos” digo y la palabra culpa me mete en la trampa, caigo en la cueva. Y él me dice “no cometí ninguna falta con tu mamá” mientras el techo del auto tiene la acústica de la catedral y los sonidos bíblicos nos tragan. Le agarro la mano a papá y suspiro “Cuánto más vamos a evitar mirarnos”. Agacha la cabeza porque el agobio es un tirano que necesita genuflexión. Le ordenó “frená aquí un rato”; la catedral móvil se detiene con el aura caída al costado del camino. Pongo mi mano en su cachete árido justo cuando una lágrima se derrumba sobre el mantel. Y ya no hay parábolas ni desvíos en este cruce de miradas. Sólo el sonido de algo roto, los balbuceos de la boca seca que recuperan a manotazos la historia de las prohibiciones para conjurar algo muy lejano: un viento norte parecido al temor de Dios, caliente, que no dejó de soplar en tantos años.

Martín Aguierrez. Nació en San Salvador de Jujuy el 5 de abril de 1987, pero reside en San Miguel de Tucumán. Es Licenciado y Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Tucumán. Forma parte del colectivo Chubascos, grupo creativo que coordina encuentros y talleres de lectura crítica. Dicta talleres literarios de manera privada con la intención de generar un espacio creativo. Ha publicado Palimpsesto profano: La escritura de Washington Cucurto (IIELA – FFyL, UNT, 2016) y compilado El rugido del instante, antología literaria de la Cátedra de Historia de la Lengua (INSIL – FFyL, UNT, 2020). Prologó libros de poesía y narrativa de autores tucumanos y escribió diversos textos recogidos en La Gaceta de Tucumán, La Papa y Sin Miga. Su tesis doctoral obtuvo el Premio Revista Iberoamericana 2020 a la mejor tesis doctoral sobre literatura y cultura latinoamericana escrita en español o portugués (IILI – Universidad de Pittsburgh).


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