En general a les poetas nos ofende hablar de esto. No porque sea mentira que están ahí esas otras voces que nos habitan, sino porque pareciera ser que el objetivo de le poeta es, por el contrario, erradicarlas, negarlas, y dar espacio a lo que nos desvela: la búsqueda de la voz propia. Por ejemplo, nos pasa negarle espacio a esos poemas que escribimos en nuestra adolescencia, no porque sean necesariamente malos, sino porque en general están impregnados de otras voces, de esos libros que nos hicieron sentir comprendides cuando pensabamos que nadie lo hacía. Es parte del proceso de encontrarnos como creadores y trabajadores artísticos. Nos repetimos también, incesantemente, que no es el qué, es el cómo decimos algo. No quiero profundizar en exceso en esto, en decir que somos parte de un mundo cada vez más comunicado, con estímulos muy inmediatos, con modas marcadas incluso en la poesía, que nos guste o no, nunca está de moda.
Pensé mucho en qué decir hoy, sin repetirme, sin decir quizás obviedades. Entonces, quiero hablar de dos cosas puntuales que creo: que la otra voz es externa en como nos llega, pero no necesariamente ajena a nosotres, y que todo acto de escritura es una acto de traducción.
Para arrancar, quiero definir muy brevemente qué constituye la otra voz para mi, porque aunque parezca obvio, no lo es. Creo que la otra voz siempre es externa, es una conjunción cultural y social, conformada, sí, de versos de otres que me flashan, también por cuadros, canciones, escenas de pelis, por nombrar solo algunas categorías. Creo que la otra voz no tiene que estar conformada de palabras nada más. Pero además de esas cosas que concebimos desde el arte, como inspiración (a falta de una palabra mejor, la uso, pero no creo en la inspiración, creo que todo es una construcción, aunque ese es otro tema), también creo que la otra voz toma historias, chismes, cuentos, álbumes de fotos familiares de gente que nunca vi, y también mis propias cosas escritas en notitas, cuadernos, fotos de algo que vi y saqué para no olvidar con el celular o una serie de fotos que saqué a conciencia, el aroma de algo que me gusta. En sí, la otra voz, para mi, es externa, pero externo para mi es todo lo que no soy en el momento que decido enfrentar el poema que quiero escribir.
Hablo de mi caso puntual, porque Asia/Desde, el libro que tan cariñosamente editaron en Falta Envido, es una recuperación de otra voz, la mía pero muchos años previos, y esa voz no era palabras. Durante los dos viajes que dieron forma a ese libro, uno en el 2014 y otro en el 2016, escribí un total de 4 poemas, y ninguno es parte del libro. Sin embargo, esa otra voz, fueron anotaciones en mapas y una serie de fotos que saqué. Es probable que alrededor del 90% de los poemas del libro, tengan una foto que pudiera acompañarlos. El libro sin esas fotos no hubiese sido escrito, sin esas notas de lugares a los que ir, una nota que dice por ejemplo “acá estuvo Basho”. Los poemas son una copia de esa imagen, un recordatorio de que la foto existe, que antes que nada tuve eso. Y en este sentido, también nuestro pasado es esa otra voz. La que hizo esos viajes, no soy yo.
El otro tema del que quiero hablar es que siento a la poesía como una traducción. Nada puede ser creado de la nada. Y esto no se contrapone a que escribir poesía es un acto creativo, porque para mí la traducción también es un acto creativo. Elegir palabras, el órden de éstas, implica una apreciación estética, una búsqueda de la belleza. Volvemos siempre a esa idea de que lo importante es el cómo. Hablo de la traducción, quizás a veces literal, una palabra que nos apasiona en un idioma que nos es extranjero, lo hablemos o nos hayamos enterado de su significado por diversos medios, o un verso en su idioma original de un poeta, pero quizás también a veces (y la mayoría de las veces para mi), la traducción como acto de explicar algo externo en palabras propias, en nuestro lenguaje personal, esa combinación que marca un límite entre mí yo y el resto. La traducción de eso que viene de afuera (un afuera muy amplio) pero que decimos con las palabras del adentro.
En otra época, cuando la realidad era mucho menos oscura, tuve la suerte de poder viajar a Japón. En Kyoto hay una casa que se llama Rakushisha, significa “la casa de los caquis caídos”, pertenecía a Mukai Kyorai, uno de los primeros discípulos de Basho, el poeta errante que diseminaba sus poemas por los arrozales, las tabernas, y mucho más allá de los límites de los castillos, que era algo extraño para la época. Entre las paredes de esta casita de barro, Basho terminó de escribir Saga Nikki, uno de sus libros más reconocidos. El último haiku de este libro:
samidare ya shikishi hegitaru kabe no ato
Lluvia estival / en las paredes rastros / de poemas rotos
Está pegado en las paredes de esta casa. Fue el pago que Basho le dejó a su discípulo por recibirlo, por permitirle estar ahí.
De esta casa no tengo fotos, las perdí, tuve un accidente digital. Pero años después escribí un poema que también tiene pegado este haiku en su estructura, traducido.
Corazón
Banco de piedra
viento en el bosque etéreo
bambú se enfría
caña golpea
cuando el agua rebasa
cae al vacío
lluvia estival
en esta casa
Basho vivió
con su protesta estética
en las paredes rastros
de poemas rotos
como pago
bajo los árboles
que con la tormenta
dejaban caer sus
frutos
de lo que nos trae al mundo
siempre somos sus hijos.