Cuando crecer es dejar de creer: Días de reír, días de llorar de Eduardo Perrone

“Para nosotros habían pasado los días de reír y empezaban los largos días de llorar”, leemos en la primera página del libro. Esta suerte de explicación dolorosa del título de la novela anticipa sus costados luminoso y sombrío, el contrapunto que estructura el texto. Un contrapunto que sugiere además dos miradas sobre Tucumán, la provincia cartografiada con insistencia en la literatura de Eduardo Perrone: en Días de reír, días de llorar Tucumán es el escenario de una infancia libre y dichosa, y es también el lugar de la mentira, la miseria y la violencia institucional.

Un Tucumán feliz recorre Antonio desde los diez u once años con la barra de amigos de su primer barrio, el de “gente requetepobre”. Allí, el final de la niñez es transitado en experiencias colectivas y espacios compartidos: la escuela a la que llegaban colgados del tranvía para no pagar el boleto, el conventillo donde se reunían a escuchar las radionovelas al lado de la pieza donde se prostituía la Muda, la alegría de recibir un equipo de fútbol completo en los campeonatos “Evita”, el primer amor, la iniciación sexual. Algunos capítulos son una celebración de la amistad. La voz de Antonio, articulada en primera persona del plural, prefiere el pretérito imperfecto para recuperar, con nostalgia y a la vez con humor, un tiempo pasado cuyo recuerdo dura en el presente. “Nuestro deporte preferido era, cuando hacía calor, ir a bañarnos al canal. Cuando hacía frío, ir a robar tomates en las quintas de los Gringos”, “Mientras chupábamos las cañas, contábamos cuentos de aparecidos”, “Los domingos, después de almorzar, íbamos al cine 9 de julio a la función matinée para los niños del barrio”, son frases que van marcando la cadencia de esos días luminosos en los que se demora la novela. 

Las convulsiones políticas de la década de 1950 son narradas desde la cotidianeidad de la vida de Antonio y desde su mirada, no tan inocente, de niño. Cierto día, la barra ve aparecer un tren con banderas argentinas por el que “asomaba su cabeza una señora rubia, muy bonita, bien peinada y que sonreía constantemente, mientras saludaba con sus manos y arrojaba paquetes al manchanchi. (…) El Rengo y yo volábamos detrás de los paquetes”. Otro día, en la escuela mandan a todos temprano a casa porque “le declaramos la guerra a Alemania”. La “maestra buenita” es expulsada por no estar afiliada al partido. El director, que tenía “un gran escudo del partido peronista en la solapa”, pronuncia un discurso que “se limitó a chuparle las medias al gobierno de tal forma que aburrió hasta al portero”. Después de unos días sin clases, el director, ya sin escudo, pronuncia otro aburrido discurso, esta vez en contra del gobierno. Por entonces desaparece el gran retrato de Perón del almacén de Don Sincero, el mismo que antes, señalando ese retrato, decía: “El hombre es bueno (…) lo que lo embroman son las malas compañías”. “¡Lo mismo que opina mi vieja de mí!”, se asombra Antonio, imbricando la Historia en su historia personal. 

A diferencia del Rengo y otros amigos pobres de la infancia, Antonio pertenece a “la clase más cagada y más llorona”, la clase media. Al mudarse al nuevo barrio, donde “el pavimento llegaba hasta la esquina”, intenta pertenecer a los círculos que van a dar la “vuelta al perro” en la Plaza Independencia después de misa. Luego de un corto deslumbramiento, descubre la hipocresía de las clases acomodadas, que vivían “del verso”. “Pero me avivé”, dice el narrador, al advertir pronto que “el doctor zutanito” se había ganado su casa en el cerro y la pileta de natación con “una clínica de abortos instalada en pleno centro y robando a la gente”, y “que menganito se dio el gusto de tener 30 sirvientes, porque jamás le pagó un mango a ninguno”. Después de mandar a todos “a la puta madre que los parió”, decide volver al antiguo barrio porque le divertía más “la vida de reo que la de cajetilla falsificado”.

Al comienzo, en el medio y al final del texto, hay segmentos que cortan en forma abrupta el tiempo de los recuerdos para inscribir un presente próximo al momento de publicación de la novela, cuando Roberto, uno de los amigos de Antonio, es baleado por la policía. Al igual que los personajes de Preso común y de Visita, francesa y completo, las novelas anteriores de Perrone, Roberto es víctima de la violencia institucional. La noche del 4 de mayo de 1974 (aquí el relato se vuelve preciso en fechas, lugares, horarios, como en una crónica policial) un policía apunta a la cabeza de Roberto y dispara su arma reglamentaria. Al parecer, a los patrulleros les había molestado que se tratara de un universitario (Roberto, que de chico tocaba el violín en el club, se convertiría en músico de la orquesta de la Universidad). “U-ni-ver-si-ta-rio. ¡A todos habría que matarlos como a perros!”, opina uno de los agentes.

El estupor que causan la injusticia y lo absurdo del hecho –le podría haber pasado a cualquiera que estuviera en esa esquina, piensa Antonio–, es agravado por la complicidad de la prensa, de los diarios que están siempre “al servicio de los que tienen la razón por las armas, o de los que les pagan mejor” y son capaces de “tergiversar los hechos hasta el punto de lo ridículo”. Los culpables son detenidos pero quedan rápidamente en libertad por la presión de todo el cuerpo policial, en connivencia con ciertos ministros y con el propio gobernador. 

En los ojos ya adultos de Antonio, Tucumán es la tierra de la mentira. Una mentira legitimada en las versiones oficiales del gobierno: “La provincia de Tucumán marcha en busca de su destino de grandeza dentro del marco institucional señalado por quienes se tomaron el enorme sacrificio de gobernarnos”. El narrador se burla de tales declaraciones: “bah, dejémonos de pavadas. Hay un hambre de la puta madre que lo parió, desocupación, miseria y proliferan los mendigos, sobre todo niños”. Enumera otras realidades como los robos de funcionarios públicos, el soborno, la corrupción, la malversación de caudales.

La falsedad y la mentira son también las notas con las que la provincia es representada en Aire tan dulce de la tucumana Elvira Orphée, novela publicada diez años antes que Días de reír, días de llorar. Pero, en contraste con ese texto que apuesta a la belleza del lenguaje en una narrativa profundamente poética, la novela de Perrone no aspira a esa belleza. O, en todo caso, su belleza reside en su áspera contundencia, en su realismo sórdido, en la fuerza de ese contrapunto donde el paraíso de la infancia y la amistad es destruido a balazos por un aparato del estado. 

En los capítulos finales, narrados en presente, Antonio –devenido vendedor y viajante en la campaña–, puede conocer más de cerca la pobreza de la gente, la desnutrición, la enfermedad, el estado de “embrutecimiento” en el que se van sumiendo. Es testigo de cómo se acaban las fuentes de trabajo con el cierre de los ingenios azucareros y del éxodo masivo de tucumanos a la capital. “Como siempre, somos los principales exportadores de lavacopas, mucamas y cocineras; en una palabra, sirvientes”. El tono es ya el del abierto desencanto. Comienza una nueva etapa en la vida del protagonista: “la de no creer en nada”. No hay justicia posible, parece gritar esta novela donde crecer es una gran desilusión, es dejar de creer.  

Los dos primeros libros de Perrone, de 1973 y 1974, agotan pronto varias ediciones del sello porteño de la Flor, un éxito inusual para un escritor tucumano. Días de reír, días de llorar, en cambio, “no tuvo ni pena ni gloria”, como reconocería décadas después el mismo Perrone en una entrevista. Y es que esta tercera novela aparece el año en que comenzaba la última dictadura cívico-militar y los libros del autor pasaban a integrar la larga lista de textos prohibidos. Celebro el proyecto de Falta envido, que en el marco de una cuidada serie homenaje a Eduardo Perrone, pone nuevamente a circular, a 45 años de su primera edición, esta novela tan cruda como fresca y viva.   

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