Un viaje al territorio de las ideas: «Constelación» de Luis Franco

Luis Franco gustaba de aquella frase de Goethe que decía que el objeto de la literatura no es lo literario sino lo real. Y dio vueltas sobre aquel concepto en los dos libros de entrevistas publicados, uno por Beatriz Carreras en 1962: Luis Franco (de Ediciones Culturales Argentinas), y el otro por Carlos Panelas: Conversaciones con Luis Franco (aparecido por primera vez en 1978 y reeditado en 1991 por Torres Agüero Editor), que da cuenta de varios encuentros con el escritor de Belén, algunos ocurridos en su casa de Ciudadela en Buenos Aires. 

Franco usaba los prólogos en sus libros de poesía, no como un decorado de antesala, de la ringlera de versos que luego se sucedían, sino como un espacio independiente de manifestación, de teorización sobre sus verdades acerca de la poesía. Escribió columnas sobre arte y política, o arte y realidad, y se expidió como Marx a favor de que “nada de lo humano me es ajeno”, frase que don Karl acuñó del filósofo africano Publio Terencio (165 AC). En su libro América inicial (1931) escribe: “Soy hombre y nada del cuerpo y alma de la mujer puede serme indiferente”, logrando una hermosa paráfrasis.

Constelación es una síntesis cabal de su poesía, un recorrido por las estéticas que lo determinaron, un viaje al territorio de las ideas filosóficas y por ende políticas que lo abarcaron. Arturo Herrera destaca que los primeros siete libros de Luis Franco tienen que ver con el mundo griego, esto hasta los presocráticos. Franco busca versificar como Teócrito, Hesíodo u Homero, no por vocación de epígono, sino porque encuentra en ellos el canto primero al hombre libre, al sagrado erotismo de los cuerpos, a la naturaleza irredenta, al trabajo de las manos y el cerebro. De esta manera, cuando usa el mismo encastre de Anacreonte para cantar a la cigarra, lo hace desde su aldea, donde el buey pace bajo las vides y una flauta de caña inunda con su música la armonía de la vida.

Luego entran a su poesía las ideas vivificantes de Nietzsche, Spinoza, Goethe, Marx, Engels, Trotsky, Sarmiento, Martí, Heine, Mariátegui. Se baña en las mismas aguas de la poesía de Whitman y Thoreau. Lee de la mano de su hermano Arturo Franco la Biblia, y desde muy jovencito escucha el canto del pueblo, la copla con sentencia y sabiduría, la copla picaresca; la vidala y la baguala, el canto hondo que viaja hacia dentro del hombre y el festivo: el del carnaval. Dicho sea de paso, el carnaval se festejaba en su casa, lo que encolerizaba al cura y su feligresía, que seguían los mandatos emanados del Vaticano y que libraban una verdadera cruzada contra la más pagana de las fiestas.

La lista de camaradas poetas y pensadores se ensancha. Franco lee en su lengua de origen a Maeterlinck, a Hugo, a Baudelaire, a Poe, a Shakespeare.  Reniega con Unamuno y aborrece al poeta-funcionario: Neruda.  Se siente hermano de León Felipe, a quien erra de conocer por una pizca, igual que a Roberto Arlt, quien una vez dijo sobre su poemario Suma: “No me explico tanto silencio ante un bosque de poesía”. Franco, nacido en la montaña, le escribe poesías al mar como pocos. El conocimiento del mundo animal y del mundo de las plantas lo ponen en la pléyade imaginaria de los sabios a la manera de los griegos, donde no había contemplación sin acción y viceversa. Él se preciaba de haber hecho más de diez mil injertos, en vez de ufanarse de haber escrito casi sesenta libros. Aún quedan poemas inéditos, y el libro Poesía y futuro, donde hay consideraciones estéticas y rasgos de las biografías de varios poetas, que él intenta reflejar con un vocabulario exquisito como aquel al que siempre nos tuvo acostumbrados.

La reedición de Constelación es un acto de justicia. La obra de don Luis es un tesoro todavía escondido que no merece seguir en la caverna del olvido.

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