Alejandra, solo un nombre: 50 años sin Pizarnik

Pizarnik vivió tan apasionadamente para la poesía, en constante tensión entre la destrucción y la belleza, que no le quedó más opción que incendiar las flores que crecen en la lengua de la muerte.

una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos

Este es el poema 23 del libro el Árbol de Diana que Alejandra Pizarnik publicó en 1962, del que Octavio Paz en el prólogo diría:

“El producto no contiene una sola partícula de mentira. El árbol de Diana es transparente y no da sombra. Tiene luz propia, centelleante y breve.”

También fue así la vida de Alejandra Pizarnik, centelleante y breve, pero nos entregó el cobijo de sus palabras que nos enseñaron a mirar el mundo que, en definitiva, es una forma de nombrarlo para que se nos pulvericen no solo los ojos sino el cuerpo todo o por lo menos poder soportarlo. La escritura de Pizarnik es siempre un oráculo que nos abre los caminos del deseo de la escritura.

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Alejandra sentía, y con el tiempo se intensificó, la sombra de Isidore Ducasse y sus Cantos de Maldoror que fueron una de las influencias más importantes de su obra poética. ¿Sería Isidore la imagen que le devolvía el espejo? En el poemario “Las uniones posible” del libro El Infierno Musical, de 1971, ella escribe:

En un ejemplar de «Les chants de Maldoror»

Debajo de mi vestido ardía un campo con flores alegres como los niños de la medianoche.
El soplo de la luz en mis huesos cuando escribo la palabra tierra. Palabra o presencia seguida por animales perfumados; triste como sí misma, hermosa como el suicidio; y que me sobrevuela como una dinastía de soles.

Poema profético, la poeta nos entrega una escritura anticipatoria del futuro, donde se sentía y sabía, posiblemente, dentro de la genealogía de los poetas malditos, sin posibilidad de escapar del laberinto que empieza a estrecharse y donde quedará sin otra posibilidad que saltar al vacío, allí donde la obra es un proyecto que guía a la existencia, donde texto y vida, están ligados a la certeza de la muerte.

En 1972, en la entrevista de Martha Isabel Moia, publicada en El deseo de la palabra, Alejandra responde a una de las tantas preguntas:

[…] escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo (cf. Kafka). Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos.

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(A P) Antonio Porchia, (A P) Alejandra Pizarnik los dos con las mismas iniciales, imagino que Alejandra con todas sus supersticiones sentía como un signo mágico esa coincidencia, el designio de ser poeta quizás, ella reconocía a Porchia como su maestro, igual que Roberto Juarróz. Estos tres poetas amados, están cubiertos por un aura que los hace únicos en mi mirada, cuando regreso a sus poemas siento una poesía desnuda y siempre latiendo como un niño recién nacido con su primer grito animal y humano. Poetas de palabras que sólo pueden comprenderse o sentirse en la locura o en el sueño.

Alejandra en una entrevista dice: “La poesía no es una carrera; es un destino”. Como un hilo o una cadena que atraviesa a estos tres poetas, Porchia y Juarróz purgan destinos de soledad inquebrantable y Alejandra, palabra por palabra escribiría la noche, su noche y en aquella primavera del 72 las palabras no sirvieron para la conjura. En el departamento de Montevideo 980, a los 36 años, esa “criatura en plegaría” escribiría con tiza en el pizarrón de su cuarto de trabajo: “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo” para dejar su cuerpo sin vida con 50 pastillas de Seconal sódico y sumergirse en compañía de su adorado Isidore Ducasse a las profundidades de lo eterno.

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