Hay en Enrique Traverso parsimonia y reflexión. Un humor incluso que se desplaza por una infinidad de relaciones y citas de lecturas varias. Quien lo conoce y ha tenido la oportunidad de sentarse a charlar con él, a compartir el tiempo, sabe que me acerco a la verdad. Debe ser por eso, entre otras cosas, que recibir este libro, estos Cuentos Reunidos, me produjo una genuina alegría. Sabía que sería un paseo, una charla, una fotografía, un susurro y grito a la vez.
Maíz Rojo acaba de publicar Cuentos Reunidos, la gran mayoría de ellos, en un volumen desafiante.
Abrimos el libro y un epígrafe de Julio Cortázar inicia la travesía. Nos habla de los textos, los que están sueltos y se buscan, se persiguen, son motor uno del otro y la necesidad de soltarlos, dejarlos ir. Desprenderse de ese entramado es también avanzar hacia el otro; piezas todas de ese rompecabezas que nos sobrevivirá. Un relato que se cierra es la puerta de otro, dialéctica del arte, uroboro que se busca para reunirse, cerrar un círculo y caminar. Este epígrafe puede ser una charla con Enrique, este epígrafe es una charla con Enrique, lo sabemos.
Hay un recorrido, pero no en sentido figurado, en estos textos, hay camino andado a lo largo del tiempo. Hay oído prestado, ojos atentos y sentidos despiertos de quien está a la caza siempre, sin levantar la perdiz, atento a lo que en el camino hay: personajes, paisajes, situaciones. El autor tiene en sus suelas las marcas del otro, del que habla y cuenta, del que lo acompaña o hasta del que ha pasado por unos segundos por su vida. Esos personajes son el pueblo y el otro que lo construye y le da forma, esos seres que alejados de la pompa son los que en definitiva mueven todo, esos seres de silencio que aquí tienen voz. Cada uno de esos personajes está, habita en las manos de Enrique, por si no lo han notado, las manos de Traverso, con sus dedos largos, tienen historia de hacer y decir, ahí resuenan los márgenes de la ciudad, de lo rural, de los contrastes. De los personajes que de otra manera hubiesen desaparecido en el silencio.
Aquí resuena la locura, el amor, lo despiadado y la ternura inmensa. Como en “La suerte de Ramón”: “Trece años les i servío sin levantar cabeza, sin largar ningún insulto. Falté cuando mi mujer tuvo cría y después siempre firme, y ahora es como si nunca hubiera existío, me cierran la puerta en la jeta”, dice; y esa sentencia es la queja sonora de los que el olvido persigue, de esos seres proletarios que se mueven escapando de la invisibilidad aunque esta les muerda los talones. Ramón fue mordido y solo aquí es niño y locura, dolor y ternura: “Ramón adoptó un banco de la plaza como cama. Sale todas las mañanas a atrapar flores en la mirada, y enciende una sonrisa que no borra hasta la noche, cuando el rocío de las estrellas le moja los párpados”.
Otros hilos de esta trama, como “Tumbero”, nos dejan el recorte de lo despiadado. Leo: “Tengo un changuito, el guacho vino una sola vez acá, le dije a la madre que no lo traiga más, que no es buen lugar para que vean los chicos, no es un buen lugar para que un chico vea a su padre. Me hizo tanto caso que ella no vino más, no pintó nunca más”. Nos habla el personaje tras las rejas. Mundo desconocido por varios, pero no por Enrique que va a leerles Preso Común a los detenidos en Catamarca y sale fascinado.
Cuentos Reunidos tiene la universalidad del hombre que escribe y hace hablar a su lugar, ese que es a la vez todos los lugares y donde confluyen las historias. Nos dice chango, con la cadencia que solo desde el norte proyectamos y podemos entender y apreciar. Esta obra es registro y ficción que detalla un territorio, va cartografiando todo lo que en él hay. Toma nota minuciosa y nos va tatuando lo que somos bajo la piel. Traverso, estudioso de Luis Franco, se arraiga como este, pero no hace de eso un fetiche. Sobrevuela. “Yo les cuento a los changos chicos para que sepan…”. Dice en “La casa del nazi”.Una puerta abre y cierra, nos encontramos con el personaje, nos encontramos con el autor y su alter ego que asoma de a ratos. Con tremenda poesía nos va dejando: “El crepúsculo enrojeció la montaña y se hizo cómplice del color de los horcos quebrachos, los que amarillean en la primavera, pero que ahora siembran tarcos rojos, dejando una imagen al color primero de la tierra”. Hay aquí certeza y precisión, sutil, como viento de campo en otoño, nos envuelve, nos emociona. Celebro con alegría esta obra y con ella a su autor. Les dejo un fragmento último de este libro para que se nos haga paisaje: “Las montañas donde vivieron los antiguos, donde guardaron las semillas, cocieron sus cuencos, donde hicieron el amor y enterraron a sus muertos… En sus morteros molieron el maíz rojo y las semillas sagradas, son ellas las que emparedan el alma, como decía Franco, y nos obligan a mirar hacia el inmenso cielo, “de ahí que nuestro paisaje sea estelar”, explicó Zalazar. Ellas, las montañas, son el motivo, la materia, el combustible de la poesía del poeta montañés, el que escribió Pulsando el crepúsculo con una sola yema. Habitante y vigía solitario de la Quebrada del Naranjo.
Enrique Traverso, catamarqueño, publicó en poesía: Entre pajaritos de maíz y luces de neón, Canto a los licores ocultos del paisaje y Pulsando el crepúsculo con una sola yema. En narrativa: Historias de las comadrejas y otros cuentos son visiones (cuentos), Crónicas andariegas y Cuentos Reunidos (2023). Es codirector y editor de las editoriales Maiz Rojo y Cerro Negro. Escribió en diarios y revistas de Catamarca, Córdoba, Capital Federal y España. Coordina talleres literarios desde hace dos décadas. Fue conductor de programas de radio de arte, jazz y tango piazzoleano.