El ritmo del equilibrio: «Las mujeres altas» de Lucía Bulgheroni

Las palabras no son fáciles y leo los cuentos de Lucía como si lo fueran. Fuimos una excusa para escribir, o una amistad para dejar por escrito, y vivimos ensanchadas por rutas, ciudades, viajes, y quietud, la quietud que nos enmarca en la habitación que deseamos.

Ingreso en el marco de este libro, como una ventana de fantasías, alucinaciones, y entereza. Cuando digo entereza me refiero a cierta lucidez para crear mundos, como si fuéramos personajes que viven en un futuro incoherente, pero la existencia humana de estos personajes son la carne de un padecimiento actual. Y el arte acontece cuando ese padecimiento es ni más ni menos que la burocracia de nuestros días.

La noche que terminé de leer los cuentos de Las Mujeres Altas tuve un sueño. Soñé que salíamos con amigas y que el auto que estaba estacionado en un supermercado desaparecía. Pero como todo sueño nada quedaba ahí, entre risas y llantos y una búsqueda en góndolas de dicho auto, salí afuera para tomar aire y miré al cielo. Vi un valle de montañas como si estuvieran sumergidas en el cielo limpio. El extrañamiento me asustó, la gente se acomulaba en las esquinas, era un planeta que venía en caída hacia el centro de la tierra. Nunca había visto algo más bello, y esa imagen era el fin del mundo. La explosión del impacto sucedía a lo lejos como un atardecer, y todos respirábamos con lentitud, con cierta calma.  

Por qué menciono esto, me pregunto, permitiéndome ser libre para este momento. Una reseña se trata de hablar del libro, me dicen, agarrate de eso y yo repito, soltándome, no escribo cuentos, no escribo narrativa, pero soy lectora, no tengo técnica, pero amo la literatura, y como todo lo que amo pienso en sus efectos. Creo que hablar del libro de Lucía es hablar de sus efectos, y que el sueño que tuve lo involucra. Como una fuente de inspiración, como una forma de desmarcar los límites con los que vivimos, y más aún, para los cuales creemos vivir. 

Pienso y siento que los cuentos de Lucía son una invitación a salir de una realidad que como poco al menos aburre, y como mucho al menos nos trauma, y abandona. 

Encontramos en estas historias una voz preocupada y ansiosa de habitar, en donde el ritmo del lenguaje es el ritmo del equilibrio. No hay tropiezos, ni vacíos. Esa es la destreza de quien crea, encontrar armonía en la ambivalencia y las contrariedades. 

Nos convertimos en lectores amantes, inseguros, impacientes, fielmente vivos, y existenciales. 

La voz narrativa contempla y describe, sobre todo afirma la existencia de una humanidad como un acto político, gestual, sincero, de ironía, sarcasmo y verosimilitudes. Porque la realidad es absurda, como lo es la alienación de los cuerpos y la desintegración silenciosa. 

Pero la escritura de Lucía repara en los detalles, arma escenarios como puntos de encuentro y de sostén, aunque la historia que nos narra quiera irse por los bordes de un papel, o por los bordes de la imaginación. ¿Quién puede decir cuál es el límite de las cosas? Del deseo, del entusiasmo, de la opacidad, de la muerte? Los cuentos recuperan la vitalidad, los secretos, la necesidad de no cambiar el extrañamiento y su belleza por seguridad. Por qué querer huir de todo aquello que nos produce extrañeza. Quién nos obliga a escapar de esas fragilidades. Me pregunto si hay felicidad en lo cierto, o si solo hay un punto que se acaba. Y por qué esos finales, nos deberían producir alivio.

En las historia de Lucía, no existe el debería. Por suerte, existe una forma de responderle.  

Leo abrumada las historias de quien alza un bebé y sus brazos se quiebran; de quien espera una encomienda y en su demora comienza la jugada; la historia de fatalidad de un jabón; o la existencia de nosotros con una forma de consumir que no repara en: cómo nuestro destino se iría ejecutando y al mismo tiempo se iría acabando. Por eso yo insistía en convertirme en otra cosa, sin saber exactamente en qué. 

Pienso que ese es un nudo en la escritura de Lucía. Y citando a Jabes diría, “un nudo de correspondencias, un nudo de inocencia, astucias, verosimilitudes, de inverosimilitudes, de infinita fidelidad”. 

Leer a Lucía me devuelve esa liviandad de que el arte no está separado de nuestro ser mundano. Sino, todo lo contrario, lo conforma, y vivimos la única vida que tenemos sin reconocer lo que somos capaces con ella. Quizá el efecto de leer estos cuentos, sea comenzar a crear en nosotros ese simple reconocimiento, de cambiar la exigencia por aventurarnos a esos grandes logros como nos incita la sociedad contemporánea del éxito. Por el ser conscientes de que no terminaremos de conocernos, pero aún así estamos parados sobre nuestro día a día. 

Nuestro tiempo se vuelve un cielo maleable, las polaridades se terminan, el cuerpo comienza una mutación propia, y el permitirnos esa mutación amorfa, para decirnos finalmente, que nada más grave va a ocurrir, nos devuelve cierta felicidad. La que estos cuentos nos enseñan. 

Leo abrumada pero con la música del arte y el arte gracias a Lucía, nace de nosotros. 

Nada ni nadie ocurre aquí sin demostrarlo, sin hacer ruido, sin tener un diálogo errático y audaz, la ciudad no ocurre sin nuestro anonimato, sin esa ridícula apariencia que en estos relatos se desnudan al prender la luz de una oficina, o de una habitación, o de una casa familiar. y, nos pregunto, qué es prender la luz para cada uno de nosotros.  

Nuestros pensamientos se acostumbran a ver errores en nuestros cuerpos, a querer cambiarlo por otro como si fuéramos una compra y venta de narices, hijos, rostros, panzas, compañeros, novios, o amantes. Nuestros pensamientos se acostumbran a sufrir, y a la insatisfacción. En cambio estos personajes, tienen el pulso de mover el drama, de correrlo de lugar, de hacer con él un historia en donde no perdemos, simplemente intentamos dar la pelea como si pudiéramos. Y en esa hipotética posibilidad, acontece la trama de las cosas importantes. Entre el drama y su supuesta fatalidad, los cuentos de Lucía golpean para decirnos que no vivimos para satisfacernos, sino para entender qué hacer con la alegría o la miseria sintiéndonos, ante todo, seres mortales.

“Persona” (fragmento)

(…)
Esa atención tan inquisitiva que gocé desde pequeño hizo que mi conciencia de jabón fuera creciendo y, por tanto, quisiera liberarse. ¿No es así que sucede? ¿No es que cuando uno es, entonces puede ver?
—¿Qué es lo que querés ver? —me preguntó Sergio un día, en ese tono que siempre usaba para desinflarme.
Sabíamos más o menos lo que podíamos esperar de una vida como la nuestra: la creación, el proceso lento y delicado, la elección del tipo y color, quizás con más aceite, quizás con más crema, y después, el transporte a lugares nuevos, el cumplimiento de una función para la que habíamos nacido: ahí veríamos cómo nuestro destino se iría ejecutando y al mismo tiempo se iría acabando. Por eso, yo insistía en convertirme en otra cosa, sin saber exactamente en qué. Hasta que un día se me ocurrió.
Nadie elige qué quiere ser, uno va enfrentándose con lo que es inevitable y está en uno dar el salto. Salir de este cuerpo perfumado y aceitoso para ser alguien más.
—¿Persona? —me preguntó Sergio.
—Persona —contesté yo. —Creo que tienen un margen de acción. Al menos salen del baño.
—No te creas que son alguien más —me dijo Sergio, cuando estábamos esperando que nos acomodaran en cajas de cartón. Pedimos, por favor, que nos pongan en el mismo lote, y que nos tiñeran del mismo color, un blanco limpio, como de jazmines recién florecidos. Queríamos llegar juntos al supermercado, soñábamos con extender nuestra vida lo más posible en la dichosa compañía del otro. Como el primer amor, creíamos pensar.
Sabíamos que se acercaba el final, como las personas lo saben, pero queríamos demorarlo. Además de que, en secreto, yo tenía absoluta certeza de torcer ese final.
Quizás mi esperanza traicionara a Sergio. Él fue siempre el más astuto de los dos. Menos soñador, se había definido en una de nuestras charlas, y no le dije que no tenía razón, que el idealismo a mí me sostenía; sobre todo cuando nos fueron acomodando en las estanterías del supermercado. La absoluta consciencia de que no todo podría acabar en la quietud de las horas que pasan y las luces que se apagan cada noche al terminar la jornada.
Desde la góndola en la que estábamos, apenas se veía un pasillo largo en el que se exhibían productos de perfumería y limpieza.
Tu destino es el baño, querido amigo, tenés que reconciliarte con eso, me dijo Sergio antes de ser tomado por una mano de piel rosada, cubierta de pecas. Pensé que esas uñas largas pintadas de azul podrían lastimarlo, pero apenas envolvieron a Sergio y lo metieron en un canasto. Fue la última vez que lo vi.
La tristeza no fue poca. Los días se sucedieron con nostalgia y al mismo tiempo con el miedo de que el siguiente fuera yo. ¿Pero qué otra cosa podía esperar? El destino no se cambia sólo con la mente. Aunque seguía haciendo fuerza para que otro jabón fuera sacrificado antes que yo, o que las uñas que me tocaran lo hicieran de forma amable, como deseé lo hicieran con Sergio.
Adiós querido amigo, adiós, repetí por varios días, recordando los primeros días en la fábrica, la luz de los amaneceres solitarios que entraban por la hendija de la persiana. Una absoluta soledad me rodeó. Sobre todo, por la noche cuando la calma parecía ser más calma. Ni Sergio ni yo tuvimos nunca demasiado contacto con el resto de los jabones. Nuestra intensa relación implicó que sólo tuviésemos ojos para nosotros y que no dejáramos entrar a nadie más. Sólo a Sergio le confié mis pensamientos más atroces.
Fue una mañana de abril cuando me llevaron. (…)

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