Mi noche slasher

Cuando leí que cinco presos habían escapado de la comisaría de Alderetes, lugar donde vivo dije «bueno, hasta aquí les llegó su bombón» porque uno que está acostumbrado a leer entre las líneas del relato del destino sabe que estas cosas tienen un significado poderoso, y el único laburo de Dios es estar, siempre, señalando todo; aunque nosotros estemos demasiado ocupados creyendo que tenemos control sobre algo, como para ver su dedo índice firme y repetitivo tanto en la frustración como en la indicación.

Escena del film «I Know What You Did Last Summer». (Archivo)

Lo primero que desapareció al saborear esta verdad inevitable fueron las responsabilidades adquiridas con anterioridad. ¿Cómo voy a escribir un artículo sobre cine cuando cinco presos peligrosos me están buscando para matarme? ¿Cómo puedo pensar tan siquiera en escribir un cuento en este momento donde voy a tener que revisar todo lo que sé de películas slashers para que me aconsejen los pasos a seguir?

Slasher es un término para calificar ciertas películas de asesinos. Su abuela directa es Psycho (1960) y sus progenitores, de los cuales toma sus características principales, son The Texas chain saw massacre (1974) y Hallowen (1978). También dio hijos medio tarados que en su tiempo eran los reyes del terror como Freddy y Jason. Más cercano a nuestro tiempo encontramos representantes repetitivos como Scream (1996) o Saw (2004). Básicamente un asesino, por razones claras, va matando a lo loco, jóvenes promiscuos o con ganas de fiesta (DO-RO-GA), de diversas maneras, una más sangrienta que la anterior. Y ustedes dirán qué tienen que ver estas películas con mi situación. Pues una derivación de estas películas es la de presos que se escapan y llegan a la casa del protagonista a cagarlo a cuchillazos como en The last house on the left (1972). Y no conozco a nadie más protagonista de mi vida que yo mismo. Así que ahora, entienden mi inquietud? Se me vinieron al anco películas como Straw dogs (1971) o The strangers (2008) o The purge (2013). No tengo rifles o pistolas pensé, estoy hasta las manos.

Volví a mi situación releyendo esa sentencia que empezaba con URGENTE en Instagram. Por supuesto siempre me preguntaba por qué leía noticias en Instagram. ¿Hay algo más incongruente que eso? Si, quizás escuchar una obra de mimos por la radio, pero aunque lo mío estaba al límite también tampoco tenía tiempo de machacarme por mis conductas enfrentadas, carajo. ¡Tenía que sobrevivir! ¿A cuántas cuadras de la comisaría queda mi mansión casi desolada y apartada de la civilización? ¿Vendrán con máscaras los prófugos? Para más terror, pensé.

Abrí la ventana para tantear el clima. Mierda. Todo encaja, la puta que lo pario. Noche cerrada de un verano caluroso y ni siquiera tengo una mina en ropa interior ajustada y sugerente que amortice mi presente de enunciación. Si esto fuese una película, razoné, no voy a tener un buen póster para venderles entradas a adolescentes excitados. En realidad estoy solo yo, en un short blanco roñoso y una remera que parece que se la chorié a un zombie de películas de los 80. ¡Ah! Y mis perras! ¿Cómo me voy a olvidar de mis perras?

Bajé corriendo al primer piso, las puse en fila, tenía fe en ellas ya que se habían graduado en la escuela de la vida, la cual solo educa sobrevivientes. Las cinco me miraban como esos guardias exhaustos de tanto ladrar todo el día y que de noche solo quieren descansar. Lo primero que se me vino a la cabeza fue quién sería la Scream Queen. La mujer que queda viva al final, porque eso era regla de oro durante el auge del género Slasher. De mis perras, tres son negras o sea que esas serían las primeras en ser fileteadas. No lo digo yo, ojo, lo dicen las estadísticas de películas de terror. Si hay un personaje negro no te encariñes porque con ese afilan los cuchillos los asesinos psicópatas. Quedaban dos entonces, La Quilla, alta y estilizada, y la Petiza, breve y acelerada. Contemplé a las dos, me miraban sin entender la noche larga y sangrienta que se nos avecinaba. La Quilla es la más buena argumenté. Es la que se va a sacrificar por nuestras vidas y va a provocar el silencio de tristeza en la sala, alguien llorará lamentando la pérdida, otros negarán con la cabeza mientras los dos prófugos asesinos que quedan vivos saborean el sacrificio sin sentido de mi penúltima perra. Y yo, porque no puedo ser más que un héroe en la película de mi vida, voy a matar a uno de los asesinos y voy a distraer con mi muerte al último prófugo que la petiza va a rematar mientras grita a los cielos por venganza y frustración.

No sabía muchos discursos inspiradores así que mezclé dos que se me vinieron a la memoria. Me puse las manos entrelazadas en la espalda y caminé como patrullando de frente esa fila canina inundada de bostezos y lenguas afuera, obligadas por el calor del verano tucumano.

“Luchen y puede que mueran. Huyan y vivirán. Un tiempo al menos. Y al morir en sus cuchas, dentro de muchos años, ¿no estarán dispuestas a cambiar todos los días a partir de hoy, por una oportunidad, solo una oportunidad de volver aquí y decirle a nuestros enemigos?:

¡Pueden quitarnos la vida! Pero jamás la libertad! Espartanas ¡Esta noche cenaremos en el infierno!”

Le acaricié el lomo a cada una agradeciendo su compañerismo y lealtad hasta el final de nuestros días. A la petiza le susurré al oído. “Esta noche te convertís en héroa”. La petiza, una quimera rara de salchicha con pequinés, pero con los dientes para afuera como si estuviera disfrazada de bulldog, me miró con cariño y me lamió el cachete moviendo la cola. Como las demás. Como si me estuvieran aplaudiendo al unísono.

Acostado en la cucha de las perras y con un palo que encontré en el fondo y que bauticé como Lucille, esperamos con mi ejército canino los acontecimientos profetizados. Se lo escuchaba al sereno con su silbato allá afuera, en la desolada oscuridad. Rogué que antes que muera ese pobre hombre se lleve por lo menos a uno de los presos fugados así nosotros no tengamos que encargarnos de todos.

Recordé dos de mis film favoritos con la temática slasher y le pedí a mi Dios agnóstico y de paso a San Francisco de Asís que esta película no sea como Funny Games (1997) porque Michael Haneke había dado en el clavo del terror verdadero y la violencia real apartándose del propósito superficial y consumista de estas películas. Dos de sus premisas eran reales y palpables. La primera era que el o los asesinos no necesitan una razón de venganza para matar, no es necesario un pasado infernal o una lesión patológica para que un psicópata florezca, inclusive no hacía falta que sea alguien que parezca un asesino. Los peores monstruos no son los que llevan máscaras (rostro quemado, máscara de Hockey o la piel de otro rostro) anunciando su propósito, los peores y más peligrosos monstruos son lo que no llevan máscara alguna.

Y segundo y mucho más importante. La muerte no es un espectáculo de consumo carente de significado. La muerte es algo real, violenta, y nos va a ocurrir a todos en algún momento. El asesinato de alguien no es un susto, cuchillazos y sangre. El asesinato violento de alguien es la pérdida de ese ser para siempre, acompañado de un dolor casi insoportable y tangible que amputa cualquier momento de felicidad futura. Haneke nos dice: esto es la muerte, y te manda una escena de casi once minutos donde no se ve el momento del asesinato, pero si sus consecuencias perdurables y, ahora, eternas.

Si tengo que elegir –me dije casi dormido–, si este es el final, prefiero que sea como The cabin in the woods (2011) que me parece el cierre perfecto para esta clase de películas de terror. Porque el final tiene que ser absurdo y rozar la comedia como la vida misma. Mi destino y el de mis perras tienen que ser la prolongación del destino del mundo. Y al final tener la afirmación de que el guion de la vida es tan estúpido que sólo el personaje drogadicto lo logra descifrar y aun así escoge que todo termine pues la humanidad está corrompida y no merecemos el favor de los antiguos dioses.
Me despertó el ladrido de mis perras que apuntaban a las sirenas de la policía apostada en la casa a una cuadra de la mía. Los vecinos me contaron, al otro día, que los prófugos habían invadido la casa del viejito Ricardo Klement. Lo que nunca adivinaron los presos es que este adorable anciano al parecer fue soldado u algo porque se los cargó a cuatro de los cinco y el quinto sólo logró salvarse porque se hizo el muerto. Mierda -pensé-, me olvidé de Don’t breathe (2016) y con lo bien que haría yo el papel de algún traumado que las circunstancias extremas empujan a ser un psicópata asesino que solo quiere sobrevivir.


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