Comer en familia, Daniel Ocaranza. Prólogo de Martín Aguierrez (Falta Envido, Tucumán, 2018)
Un libro de cuentos, por lo general, se titula a partir de uno de los relatos que contiene. Digo “por lo general” porque hay casos en que el título pretende, por ejemplo, llevar la cuenta de la producción del autor o autora, como lo hace Fellini en el cine con 8 1/2 y en literatura Adolfo Pérez Zelaschi, donde el título Con Guiye, sesenta, indica simplemente que con el cuento “Guiye”, incluido en dicho libro, el autor llevaba escritos 60 cuentos. Esto en realidad no viene a cuento, aunque de cuentos hablemos, porque el libro de Daniel se titula según el procedimiento general que mencionamos al principio. Ahora bien, podemos preguntarnos, con razón, cómo se elige el cuento que dará el título al libro y quién/es lo hace/n (autorx, editorx, parientes o amigxs de unx u otrx, todxs ellxs). Aventurando hipótesis sobre el primer interrogante, podemos decir que, a veces, se elige el título más ganchero, o se toma el de aquel cuento que tiene un valor íntimo, secreto, para su autor o autora (y que eventualmente develará en una entrevista), o bien el de un cuento que, por su temática y/o estilo, es percibido como representativo del libro y constituye, por lo tanto, una clave de lectura. En el caso particular de este libro, seguramente Daniel tiene un cariño particular por el cuento homónimo, que ganó un concurso de poesía y narrativa. Pero creemos también que ese título aporta mucho a la interpretación (o al menos a nuestra interpretación) del libro en su conjunto.
Comer en familia, dice el título, y la escena que uno se representa al instante e instintivamente es la de gente que se conoce, que ¿se quiere? sentada alrededor de la mesa, por lo general un domingo, donde comer es solo una excusa para verse y reforzar los vínculos ¿afectivos? La familia y la comida en familia y lo familiar y las costumbres remiten o deberían al ámbito de lo conocido, y ahí está justamente una pieza central para desactivar este libro antes de que nos estalle en la cara. Porque, sin intenciones de espoilear, debemos advertirle que aquí no se encontrará usted con una idealización de la familia reunida para ahuyentar (o profundizar) el bajón dominical, ni tampoco con esa comodidad y seguridad que da el conocerse en una relación cualquiera. Porque lo familiar y lo conocido son también rutinarios, y decir rutina es como decir trabajo, oficina, portafolios, llaves y vida gris que busca evadirse, multiplicarse y ser otrxs, del mismo modo que el fuego puede y quiere volverse todos los fuegos, sin dejar de ser él mismo.
Y conocerse tanto hasta desconocerse es otro efecto colateral, no deseado, de la rutina. Ese juego entre lo(s) conocido(s) y lo(s) desconocido(s) es uno, quizás el principal, de los motores de este libro. Gente conocida de años que ya se desconoció hace rato y gente que se conoce sin presentaciones, sin conocerse el nombre siquiera, habilitando la imaginación para darse cien nombres distintos y crear infinidad de recuerdos juntos sin haberse conocido. Gente que no puede escapar de los ritos familiares, aunque esos ritos y esa familia no sean los suyas y unx haya quedado imperceptiblemente atrapado en la comida familiar y tenga que aprender a jugar el juego; o aunque esos ritos impliquen asesinar rutinariamente, en cada bochornoso verano, el cadáver de un ser ¿querido? para exorcizar su fantasma. Esos “seres queridos” que pueblan lo familiar y lo conocido y generan esa falsa confianza, ese cariño tramposo que puede terminar en la pérdida de la inocencia, pero cuidado, porque decimos “inocencia perdida”, como si unx pudiera perderla u olvidársela por ahí, como las llaves del auto o la campera, pero no, con la inocencia es distinto. “Inocencia robada”, habría que decir, “inocencia profanada, asesinada” y habría que ponerle agente, “profanada, robada, asesinada por…”, puntos suspensivos que no crean suspenso porque cada unx ya sabe quién fue, quiénes fueron, porque están ahí, siguen estando lamentablemente, ya que son los conocidos de siempre. Esos puntos suspensivos puestos con la única función de que cada unx complete los nombres, y preferentemente acompañados del apellido, cada unx los suyos, esos nombres propios que se apropiaron de algo que no podía pertenecerles porque no es propiedad de nadie, y que se atrevieron a “sacudir sus juegos con el puño cerrado”, que nos destrozaron la casa de muñecas, el juego de té, “el reloj que marca la leche con chocolate a las seis”. Y ahora entendemos por qué Alicia “se escapa de todos, descalza de todos”, y es porque “le creíste y le pusiste los zapatitos en la puerta”, esa puerta donde duermen su sueño perverso los monstruos, esa puerta demasiado cerca de nuestra habitación, por desgracia, tras la cual hay madres o tíos que ejercen el beso “sembrado a la fuerza” o que muerden sin piedad, pero también esa puerta cerrada en su indiferencia donde descansan lxs cómplices silenciosxs del abuso.
Daniel nos propone jugar este peligroso juego desencantado, pero él no abre la puerta para ir a jugar, sólo la entorna, para que apenas entre luz, y multiplicar así las posibilidades del juego, como esas motitas de polvo que flotan en los rayos que se filtran, y el juego no consiste tanto en atrapar esos puntitos de polvo como en asumir su discontinuidad en la continuidad engañosamente luminosa del rayo de sol.