Una traducción de «Contra la sinceridad» de Louise Glück

(publicado en Proofs and Theories. Essays on Poetry, 1994)

Para la poeta Louise Glück es importante diferenciar la verdad de un poema de la sinceridad del poeta: el acto de creación mediatiza la experiencia, por lo que incluso los poemas más abiertamente confesionales están construidos mediante “aserciones de poder”. Nuestra apetencia de sinceridad, sin embargo, tiene raíces históricas que la autora explica mediante la comparación de un soneto de Milton y otro de Keats: con el Romanticismo cobraría relevancia la sensibilidad subjetiva por sobre la maestría formal. Esto no implica que dicha subjetividad sea más sincera o fiel a las experiencias vividas; en todo caso el sujeto es un “pararrayos que atrae la experiencia”, un mero receptor pasivo que, para serlo, debe despojarse de sus características personales. Hacia el final del ensayo Glück compara el poema con un experimento científico: determinados materiales organizados de determinado modo deben tener siempre los mismos resultados, más allá de las particularidades del autor y su audiencia. Con la diferencia, agrega, que en el caso de la poesía este resultado no es una respuesta, sino una pregunta o un misterio inexplicable.   

Contra la sinceridad – Louise Glück

Como voy a usar términos inexplícitos, quiero comenzar definiendo los tres más prominentes. Por actualidad me refiero al mundo de acontecimientos, por verdad a la visión encarnada, iluminación o descubrimiento duradero que es el ideal del arte, y por honestidad o sinceridad al “decir la verdad”, que no es necesariamente el camino hacia la iluminación.

V. S. Naipaul, en las páginas de una revista nacional, define el objetivo de la novela: la creación ideal, dice, debe ser “indistinguible de la verdad”. Comentario delicioso e instructivo. Instructivo porque postula una brecha entre verdad y actualidad. La tarea del artista, entonces, requiere la transformación de lo actual en lo verdadero. Y la habilidad para alcanzar transformaciones semejantes, especialmente en el arte que presume de ser subjetivo, depende de la voluntad consciente de distinguir la verdad de la honestidad o la sinceridad.

El impulso, sin embargo, no es distinguir sino vincular. En parte la tendencia de conectar la idea de verdad con la idea de honestidad es una forma de ansiedad. Nos calman las preguntas que pueden ser respondidas, y la pregunta “¿Fui honesto?” tiene respuesta. Honestidad y sinceridad remiten a lo ya conocido, contra lo cual cualquier declaración puede medirse. Constituyen conocimiento. También asumen una convergencia: estos términos dan por supuesto la identificación del poeta con el hablante.

Esto no es para sugerir que los poetas aparentemente honestos no cuestionan que su creatividad sea pasada por alto. Por ejemplo, la obra de Diane Wakoski promueve una identificación tan intensa entre poeta y hablante como cualquier obra en la que pueda pensar. Pero cuando un oyente, hace algunos años, elogió el coraje de Wakoski, ella fue indignantemente desdeñosa. Recordó a la audiencia que, después de todo, ella decidía qué ponía por escrito. Así que el contenido “secreto” de los poemas, la extrema intimidad, era transformado regularmente por actos de decisión, es decir, por aserciones de poder. El “yo” en la página, la Diane por completo reveladora, era su creación. Los secretos que elegimos traicionar pierden poder sobre nosotros.

Recapitulemos: la fuente del arte es la experiencia, el producto final es la verdad, y el artista, relevando lo actual, interviene y dirige, miente y borra, todo en servicio de la verdad. Blackmur habla de esto: “La vida que todos vivimos”, dice, “no es por sí misma tema suficiente para el artista serio; debe ser una vida con una inclinación, con una tendencia a conformarse solamente en determinadas figuras, a alcanzar sus revelaciones más lúcidas solamente bajo ciertas luces”.

No hay, desafortunadamente, prueba alguna para determinar la verdad. Eso es, en parte, la razón por la que los artistas sufren. El amor a la verdad es sentido como aspiración crónica y crónica incomodidad. Si no hay prueba para determinar la verdad, no hay seguridad posible. El artista, alternando entre ansiedad y convicción feroz, depende de la última para compensar el sacrificio de lo seguro. Es relativamente fácil decir que la verdad es el objetivo y el corazón de la poesía, pero es más difícil decir cómo se reconoce o se hace. Lo sabemos primero, como lectores, por su resultado, por la repentina oleada de maravilla y asombro y terror.

La asociación de verdad y terror no es nueva. La historia de Psyche y Eros nos cuenta que la necesidad de saber es como un hambre: destruye la paz. Psyche rompe el único mandato de Eros –no mirarlo– porque la presión de ver era más poderosa que el amor o la gratitud. Y Psyche sacrificó todo por ver.

Tenemos que recordar que Psyche, el alma, era humana. La resolución de la leyenda celebra el casamiento del alma con Eros, unión por la cual el alma se vuelve inmortal; pero ser humano es estar sujeto a la atracción de lo prohibido.

El discurso honesto es un alivio, no un descubrimiento. Cuando hablamos de honestidad en relación con los poemas, nos referimos al grado en el cual y al poder por el cual el impulso generador ha sido transcripto. Transcripto, no transformado. Cualquier intento de evaluar la honestidad de un texto debe siempre llevar fuera del texto, hacia la intención. Este puede ser un camino interesante, muy posiblemente más interesante que el poema. El error, en cualquier caso, es nuestra incapacidad de separar la poesía que suena como un discurso honesto de un discurso honesto. El error previo está en asumir que hay solamente un modo en que la poesía puede sonar. 

Estos supuestos no vienen de la nada. Más que hacerlos, nosotros los absorbimos, así como asimilamos a nuestros padres y nos volvimos hacia nuestros contemporáneos. Esta vuelta es por completo natural: del mismo modo los niños se vuelven hacia otros niños, los agonizantes a los agonizantes, y así. Nos volvemos hacia aquellos que han recibido, tal como lo vemos, más o menos las mismas cartas. Nos volvemos a ver en qué andan, sintiendo una excitación natural en la presencia de lo que todavía se está desplegando, o todavía es desconocido. Contribuciones sustanciales a nuestra herencia colectiva fueron hechas por poetas cuyos poemas parecían ardientemente personales, como si los poetas hubieran realizado autopsias de su propio tejido vital. La presencia del hablante en esos poemas era abrumadora; los poemas, leídos como testamentos, como registros de la vida. El arte fue redefinido, todas sus ingenuidades removidas.

El impulso hacia esta poesía se escucha en poetas tan diferentes como Whitman y Rilke. Se escucha, previamente, en los románticos, a pesar del comentario de Wordsworth de que, si él “hubiera expresado las pasiones tal y como eran, los poemas no podrían haber sido publicados jamás”. Pero la idea de que una obra se corresponde con y describe el viaje de un alma es particularmente vívida en Keats. Lo que escuchamos en Keats es una escucha interior, una atención de un tipo especial. Luego diré más sobre la diferencia crucial entre estas cualidades y la decantación de la personalidad. 

Keats se basó en su propia vida porque le permitía el más amplio acceso a materiales del más amplio interés. Que fuera suya apenas le importaba. Era una vida, y por lo tanto podía, en sus grandes formas y en sus luchas mayores, erigirse como paradigma. Esta es la actitud que Emerson tiene en mente, creo, cuando dice: “creer en tu propio pensamiento, creer que lo que es verdad para ti en tu privado corazón es verdad para todos los hombres –eso es el genio”.

Ese es, en cualquier caso, el genio de Keats. Keats quería una poesía que documentara el viaje del alma o arrojara luz en formas escondidas; él quería más sentimiento y menos alejandrinos. Pero nada en la actitud de Keats hacia el alma se asemeja a la inversión del propietario. Podemos encontrar limitación, pero nunca limitación presumida(1). Una gran inocencia resuena en los versos, una especie de anhelante gratitud de que la dedicación apasionada se vea recompensada con fluidez. Como en este soneto, fechado en 1818:

CUANDO TENGO MIEDO

Cuando tengo miedo de dejar de ser
antes que la pluma vacíe mi mente
antes que volúmenes en orden perfecto
preserven el grano cual ricos graneros;
cuando yo contemplo el cielo estrellado
-símbolos nubosos de romance elevado-,
pienso que tal vez no pueda rastrear
sus sombras con mágicas manos de la suerte;
y cuando yo siento, ¡criatura fugaz!
que nunca jamás te volveré a ver,
que nunca he gustado el poder feérico
del irreflexivo amor – solitario
me quedo pensando en la orilla del mundo
hasta que con Fama y Amor yo me hundo(2).
Keats

La impresión es de grito arrancado, de prisa, de emoción turbulenta e inmediata que parece caer, casi accidentalmente, en la forma soneto. Esta forma tiende a producir una sensación de reposo; no importa cuán paradójica sea la resolución, el oído detecta algo del golpe seco del martillo del juez. O un doble golpe, ya que la sensación es especialmente remarcada en los sonetos que siguen el estilo isabelino, cuyo final consta de un pareado rimado; dos versos concisos de resumen o antítesis. Mundo y hundo [think y sink] hacen ciertamente una rima notoria, pero se las arreglan, sorprendentemente, para no terminar el soneto como dos monedas cayendo en un plato. Necesitamos la rima marcada, el sonido repetido, para ponerle un final a todo el anhelo creciente del poema, para mostrarnos al “yo”, al hablante, en su inmovilidad, así como el guión en el doceavo verso produce el abismo necesario que separa al hablante de toda la riqueza del mundo. Consideremos ahora otro soneto, semejante a este en tema y forma racional, aunque el “cuando” y el “entonces” son aquí más sutiles. El soneto es de Milton, su ocasión el hecho de la ceguera, su fecha de composición 1652.

SIEMPRE QUE CONSIDERO CÓMO MI LUZ SE APAGA

Siempre que considero cómo mi luz se apaga
en mi mediana edad en este oscuro mundo,
y que el solo talento que es pecado ocultar
se hospeda en mí inservible, aunque mi alma se incline
para servir con él a mi Dios y mi cuenta
sincera presentar, antes que me amoneste,
“¿Dios exige el trabajo a los de luz privados?”,
pregunto con afecto. Mas Paciencia previene
el murmullo y replica, “el Señor no requiere
ni el trabajo del hombre ni sus propios obsequios;
quien mejor lleva el yugo mejor Lo sirve. Regio
es su estado, millones se apuran a ofrecerse
y viajan sin descanso por la tierra y el mar;
también sirven aquellos que solo esperan, quietos(3).
Milton

Cuando digo que la semejanza aquí es suficiente para hacer obvia la deuda, quiero decir que no puedo leer el poema de Keats sin escuchar el de Milton. Alguien más escuchará a Shakespeare: ninguno de los dos ecos es sorprendente. Si Shakespeare fue el amor duradero de Keats, Milton fue su vara de medir. Keats llevaba a todos lados un retrato de Shakespeare, incluso en las caminatas, como una especie de tótem. Cuando había un escritorio, el retrato colgaba sobre él: trabajar ahí era trabajar en un santuario. Milton era el dilema; frente a los logros de Milton, Keats vacilaba en sus respuestas, y las respuestas, para Keats, eran veredictos. Esta vacilación, combinada con la presión interna de decidir, puede llamarse obsesión.  

Hilton – Retrato de John Keats

El propósito de la comparación era, en última instancia, el desplazamiento; en la mente de Keats, Wordsworth aparecía como el contrincante, la alternativa. Keats sentía que el genio de Wordsworth yacía en su habilidad para “[pensar] en el corazón humano”; Milton, con toda su brillantez, mostraba, según Keats, “menos ansiedad por la humanidad”. Wordsworth exploraba esas extensiones de la mente donde, así lo veía Keats, yacían los problemas intelectuales de su época. Y estos problemas parecían más difíciles, más complejos, que las preguntas teológicas con las cuales Milton se encontraba absorbido. Así que Wordsworth era “más profundo que Milton”, aunque esto se debía más “al general y gregario avance del intelecto, que a la grandeza de la mente individual”. Para Keats todo esto era una forma de clarificar su propósito.

Dije antes que estos sonetos eran parecidos en sus ocasiones: esta afirmación necesita algún desarrollo. La tradición de la sinceridad crece cuando se desdibuja la distinción entre tema y ocasión; hay un mayor énfasis, luego de los románticos, en la elección de la ocasión: el poeta es cada vez menos el artesano que hace, de una ocasión arrojada sobre él, algo interesante. El poeta se asemeja cada vez menos al equipo de debate: ágil, competente, de muchas mentes.

En los poemas transcriptos, ambos poetas abordan el tema de la pérdida. Por supuesto, Keats está hablando de la muerte, que permanece inminente por el tiempo en que uno está hablando. Pero apremiantemente inminente, para Keats, incluso en 1818. Él ya había cuidado a una madre a través de su agonía y había visto reaparecer sus síntomas en su hermano Tom. La tuberculosis era la “enfermedad familiar”; el entrenamiento médico de Keats lo equipó para reconocer sus síntomas. La muerte inminente para Keats era una pérdida del mundo físico, del mundo de los sentidos. Aquel mundo –este mundo– era el paraíso; en el otro él no podía creer, ni podía ver su vida como una preparación ritual. Así que él se sumergió en el esplendor momentáneo del mundo material, que llevaba siempre a la idea de pérdida. Esto es: si reconocemos el movimiento y el cambio pero ya no creemos en nada más allá de la muerte, entonces toda evolución será percibida como un alejarse, siendo el elemento estable, el referente, lo que era y no lo que será, un mundo tan estacionario y vivo como las escenas en la urna griega(4).

En 1652, la ceguera de Milton probablemente fuera completa. La pérdida construye el lugar de partida; si la ceguera es, a diferencia de la muerte, un sacrificio parcial, difícilmente sea una propiciación: la calma de Milton no es la calma del tiempo ganado. Digo “la calma de Milton”, pero en verdad no sentimos tan fácilmente el derecho a esta familiaridad. Por un lado, el soneto es un diálogo: el octeto termina con la pregunta del hablante, que Paciencia responde en sus seis versos sublimes. En un todo tan fluido, la fineza técnica de la división es magistralmente discreta. Es interesante señalar, en un poema tan magistral, tan majestuoso en su composición, la extrema simpleza del vocabulario. Predominan las palabras de una sílaba; la impresión de maestría se desprende no del vocabulario elaborado sino de la asombrosa variedad sintáctica al interior de flexibles oraciones suspendidas, ejemplo de una habilidad organizativa sin igual. La gente no habla así comúnmente. Y creo que en general es verdad que las imitaciones del habla, con sus falsos comienzos, su vívida inelegancia, la sensación de ir acomodándose a medida que avanzan, no producen la impresión de perfecto control.

Y sin embargo, en el poema de Milton no falta la angustia. Como lectores registramos aquí la angustia y el drama de modo casi por completo subliminal, siguiendo las huellas del ritmo. Esta es la gran ventaja del verso formal: la variación métrica provee un subtexto. Hace lo que ahora confiamos que hace el tono. Debo agregar que pienso que realmente tenemos que confiar en el tono, ya que la ventaja desaparece cuando estas convenciones dejan de ser la norma para la expresión poética. La educación en formas métricas no es sin embargo esencial para el lector en este caso: los versos iniciales del soneto convocan y establecen la tradición yámbica, con un cierto aleteo en “considero”. Todos escuchamos la regularidad medida de estos versos:

Siempre que considero cómo mi luz se apaga
en mi mediana edad en este oscuro mundo… 

El final del segundo verso, no obstante, se complica. “Oscuro mundo” [dark world] hace una especie de nudo auditivo. Estuchamos una amenaza no simplemente porque el mundo es descrito como “oscuro”, aludiendo tanto al mundo del ciego, permanentemente alterado, como a un mundo metafóricamente oscuro en el que los caminos correctos no pueden detectarse: la amenaza sentida aquí adviene, principalmente, porque el verso que tanto fluía de pronto se detiene. Se impone un bloqueo, el propio lenguaje se coagula en el oscuro mundo, inmóvil e impasable. Entonces escapamos; el verso se vuelve grácil nuevamente. Pero el miedo introducido no se disuelve. Y en el cuarto verso lo escuchamos de nuevo con fuerza terrible, de modo que experimentamos físicamente, en sonido, la pena inmanejable: 

y que el solo talento que es pecado ocultar
se hospeda en mí inservible…

“Se hospeda” [lodged] es como un golpe. Y las palabras siguientes hacen una especie de lamentable tambaleo, una disminución. Mientras escucho el verso, solamente “in” [less] tiene menos énfasis que “mí” [me]. En estas cinco palabras [cuatro en el poema original] escuchamos el tormento personal, la ruina del orden y la esperanza; somos llevados a un lugar tan aislado como la orilla de Keats, pero con menos opciones. Todo esto ocurre pronto; el soneto de Milton no es la descripción de una agonía. Pero la pérdida debe ser sentida vívidamente para que la respuesta de Paciencia reverbere en forma adecuada. La transformación más frecuente de la pérdida es en tarea o en prueba. Esta conversión introduce la idea de ganancia, si no de recompensa; fortifica el compromiso animal de permanecer con vida mediante la promesa de respuesta a la necesidad humana de propósito. Así que Paciencia, en el soneto de Milton, detiene al engreído cuestionador y provee un atisbo de revelación, una directiva. Como mínimo, corrige una presunción.

Aquí se otorga un gran valor a la resistencia. Y la resistencia no es requerida en la ausencia de dolor. El poema, por lo tanto, debe convencernos del dolor, aunque sus preocupaciones están en otro lado. Específicamente, propone una lección, que debe ser desenterrada de lo circunstancial. En presencia de lecciones, la posibilidad de maestría puede desplazar el pedido animal de alivio.

En el soneto de Milton se adscriben dos acciones al hablante: él considera y, al considerar, pregunta. Hice un caso particular para la angustia porque estamos acostumbrados a pensar lo “cerebral” como contradictorio a lo “sentido”, y las acciones del hablante son claramente las acciones elevadas de la mente. La disposición a reflexionar o considerar presupone una inteligencia desarrollada, así como una inclinación temperamental; presupone además un tiempo determinado. 

El “yo” que considera es muy diferente del “yo” que teme. Tener miedo, tener específicamente el miedo en el que habita Keats, implica estar inmerso en una sensación aguda. El miedo a dejar de existir es distinto del estado de temor crónico que llamamos timidez: nos asalta y abruma, conlleva intimaciones de cambio o clausura o colapso, amenaza con cancelar el futuro. Es primal, involuntario, democrático, urgente; en su presencia toda otra función queda suspendida.

Lo que encontramos en Keats no es indiferencia al pensamiento. Lo que encontramos es otra especie de pensamiento que el de Milton: pensamiento que se resiste al gobierno de la mente. Keats reclama el derecho al habla de la naturaleza animal receptiva. Allí donde Milton proyecta la impresión de maestría, Keats proyecta rendición. En términos de tono, la impresión de maestría y la impresión de abandono no pueden coexistir. Nuestra adicción presente a la sinceridad se desprende de una preferencia por el abandono, por el “yo” subjetivo cuya parcialidad apasionada conlleva la implicación de la falla, cuyo discurso suena individual y humano y falible. Los elementos de frialdad que Keats objetaba en Milton, la insuficiente “ansiedad por la humanidad” se corresponden con la ostentosa proyección de maestría.

A Keats le fue dado el describir sus métodos de composición en términos que implican una entrega: el poeta debía ser pasivo, receptivo, disponible para toda sensación. Su deseo era revelar el alma, pero el alma, para Keats, no tiene un vestuario espiritual. La espiritualidad manifiesta el intimidante reclamo de la mente de una vida independiente. Keats rechazaba esta invención; para él, el alma era corpórea y vital y frágil, y no tenía vida por fuera del cuerpo.

Keats se negaba a valorar lo que no podía creer, y no creía en lo que no podía ver. Como no tenía opción, Keats se vio compelido a preferir lo mortal a lo divino, así como fue compelido a gravitar hacia Shakespeare, quien escribió obras allí donde Milton hizo máscaras, y quien escribió (lo que es lo mismo) desde una deuda expresa con la vida.  

Se sigue que los poemas de Keats se sienten inmediatos, personales, expuestos; suenan, en otras palabras, exactamente como la honestidad, siguiendo la noción de Wordsworth de que la poesía debía parecer proferida por “un hombre hablando con hombres”. Si Milton escribió en acordes majestuosos, Keats prefirió el ímpetu de notas aisladas, prefirió lo penetrante a lo dominante.

La idea de “un hombre hablando con hombres”, la premisa de la honestidad, depende de un hablante particularizado. Y es precisamente en este punto que aparece la confusión, ya que el éxito de una poesía tal crea en sus lectores la firme creencia en la realidad de ese hablante, que se expresa en la identificación del hablante con el poeta. Esta creencia es lo que el poeta se propone engendrar: la dificultad llega cuando él comienza a participar en el error de la audiencia. En este punto, debemos escuchar a Keats, que tan abiertamente intentó que sus poemas parecieran personales y que se basó, tan regular e inequívocamente, en materiales autobiográficos.

En el centro del pensamiento de Keats se encuentra el problema del sí mismo [self]. Y es en el tema del “sí mismo” del poeta que él habla con mayor sentimiento y claridad. Los hombres de talento, sentía, “se” imponen [impose their “proper selves”] en aquello que crean, y deben ser llamados “hombres de poder”, en contraposición a los verdaderos “hombres de genio”, quienes, de acuerdo con Keats, son “grandes como ciertos químicos etéreos que operan en la masa del intelecto neutral – pero no tienen individualidad propia, ningún carácter determinado” (5). En camino a la composición de poemas que parecieran “un hombre hablando con hombres”, él defendía lo opuesto a la autoconsciencia egotista y el autocultivo; más bien recomendaba la capacidad negativa que encontraba en Shakespeare, la capacidad de suspender el juicio con el fin de guardar registro fiel, la capacidad de sumisión, la voluntad de “anular” el sí mismo.

El sí mismo, en otras palabras, es para Keats como un pararrayos: atrae la experiencia. Pero la obligación del poeta es despojarse de características personales. Las creencias existentes, por lo tanto, no son una piedra de toque sino una desventaja.

He hablado, hace algún tiempo, de nuestra herencia inmediata. Tenía en mente a poetas como Lowell y Plath y Berryman, junto con tantos otros menos impresionantes. Con referencia a la noción de sinceridad, es especialmente interesante detenerse en Berryman.

Berryman era ya desde el comienzo técnicamente competente, aunque sus poemas tempranos no son memorables. Cuando encontró lo que nos gusta llamar “su sí mismo”, él dio a conocer lo que para mí es el mejor oído desde Pound. El sí mismo que encontró era mordaz, voluble, dogmático y profundamente constreñido, tan demoníacamente manipulador como Frost. En 1970, luego de que Las canciones del sueño [The Dream Songs] lo hicieran famoso, Berryman publicó un libro curioso cuyo título está tomado del soneto de Keats. El libro, Amor y Fama [Love and Fame], estaba dedicado “a la memoria del sufrido amante y joven maestro bretón que se llamaba a sí mismo ‘Tristan Corbière’”. A esta dedicatoria, Berryman agregó un comentario parentético: “Ojalá verseara con su mordida”. 

Tenemos así, para el momento en que llegamos al primer poema, una buena cantidad de información: tenemos un tema, los sueños gemelos de la juventud, una referencia y un ideal. Pero esto no es nada comparado con la información que obtenemos en los poemas. Allí obtenemos el tipo de datos instantáneamente gratificantes que solemos asociar con la borrachera fraternal, no con el arte. Encontramos nombres reales, lugares, posiciones, y, mientras Berryman está en eso, confesiones de fracaso, orgullo, ambición y lujuria, todo en una taquigrafía característica: arrogancia sin disculpas.

Se puede decir de Berryman que cuando encontró su voz encontró sus voces. Por voz entiendo distinción natural, y por distinción pretendo referirme al pensamiento. Esto quiere decir que uno no encuentra su voz al insertar un mismo adjetivo en veinte poemas. La voz distintiva es inseparable de la sustancia distintiva; no puede injertarse. Berryman comenzó a sonar como Berryman cuando inventó a Mr. Bones, y así pudo proyectar dos ideas al mismo tiempo. Presumiblemente, en Amor y Fama tenemos un solo hablante –comentador podría ser una palabra más adecuada. Pero el sentimiento de los poemas es bastante parecido al de Las canciones del sueño; Mr. Bones sobrevive en un arsenal de dispositivos siniestros, particularmente en los eslóganes urticantes y corrosivos. Los poemas pretenden ser puros chismes, directamente de la fuente; como chismes, desvían y entretienen. Pero la fuente contrabandea mensajes mezclados; a mitad de camino, se llama la atención al lector sobre el error inducido:

MENSAJE

Amplitud – voltaje – un amigo pide por uno,
el otro por el otro, en mi obra;
en verso y prosa. Bien, al diablo.
No estoy escribiendo una autobiografía-en-verso, amigos.

Impresiones, estructuras, cuentos, de Columbia en los treinta
y el trimestre de michaelmas en Cambridge en el 36,
seguidos por algunos posteriores. No es mi vida.
Eso está ocluido y perdido(6).

En la página, “autobiografía-en-verso” es una sola palabra elegante, unida por guiones maliciosos.

Lo que es real en el pasaje es la desesperación. Lo que se debe, en parte, a la amarga idea de que la invención está desperdiciada.

La ventaja de la poesía sobre la vida es que la poesía, si es lo suficientemente aguda, puede durar. Nos pone nerviosos, supongo, el pensamiento de que la autenticidad del poema no es producto de la sinceridad. Nos inclinamos, en nuestra ansiedad por encontrar fórmulas, a ser literales: inspeccionamos la cara de Frost compulsivamente en busca de una bondad escondida, cuando sabemos que sus poemas, según todos los informes, son mucho mejores que el hombre. Esto supone que nuestros poemas son nuestras huellas dactilares, pero no lo son. Y los procesos por los cuales la experiencia es modificada –elevada, destilada, vuelta memorable– no tienen nada que ver con la sinceridad. La verdad, en la página, no necesita haber sido vivida. Es en cambio todo lo que puede ser visualizado.

Quiero finalmente decir algo más sobre la verdad, o sobre el arte que es “indistinguible” de ella. La teoría de Keats de la capacidad negativa es la articulación de un hábito mental más comúnmente asociado con el científico, en cuyo pensamiento la imparcialidad es cultivada activamente. Es la imparcialidad la que convence, que alienta la confianza, a partir de la premisa de que ciertos materiales organizados de cierto modo arrojarán siempre el mismo resultado. Lo que es decir que algo inherente a la combinación ha sido percibido.

Pienso que así trabajan los grandes poetas. Es decir, pienso que los materiales son subjetivos, pero no así los métodos. Pienso que esto es así más allá de que, en la obra terminada, el desapego se note o no se note.

En el corazón de dicha obra habrá una pregunta, un problema. Y sentiremos, mientras leemos, la sensación de que el poeta no estaba comprometido con ningún resultado previo. Los poemas en sí son como experimentos, que el lector puede recrear libremente en su propia mente. Aquellos poetas que, claustrofóbicamente, supervisan o intimidan o dictan prematuramente una respuesta evidencian las deficiencias de los particulares elegidos, como si, sin un acompañamiento enérgico, el lector pudiera no alcanzar la conclusión deseada. Estas obras sufren por la extirpación de la duda: Milton puede haber tenido pruebas escritas, pero sus poemas interpelan porque dramatizan preguntas. Las únicas iluminaciones son como Psyche, que no sabía qué iba a encontrar.

Lo verdadero tiene un aura de misterio e inexplicabilidad. Este misterio es un atributo de lo elemental: el arte del tipo que procuro describir parecerá la mayor concentración o reducción o clarificación de su sustancia; no puede ser ulteriormente refinado sin que cambie su naturaleza. Es su esencia, su mena, completamente única y por lo tanto incomparable. Ningún “esto” [it] ha existido antes; lo que habrá existido son otras instancias de autenticidad semejante.

Lo verdadero, en poesía, se siente como una revelación. Es muy raro, pero al lado de ello otros poemas parecen tan solo comentarios inteligentes.


Notas:
1  Estas dos oraciones son particularmente opacas. La “inversión del propietario” (proprietor’s investment) o “capital aportado” es la cantidad de activos que un propietario pone en la empresa, a la espera de que le dé un rédito a futuro. La “limitación presumida” (smug limitation) acaso pueda interpretarse, atendiendo a lo que Glück dijo anteriormente sobre el alejandrino, y lo que dirá después sobre Milton, como si la mesura ocasional de Keats no se debiera nunca a un virtuosismo formal. En cualquier caso, ambas oraciones contrastan con la “gran inocencia” mencionada a continuación [N. del T.]. 
2  “When I have fears that I may cease to be / Before my pen has gleaned my teeming brain, / Before high-piled books in charact’ry, / Hold like rich garners the full-ripened grain; / When I behold, upon the night’s starred face, / Huge cloudy symbols of a high romance, / And think that I may never live to trace / Their shadows, with the magic hand of chance; / And when I feel, fair creature of an hour! / That I shall never look upon thee more, / Never have relish in the fairy power / Of unreflecting love! – then on the shore / Of the wide world I stand alone, and think / Till Love and Fame to nothingness do sink”. En la traducción del soneto privilegiamos aquellos elementos recuperados en el análisis de Glück, como el guion y el pareado final; no pretendemos haber conseguido la impresión “de grito arrancado, de prisa, de emoción turbulenta” [N. del T.]. 
3  “When I consider how my light is spent / Ere half my days in this dark world and wide, / And that one talent which is death to hide / Lodged with me useless, though my soul more bent / To serve therewith my Maker, and present / My true account, lest He returning chide / “Doth God exact day-labor, light denied?” / I fondly ask. But Patience, to prevent / That murmur, soon replies, “God doth not need / Either man’s work or his own gifts; who best / Bear His mild yoke, they serve Him best. His state / Is kingly; thousands at His bidding speed, / And post o’er land and ocean without rest: / They also serve who only stand and wait”. Nuevamente intentamos aquí (acaso con menor éxito) traducir el soneto siguiendo la lectura de Glück [N. del T.].
4  Glück remite al poema “Ode on a Grecian Urn”, de Keats.
5  Para ayudar a comprender esta frase, proveniente de una carta de Keats de 1817, compartimos un fragmento del libro de Donald Goellnicht, The Poet-Physician. Keats and Medical Science, en traducción nuestra. Goellnicht explica que, “si bien es obvio que Keats está nuevamente comparando cómo crea un poeta u ‘Hombre de Genio’ con el funcionamiento de las reacciones químicas, no queda totalmente claro a qué se refiere con ‘la Masa del intelecto neutral’. La frase ha sido interpretada con frecuencia como referida a las mentes de los lectores sobre los cuales opera la poesía, aunque Bornstein sugiere que remite a la mente del poeta, que debe estar en un estado neutral de ‘capacidad negativa’ antes de que la creatividad pueda proceder. Blackstone, sin embargo, con quien acuerdo, cree que la frase refiere a los ‘grandes materiales’ del mundo fenoménico, que son destilados por ‘Químicos etéreos’ con el fin de crear poesía. Los ‘Químicos etéreos’ son, entonces, las imaginaciones de los poetas, que ya están en un estado de refinamiento. Esta lectura de la frase ‘Masa de intelecto neutral’ gana sustento por el hecho de que Keats llama más delante, a los ‘grandes materiales’ del Lake District, aspectos de su ‘intelecto’ que son ‘cosechados… por los mejores espíritus’ para crear poesía” [N. del T.]
6  MESSAGE: “Amplitude, – voltage, – the one friend calls for the one, / the other for the other, in my work; / in verse & prose. Well, hell. / I am not writing an autobiography-in-verse, my friends. // Impressions, structures, tales, from Columbia in the thirties / & the Michaelmas term at Cambridge in 36, / followed by some later. It’s not my life. / That’s occluded and lost”. “Michaelmas” es el primer periodo académico en varias universidades y escuelas angloparlantes del hemisferio norte, principalmente del Reino Unido. El periodo se extiende de septiembre a octubre o navidad, y deriva su nombre de la Fiesta de San Miguel Arcángel que tiene lugar el 29 de septiembre [N. del T.].

Louise Glück (1943-2023) fue una poeta y ensayista estadounidense, autora de once libros de poesía, entre los que se incluyen Averno, The seven ages, Vita Nova (Premio de Poesía de The New Yorker), Meadowlands y The Wild Iris (Premio Pulitzer de poesía y Premio William Carlos Williams de la Poetry Society of America). También ha publicado una colección de ensayos, Proofs and Theories: Essays on Poetry (1994), que recibió el premio Martha Albrand de literatura de no ficción. Dentro de esta colección se encuentra “Contra la sinceridad” (“Against sincerity”), el texto que ofrecemos a continuación. 

En 2020 recibió el premio Nobel de Literatura,​ “por su característica voz poética, que con su austera belleza hace universal la existencia individual”.


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