Brevísimo breviario de la poesía asuncena

Un panorama de la poesía paraguaya actual fue lo consignado por el editor de esta revista. De haber aceptado semejante tarea, me hubiese encontrado con algunas dificultades

La conversación sería multitudinaria y, por tanto, dispersa. Además, catalogar implica tener que abandonar las preferencias personales, lo cual es injusto o al menos triste. Considero más agradable y provechosa una charla íntima con los pocos libros, o acaso solo poemas o versos o metáforas, que lograron emocionarme.

Los así llamados “panoramas actuales” son una ocurrencia editorial o, en el peor de los casos, periodística. Deja de ser la literatura el objeto de meditación, para dar lugar a algo menos digno: épocas, autores, geografías o alguna sensibilidad política.

Pensar en actualidades no es más que una manía moderna. Prefiero creer que un hexámetro homérico es tan vigente como un disparo futurista o un verso que pueda ser imaginado ahora mismo en las calles de Asunción. Rubén Darío lo dijo con mejores palabras: “Los mismos ruiseñores cantan los mismos trinos, y en diferentes lenguas es la misma canción”.

En cuanto al panorama, las tan difundidas cartografías poéticas, me animo a pensar que es algo innecesario. ¿Qué es lo que se empuja al frente? Un listado de nombres y fotografías que no dicen mucho, bajo el pretexto de la “visibilización”. Alguien nos ha hecho creer que es importante saber que hay poetas diseminados por el mundo y que es preciso verlos, notarlos, saber que están ahí. ¿No es así que existen los zoológicos? Allí vemos animales increíbles, nos enfrentamos a lo monstruoso, a lo que es digno de ser “mostrado” (del latín monere, advertir).

Pongámoslo más simple: en lo mucho, rara vez hay algo. Cien poetas es un número, algo abstracto, inabarcable.

Me atrevo sin embargo a una empresa más reducida, casi minúscula, y por tanto más honda. Acercaré la lupa a un par de poemas, de aparición reciente y vecina, que considero merecedores de atención.

1. Alea moratus est

Cuando pocos versos condensan un sentido amplio, se agradece la brevedad de un poema. Hay poemas que solamente son lacónicos, y otros que con nada más que un pareado y un terceto nos inducen a largas meditaciones, como este, del libro Dormir a las nueve de Aida Risso:

calentar los dados con las manos
cerca del oído y por mucho

no es asegurar el número
sino favorecer la fricción
al retardar su evidencia

Tuve la alegría de leerlo en casa de un amigo poeta. Algo quisimos decir después, pero nos quedamos en silencio. Había una cosa inquietante en su misteriosa exactitud, como si cualquier intención de agregar algo más, una reflexión, una impresión siquiera, pudiese perjudicarlo.

Días después volví a pensar en él y descubrí que eran otras las razones que me inquietaban. Lo primero es que lanzar los dados es un acto irreversible; que la “fortuna” es a la vez suerte (lo contingente) y fatalidad (lo prescrito). Cito a Borges: “lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la casualidad[1]”. Es por este motivo que se siente un extraño goce en el aplazamiento del gesto, como si se estuviese retrasando la fatalidad representada en el dado, que al arrojarse nos muestra una cifra concluyente. Mientras se demore, se “calienten los dados con las manos”, las posibilidades siguen abiertas y se preserva de alguna forma la riqueza del juego.

Se presiente sensualidad en este poema. En palabras de Barthes, el ejercicio de un “derecho al deseo incierto”[2]. En general, el deseo existe únicamente como dirección. Nos movemos hacia él, pero no podemos realizarlo, pues al realizarse deja de existir como tal. No es en la ejecución sino en la fantasía o en el aplazamiento de donde proviene su satisfacción. Arrojar los dados implicaría el fin de todas las probabilidades, la afirmación de una sobre las setenta y dos restantes, que se conservan gozosamente en la fricción, en el arte de calentarlos.

Tal vez por eso al principio, mi amigo y yo nos quedamos en silencio, en el esfuerzo por dejar abiertas todas las caras del poema. Igual que con los dados, era preferible “favorecer su fricción”, como si de ello dependieran los infinitos matices que preceden al momento de dar con un significado. Lo que equivale a decir que el poema es siempre mayor que sus interpretaciones, o que los dados, antes de ponerse en movimiento, en su latencia, encubren un sentido más vasto que la suma de sus probables números.

La ciencia plantea sus interrogantes en términos de “problema” y sus conocimientos en términos de resolución. Saber es dar con un resultado. Preguntar es presentar un problema, algo que no se ha resuelto aún y por tanto no representa un saber en sí mismo, sino como tensión. Pero si saber es resolver, sería también el cese de la reflexión. El poema nos previene de esa noción perentoria del saber, preserva la pregunta como un entender en sí mismo, o bien, como un acto terrorista que derriba los límites que supone el saber como respuesta. Al llevar los dados al oído, nos dice otras verdades, más secretas, más sutiles, que aquella que revela en sus cifras. En su poema al hachís, dice Baudelaire: “El oído percibe los sonidos casi imperceptibles en medio de un vasto tumulto[3]”. Al “retardar la evidencia”, el dado susurra lo oculto, lo que escapa al número y su estridente conclusión. Equivale a decir que en el poema (¿por qué no en la filosofía?) la pregunta no es “problema”, sino misterio, y el misterio no contradice sino que conforma el conocimiento.

La riqueza del dado, que hemos venido leyendo como metáfora del poema, depende de su suspensión, de su pulsión. No es una pausa benévola, inteligente, sino una minuciosa y deliberada interrupción. Es decir, no existe para asegurar el número sino para proponer un sentido distinto: un descanso del lenguaje, una pausa en la incesante narración que es el hombre. Al moderar el gesto (pensemos de nuevo en la estudiada brevedad del poema), se hace trabajar la lengua con más reserva que el espíritu, se favorece la fricción (significante) y se retarda el número (significado).

Podría pensarse que las dos estrofas corresponden a los números que finalmente arroja el dado: 2 + 3. Podríamos pensar que es el número que se imagina (5, número del pentáculo, de la persona o la mente humana), sin necesidad de comprobarlo. Podría pensarse en innumerables matices sin agotar el juego. En cualquier caso, el poema de Risso es equivalente al dado: un juego matemático que al retrasar su lógica la subvierte, la poetiza.

2. Mirar, transformar

Fondo de Cultura Económica editó un conjunto de fragmentos escogidos del Sumario de la natural historia de las Indias de Fernández de Oviedo, bajo el título de Bestiario de Indias. El autor del prólogo decidió permanecer anónimo, pero nos dejó algo más valioso que su nombre, un párrafo espléndido, que puede servirnos para lectura del poema “Ante mis ojos” del poeta paraguayo Orlando Orué. Lo transcribo: Para los ojos de un niño, todos los animales son fantásticos. La pelambre del gato, la amistad del perro, la gallina muerta de la cena y la vaca quieta de las ubres rosas pueden ser tan asombrosas como la furia del unicornio, la batalla del kraken contra el chacalote o los dos sexos de la mandrágora[4].

Este mismo procedimiento es el que anima el poema que vamos a leer: ante los ojos del poeta, cosas que a primera vista parecen comunes, revelan un reverso maravilloso.

Es fantástico todo aquello que miren ojos nuevos. Tuvo que haberlo sido para el conquistador Fernandez de Oviedo, al pisar la playa de las Indias y encontrar árboles, animales, gentes para las que no había referencias en su memoria. El quetzal tuvo que haber sido tan fabuloso como el fénix, el cóndor un hipogrifo. En el poema de Orué se pronuncian algunas transmutaciones, pero queda la posibilidad de que la lista continúe infinitamente:

Ante mis ojos

Ante mis ojos
Las personas se tornaron
Sátiros y dragones
Las bellas mujeres, ninfas
Los poetas, faunos
Los caballos, centauros
Las manzanas, naranjas de oro
Los perros, leones
Las charlas, poemas
Ante mis ojos
El mundo, un caos
El frío, un beso pagano

Cito a Borges: “La tarea del poeta es continua. Uno constantemente está recibiendo cosas del mundo externo, y todo eso tiene que ser transmutado”. Este destino, este sonambulismo eterno del poeta está signado en la vida de Orlando Orué. Transcurre continuamente entre este mundo y el otro, el territorio de lo común no es distinto al espacio de las revelaciones. Si hoy la literatura se ha rendido a un discurso periodístico y confesional, en los versos de Orué perdura el canto, la abundancia verbal de otros siglos y la irrupción de lo alucinado, de lo fantástico. Es el síndrome del Quijote, el más desaforado de todos, que con ser un ente fantástico (un sátiro, un dragón) es también un hombre.

En el poema, se enfrentan una serie de realidades corrientes a un espejo que devuelve figuras de un imaginario mitológico clásico: faunos, centauros, ninfas. La percepción sensitiva no juega papel alguno, pero sí una experiencia visionaria, donde las imágenes alcanzan el valor de símbolos. El mundo se abre a los ojos del poeta como “objeto simbólico”, le concede una nueva entidad a las cosas, que deriva de la riqueza del lenguaje como resultado de la comparación (ver “La Visión Abierta: Del mito del Grial al Surrealismo” de Victoria Cirlot). El poema nos coloca ante imágenes en las que se reconoce, más allá de la percepción física, un mundo otro, visionario. La imaginación aparece en el sentido medioeval como visio, como apertura a las verdades esenciales de la naturaleza. Como diría Bretón: infiniment sensible à la lumière de l’image.

Los ojos del poeta, siguiendo esta misma línea de análisis, no corresponden a los sentidos corporales, sino a “sentidos espirituales”, como diría por primera vez Orígenes. El teólogo medioeval Ricardo de Saint Victor dice que “solo el ojo del coraźon (oculis cordis) ve las cosas invisibles; el sentido corporal (sensus carnis) está enteramente vuelto hacia el exterior. El oculis cordis, que muchas tradiciones reconocen como “tercer ojo”, permite la auténtica percepción de la realidad, que alcanza lo oculto y lo “inconsciente”. Recordemos la escena de “Un chien andalou” en que la mujer se arranca un ojo con una navaja: al cerrar los ojos sensibles, se abre el ojo del espíritu.

Así es que la transmutación de la mujer en ninfa, del caballo en centauro, de los perros en leones implica la revelación de una verdad que no se manifiesta en el campo de los fenómenos, sino en la realidad del espíritu. El propio Orué, parafraseando quizá a Valéry, me ha dicho personalmente que “la poesía es una disposición del Espíritu”. Las imágenes del poema revelan esta disposición interior, según la cual el mundo se crea y recrea una otra vez ante los ojos del poeta, como forêt de symboles.

Si la imaginación es identificada con la locura, es por causa de los prejuicios propios de la cultura (¿occidental?) en contra del mundo de las imágenes. Parafraseando a Henry Corbin, la imaginación es el lenguaje del corazón, de su particular filosofía.

El mundo de Orué es similar a la “grande y espesa polvareda” que se levanta ante el Quijote en el capítulo XVIII de la primera parte, que el caballero de la triste figura comienza a ver con los ojos de la imaginación para darle la forma que conviene: Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando.

Mirar algo y ver otra cosa es el procedimiento de la poesía. Al mirar las hendiduras de una piedra, las hojas de un árbol, la mancha en una pared, el poeta observa las ondulaciones de su propio espíritu. Las revelaciones son siempre interiores. Dice Gombrich sobre los bocetos de Da Vinci: “el boceto no es ya la preparación de una obra en concreto, sino parte de un proceso que está en continuo desenvolvimiento en el espíritu del artista”.

Antes que razonar, imaginamos. Tal es la razón por la que me sentí atraído por este poema de Orlando Orué, en defensa de la imaginación, no como locura o diversión, sino como búsqueda de las leyes interiores más allá de las realidades superficiales.


[1]      Jorge Luis Borges, “Siete Noches”, Fondo de cultura económica, Argentina, 1980.

[2]      Roland Barthes, “Lo Neutro: notas de cursos y seminarios en el Collège de France 1977-1978”, Siglo veintiuno ediciones, Trad. Patricia Willson, Mexico, 2004, p. 161.

[3]      Charles Baudelaire, “Les paradis artificiels”, París, Flamarion, 1966, pp. 28-29.

[4]      Gonzalo Fernández de Oviedo, “Bestiario de Indias”, FCE, México, 1998, p. 3.

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