This is the end, beautiful friend
This is the end, my only friend
The end of our elaborate plans
The end of everything that stands
The end
― “The end”, The Doors
Everyone, deep in their hearts, is waiting for the end of the world to come.
― “1Q84”, Haruki Murakami
El miedo ante el futuro, la bronca por el presente, la desesperación por quedarnos sin alimento y sin refugio, las dudas ante los cambios. Nada mejor para estos tiempos inciertos que vivimos que ver la contundente miniserie francesa “El colapso” (L’Effondrement, 2019). Ocho capítulos de poco más de 20 minutos de duración cada uno (se la puede ver online). La particularidad es que cada episodio está filmado a modo de plano secuencia, sin cortes, y que cada uno presenta una historia diferente en un escenario distinto, aunque hay personajes que cruzan sus caminos. La trama responde a la pregunta de qué pasaría si nuestras sociedades se derrumbaran por el daño que le causamos al planeta y por el desinterés de aquellos que nos gobiernan. ¿Cómo reaccionaríamos si todo dejara de funcionar y nos invadiera la desesperanza? ¿Qué rol ocuparíamos en la lucha por la supervivencia? Con un relato realista y tensionante, los realizadores detrás de “El colapso” (Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins y Bastien Ughetto) nos obligan a ser testigos de lo mejor y lo peor del ser humano en días siniestros, en una especie de oscuro espejo de posibilidades.
Una vez concluida, la serie nos deja sensaciones de angustia e impotencia. Pero también nos lleva a reflexionar.
“El fin del mundo” es una expresión incorrecta. En las circunstancias en que esta frase se utiliza (en notas periodísticas en los medios de comunicación, en novelas, en películas, en series, en videojuegos, en publicaciones en las redes sociales, en el habla cotidiana) no puede decirse que se trate, literalmente, del fin. En la única ocasión en que el fin sería verdaderamente el fin es en el escenario de una catástrofe global cuyo resultado fuera un cese, un corte en el transcurrir de los hechos y circunstancias como se venían produciendo hasta el momento del quiebre. En cualquier otro caso, no puede hablarse de un fin, sino de cambio, de cierres de etapas e incluso de nuevos comienzos.
Con respecto a la segunda parte de la expresión, “el mundo”, solo podría usarse en caso de una destrucción total y definitiva de nuestro planeta, que dejaría de existir como tal: la Tierra reducida a la nada y su lugar vacío en el Sistema Solar. En las visiones “post-apocalípticas” que consumimos en la forma de productos culturales, los escenarios que se presentan son similares: los edificios están en ruinas, cubiertos de polvo e invadidos por la naturaleza (plantas que crecen sin control, animales que vagan en libertad); por su parte, los sobrevivientes humanos se ven sucios y vestidos con harapos, viven de la recolección y el reciclaje de chatarra (los restos de la antigua civilización) y con frecuencia protagonizan escaramuzas caracterizadas por su extrema violencia y falta de humanidad y decencia. Ahora bien, si realmente se tratara del FIN DEL MUNDO, no quedarían sobrevivientes y ni siquiera ruinas. Pero incluso si sólo quedara en pie la naturaleza (plantas, animales), tampoco sería el FIN DEL MUNDO. Sería, en todo caso, el FIN DE UN MUNDO. O meramente el fin de la civilización humana. Está en las raíces del antropocentrismo la idea de que el fin de la humanidad representa el fin del mundo. La realidad es más simple: no somos tan importantes. Ese final de nuestro mundo (el mundo de los seres humanos) no sería más que el principio de otro mundo, un mundo distinto y, quizás, mejor al nuestro.
¿Puede pensarse en ese cambio de mundo, en el fin de un mundo (el actual), que dé paso a una nueva etapa en la que haya un lugar para los seres humanos? Los escenarios apocalípticos, con toda su carga de negatividad y pesimismo, paradójicamente también pueden ser los tiempos más adecuados para que surja la esperanza: una ruptura en el orden establecido, aun en las circunstancias más sombrías, implica que la posibilidad de que la situación tenga, antes o después, un desenlace (nada es ni puede ser para siempre), un resultado.
Los eventos potencialmente pre-apocalípticos (es decir, aquellos que podrían provocar “el fin de nuestro mundo”) son de gran magnitud: ponen en riesgo la vida de un amplio número de personas (cientos de miles, millones) y/o representan una grave amenaza material (destrucción de construcciones, edificios e incluso de ciudades enteras) o contra un sistema económico y/o social. Así, aunque el desenlace no sea un escenario tan drástico como se preveía (y quizás tampoco lleguen a cumplirse), estos eventos inevitablemente tendrán consecuencias en la sociedad, en las maneras de ver el mundo y de relacionarnos entre nosotros, en otras palabras, en nuestra forma de vivir. La mayoría de quienes atraviesan este tipo de sucesos trascendentales caen al principio y de manera indefectible en la desesperanza, el miedo y la incertidumbre.
Es en estas circunstancias cuando el ser humano añora esa cotidianidad que ya no existe. Sin embargo, un regreso a la normalidad se hace difícil, imposible a veces, y las sociedades pueden tomar diferentes caminos: recrudecer en su cara más siniestra (el individualismo, el materialismo, las restricciones a la libertad) o aprender de sus errores y tender hacia una superación de las desigualdades demostrando mayor unión, solidaridad, empatía y responsabilidad.
Que venga entonces el fin del (de este) mundo: ojalá descubramos la mejor manera de poder aprovechar el inevitable colapso al que cada día nos acercamos un poco más.