Me invento procedimientos para leer. Soy culpable de esto. Pero es que a la inversa no puede sucederme nada: recién empiezo a leer cuando presumo descubrir los procedimientos que llevó adelante el que escribe. Esta vez el viaje, de Elena. Esto me hace pensar: ¿leo o reviso mis inventos? De nuevo: insisto que ese descubrimiento es un invento, el efecto de una culpabilidad. Pero en fin, descubro algo irrenunciable: descubro que no hay nada que descubrir. O bien descubro que leer es recibir la invitación a descubrir: de qué olvido somos culpables. Se oye, en un determinado momento, un golpe. Quizá sea el retorno de aquello que hemos golpeado una vez y el acto de leer nos lo devuelve en ruido ¿y si leer consiste en recordar que se ha golpeado una vez en un lugar que después desconocemos? Así, bueno, me sucede cuando “empiezo a descubrir” que todo está siendo leído y que yo estoy siendo del todo leído por eso que leo. Entonces: yo sucedo leído. No es una lectura, sino un encuentro. Etcétera. Así me sucedió con El viaje, de Elena Annibali. Y, como decía, me le inventé (perdón, Ele) procedimientos. Como para no quedarme tan expuesto pensé en ir a los métodos; como para defenderme de quien viera el revés de la alfombra y ve que está lleno de nudos y de hilos. Me dije ¿de esto es que estamos, al fin, compuestos? Me dije, como si Elena lo hubiera pensado y se lo hubiera propuesto (lo supieras o no, Ele), me dije que el procedimiento fue el siguiente: la condición para viajar es primero entrar en una pista, hacer el viaje, armar escenarios situacionistas, aparentar el viaje bajo la forma de un viaje conocido; aparentar que El viaje es sólo de ida hacia un lugar planificado, para luego regresar por el lugar planificado; es decir hacer el viaje supone hacer un pacto que supone realizar el recorrido y formular su reverso, su vuelta; pero cuando se empiece por el reverso -y uno imagina que eso se daría a la vuelta- lo que no se sabe es que se perderá el anverso: se perderá también las ‘teorías’ con que el viajante fabricó sus principios y también se perderán las causas o motivos que se fabricaron para iniciar su viaje (yo después, perdí también mis métodos). Me acuerdo entonces de Juarroz, y me acuerdo de Vila-Matas. Juarroz decía que el revés del revés no es el derecho. Y Vila-Matas decía que viajar es perder teorías. Puesto a parafrasear diría entonces que El viaje de Elena es un viaje de ida en que se pierden los principios, y para que se pierdan las teorías y las causas y se pierdan desde luego los anversos.
Entonces, seguí (ya ves, Elena) mi invento. Leí El viaje bajo las pistas de mi inventado procedimiento y sentí que no lo había leído sino al leerlo al revés, y en el revés –que fue también leerlo tres veces- no sólo se desordenó el mapa inicial sino presentía cómo, ahí terminaba la lectura formal y empezaba la experiencia real: fui leído todo yo, y fui dilucidado en mi engaño y en mi trampa y en mis falsos principios y entonces vi, o deduje, porqué Ele hizo El viaje que luego se convirtió en escribir El viaje o mejor (voy a decirlo mejor) luego se convirtió en caer en el accidente milagroso de la revelación de traducir (mediúmnicamente) El viaje (escribiéndolo). El viaje entonces no es hacia un lugar geográfico conocido o desconocido (para conocerlo) sino ir hacia Uno como lugar de menos saber y a veces hacia Uno para recordarse este principio de desconocimiento fundamental que nos causa. Estoy diciendo, sí: que el desconocimiento nos causa. Y si reconocerse es algo ese algo sería, en suma, recordar lo desconocido. “Nacimiento del aire” dice en uno de los versos Elena y es perfecto, es asombroso, porque ahora lo hago mío y digo que: desconocerse es el “nacimiento del aire”, como quien dice es el principio de toda respiración. Oh, estoy dando vueltas. Oh: voy hacia lo que menos sé de mí otra vez. Pero es que El viaje también está en los firuletes de vuelta. Voy de vuelta. Sigo, como un pretexto, las pistas de mi procedimiento. Ahí, en eso de leer, veo claves. Si las claves, por ejemplo, en los libros anteriores de Elena estaban en la niebla, y “niebla” es porque con ‘niebla’ dice (a todas luces) algo: es fundación de una estética; es signo, es posición del mirar; es tela o manto que devuelve a la materia su lugar de indefinición: su misterio. Como si a todas las cosas y a todos los seres los envolviera su incertidumbre y si en la incertidumbre hubiera una causa que proclama ser nombrada otra vez, ser nombrada como algo que a la vez excede a las palabras (pero está en el Verbo). Así niebla es el ojo lírico del mirar, el ojo que funda un tono respiratorio para abrir el aire del mundo. De tal manera en El viaje, los elementos clave que encontré son dos: Los toros y las mariposas nocturnas. Las formas inmensas y las formas mínimas, sutiles. Los toros pero también los camiones (los camiones como si fueran toros), y también los grandes edificios, monumentos, -la ciudad universitaria por ejemplo- y de otra manera, lo luminoso y sutil: las tiernas mariposas nocturnas, o las polillas, o las tiernas presencias enigmáticas: el ojo de las gacelas. El Viaje ofrece de tal manera una pista, pero esa pista es engañosa, y ese engaño es el inevitable pacto o guiño con el lector. Sería un lector éste que a fuerza de perderse pasará de golpe a ser leído; será devuelto, digamos, otro para sí mismo. Y aquí digo otro y digo leído como quien dice –parafraseando a Deleuze- devenido animal o vegetal o dios o mujer o polilla y toro y gacela; como quien dice además alguien desnudado, mínimo, ínfimo. El viaje es para pasar a otra cosa, digamos, y pasar a otra cosa es recordar que siempre se estaba pasando a otra cosa. Ya todos estamos en ese viaje hace rato; porque no se está nunca en lo que se es –de un modo fijo- sino en una transformación incesante hacia lo que no sabemos a qué hemos venido y qué seríamos (si fuésemos). El viaje así ofrece una trampa que luego es un campo de tensión, que en tanto campo de tensiones luego se articula a elementos aparentemente opuestos y luego se disuelven los opuestos (y se disuelve lo aparente), haciendo de El viaje una experiencia de recuperación de lo extraño, recuperación de lo grandioso que es lo ínfimo; recuperación o evocación del espíritu misterioso que somos y que anima a todas las cosas (el viento, el ánima: el nacimiento del aire) y por último recuperación de la distancia; es, en suma, de la dignidad de la distancia y, con esto quiero decir, que es El viaje una forma de la amistad con lo desconocido. Esta tensión se afirma en todos los poemas, en dos de ellos es ya evidente. Lo desconocido se revela entrecruzado con lo familiar, en un viaje en auto con la madre, la madre le introduce recuerdos que no le corresponden a la poeta y la voz lírica ahí se pregunta “¿vine yo de ese cuerpo?¿ de un cuerpo que no conocí?”. El viaje es también por tanto el encuentro entre elementos de escasa correspondencia y que, sin embargo, comparten un espacio y un modo de uso del lenguaje pero nunca, jamás, podrían compartir la lengua, que es sutil y enigmática y de otro mundo; digo “de otro mundo”: como el ojo de las gacelas. El otro poema es cuando observa al hijo: “yo no lo conozco, mi cuerpo lo arrojó, un día, al mundo, y desde entonces una sincronicidad adversa nos trabaja.” Ahí, precisamente en el núcleo de lo familiar anida lo desconocido y ahí, precisamente, está la clave del viaje. Recordar que venimos de lo desconocido. Como si la voz poética profundizara en un pedido (acuciante): desconózcanme, desconózcanse, vengan hacia lo que menos saben de mí; vayan hacia lo que menos saben de uds. Es, pienso ahora, un libro El viaje lleno de compasión, de acidez tierna, cero belleza naif; es, al contrario, una belleza encontrada en una actitud sin concesiones: la tierna mariposa nocturna no es, ya habrán advertido, las coloridas mariposas del bosque encantado, no; es, puede ser, de hecho casi lo dice, una marrón y oscura mariposa, una polilla acaso, que gira royendo los muebles, la ropa, la vigilia de quien todavía no duerme, los ojos abiertos de quien sigue ahí azorado hasta el deslumbramiento. Pero hay otro punto, o clave: la invitación no consiste en encontrar belleza en lo que naturalmente puede no tenerla, no, sino otra cosa, la operación se desliza hacia otro movimiento: recordar que esa polilla somos cada uno de nosotros, esa polilla es lengua olvidada, aplastada por los toros, por los mastodontes de la identificación, incluso por las pretensiones mastodónticas de quien debemos ser o somos, y la rentabilidad estupidizante de ser algo, o alguien, y no esa ínfima fuerza royendo en la levedad oscura de la noche la materia que al fin, a todos, nos perfora.
Una idea sobre “El viaje de Elena”
Interesante lectura de El viaje de Anníbali.