“Cuando se tienen todas las voces de los protagonistas recién se puede uno hacer la idea de qué es lo que está pasando en realidad”.
Chikito, Felipe Quiroga
En tiempos de tanta convulsión y malestar social, de atropello —no de avance— hacia nuestra libertad, de insoportable ruido y necia sordera, interesarse por lo que otros tienen para decir, desde un lugar de genuina escucha, constituye una ética política irrenunciable. Interés por las historias que otros poseen; escucha atenta y receptiva; apuesta a la polifonía como respuesta/resistencia al monologismo unidireccional, son algunas de las condiciones y materialidades que exhibe la novela Chikito de Felipe Quiroga, publicada por Falta Envido Ediciones.
La novela se organiza en tres momentos: I) Los pueblos; II) El mono y III) El fuego. Visto así, los títulos parecieran esbozar una novela del origen. Y algo de eso hay, pues en cada destrucción despuntan brotes de lo nuevo. En cada uno de estos bloques, emergen las voces de los personajes, habitantes de los pueblos imaginarios Los Coyuyos y Villa Guanca: Cristóbal, Doña Eladia, Serafín, Elizabeth, Chipi, Teresa, Arno, Ximena, Rolando, el Gringo, Norma, Irene. Indicios estos, de la importancia que el autor le adjudica al nombre propio y a la autoría de la palabra.
Ahora bien, que la narración se organice a partir de las voces constituye más que un gesto de otorgar la voz al otro y de hacer decir lo que el narrador quiere que diga (figura, la del narrador, que, en este caso, se encuentra en retirada). La novela es coral: una celebración de la oralidad y de su potencia generativa; una apuesta (y un acierto) para vitalizar las historias y las memorias de los sujetos y los pueblos abandonados, enfrentados, gestados desde el malestar y la derrota estructural que los conmina a la extinción material y al olvido.
Son más de cien los años de soledad y de las estirpes condenadas. Pero sabemos, también, que donde hay literatura hay memoria y, sobre todo, condición de creación de mundos posibles.
El trabajo no sólo con el habla local sino también con los ritmos propios de la oralidad, le imprimen intenso dinamismo a la narrativa e inscriben a la novela en una tradición tucumana, ultralocal, reconocible para nosotros, lectores situados, claro, pero también profundamente latinoamericana. Implicados en la historia, convidados a escuchar –porque sí, Chikito es de esas novelas que parecen más oírse que leerse– nos re-unimos a través de la palabra literaria y, fundamentalmente, a partir de nuestra condición de sujetos narrativos: hay algo primario, de fogón y rueda, que se activa cuando alguien se dispone a contar una historia o una versión de la historia.
Contar un cuento es una práctica humanizante. ¡Cuánto necesitamos contar y que nos cuenten! Que nos cuenten en la doble dimensión del sentido: estar incluidos en la orientación de esa palabra, pero también ser sus protagonistas. A fin de cuentas: todas las historias son valiosas, aunque no podamos conocerlas.
De atrás para adelante, leemos en boca de Irene:
“Aquel lugar era puro silencio: las calles estaban cubiertas de polvo y de escombros. Las casas, todas las casas, estaban destruidas y el fuego había dejado marcas negras en las pocas paredes que no se habían derrumbado. Había monos por todas partes: corrían, saltaban, jugaban y se metían por entre las ruinas”.
Lugares que son puro silencio y pura ruina en la medida en que nadie los cuente, los recuerde o los imagine. Pareciera que el final de la novela contiene en germen la refundación de un nuevo orden. O no. Quizás la permanencia del escombro funcione como testimonio y la ausencia de lo humano como promesa o garantía.
Dos pueblos gemelos que se miran en espejo y se construyen como objeto de deseo: ambos se confirman a través de la mirada. Los Coyuyos y Villa Guanca son ellos mismos, más viciosos que virtuosos, pero también podrían ser cualquier pueblo recóndito en el territorio latinoamericano. Un cuento magnífico de María Teresa Andruetto se llama “No a mucha gente le gusta esta tranquilidad” y uno de Tomas Downey —quien, dicho sea de paso, escribe el texto de la contratapa— “Acá el tiempo es otra cosa”, me llevan a pensar filiaciones posibles. Corridos del exceso de urbanidad de las literaturas contemporáneas, aparecen estas historias de los descartografiados: los desplazados del mapa literal y simbólico, que encuentran en ciertas formas torcidas del realismo, materia de invención. Un realismo desviado de la norma que construye, en su interior, espacios de ambigüedad a donde irrumpe lo ominoso y, también, en alguno de sus pliegues, el humor y la exageración liberadores.
La historia es simple: una niña rescata a un cachorro de mono quemado y lo lleva a vivir con ella. En adelante, nada de lo que suceda, en términos sociales, será sencillo porque nada en la vida de hombres y mujeres lo es. La trama colectiva de los proyectos, de las fantasías ocultas, de las frustraciones, incluso de los deseos de exterminio, se construye en la novela y permite pensarnos como cuerpo social orgánico o como fragmento que subsiste. Tal es el poder de la palabra literaria. Tal es el mérito de esta novela que nos convoca.
Felipe Quiroga nació en 1985 en San Miguel de Tucumán. Es licenciado en Comunicación Social y tiene una maestría en Periodismo. Es autor del libro de cuentos El ruido que hacen los loros (2022). Con sus relatos participó en las antologías Umbrales y Crepúsculos (2015), 5×5 (2016), Les inquilines (2021) y La casa de los enanos (2021).Publicó Chikito con Falta Envido Ediciones en octubre de 2023.