
Jetlag
Ella viajará de vuelta a casa un día antes porque se canceló la última reunión. Pensará en sorprender a Martín, como cuando eran novios. Sacará pasaje para volar temprano, está harta de hacer tiempo en los duty free de los aeropuertos. Check-in. Se dormirá a diez mil pies, después del sándwich de cortesía y varios “dedos” de Jack Daniel’s. El comandante anunciará excelente clima en la ciudad de destino. Le tocará un taxista de los que hablan. Verá los edificios despertarse en su neblina de smog. Se retrasarán en el tráfico de la autopista. Pasadas las diez, el taxi la dejará en la puerta de su casa en el country. Horario de oficina: la camioneta de Martín no debería estar ahí. Verá también un autito blanco, un modelo práctico y femenino, ideal para secretarias hacendosas. Entrará como un ladrón a su propia casa, amortiguando con la mano el ruido de las llaves. Soltará su bolso en el felpudo. Welcome. Se comerá las cutículas con la vista fija en la escalera del dormitorio. Ya sin tacos —mareada y eufórica, pacífica y ansiosa, como en una abstinencia de Rivotril— subirá cada escalón pegada a la pared, torcerá con el hombro la reproducción del Van Gogh. Los oirá desde el rellano: el vaivén familiar del somier dando y dando contra la pared. Casi podrá imaginarla: veinte años la muy puta, las piernas sudadas revolviendo sus sábanas de lino preferidas. Recordará dónde esconden la Beretta —ya no se puede vivir tranquilo ni en un country—. Cuarto de huéspedes, estante de arriba, caja de zapatos Jimmy Choo. El cargador en otro lado, disimulado entre las medias. Amartillará, y se doblará la uña destrabando el seguro. Enrollará el cañón del arma con un jogging, como en las películas. Desde el curso de Defensa Personal sabe bien cómo resuena el estampido de una 9mm. Abrirá despacio la puerta del dormitorio. Por la cadencia y los gemidos de la cama sabrá que están por acabar. Empujará como al descuido ese adefesio de piedra que trajeron de Polinesia. Será suficiente ruido: Martín dará un respingo como un bailarín de capoeira. Ella verá el horror en los ojos de la minita —veinte años, la muy puta—, en cada destello afónico de la Beretta. Martín caerá arrastrando las fotos felices de la mesita de luz. “Lolita” no llegará a gritar: su bronceado contra las sábanas claras habrá sido un blanco muy fácil. Después, esconderá la pistola en cualquier parte. No limpiará nada. Sí se lavará la cara en el toilette, se retocará el maquillaje y el rodete corporativo. Pasaporte en regla, quizá tenga suerte. Llamará un taxi y volverá a cargar la valija. Al aeropuerto. Otra vez a bordo —sándwiches/whisky—, no querrá dormir, y tampoco abrir los ojos. Por más que trate y trate, no tendrá certeza del vuelo en que viaja. ¿El de ida? ¿El de vuelta? En la inmovilidad y el zumbido del avión a novecientos kilómetros por hora, se preguntará si es que todo ha sido un sueño inquieto o un plan largamente postergado o el recuerdo patente de un asesinato.
Desencuentro
La hoja en blanco fijo le grita desde la máquina de escribir. Parece la voz de su padre: Para una sola cosa te creés útil —le grita— y ya no servís. Sentencia: Estás acabado. Sabe que es cierto. Hasta aquí la inspiración, la vocación y el arte, las páginas escritas, la carrera promisoria. Ahora en su futuro empañado ve un trabajo de rutina, uno que le permita mantener sin sorpresas a su familia tipo, uno lejos de la metafísica. Ve una vida donde no tendrá tiempo para leer, mucho menos para escribir. Un horizonte gris en el declive suave derecho a la tumba. Ha tomado más de la cuenta, y así la decisión cuesta menos. Abre el cajón de los borradores y exhuma la única herencia de su padre. Sopesa el frío metálico del arma reglamentaria. Su padre jamás la habría guardado así, cargada. Con equilibrio preciso se lleva el caño a la boca, lo asquearía sentirlo en los dientes. Y ocurre el milagro secreto: El perfume inminente de la pólvora le dispara una súbita inspiración. Donde antes había sombras, define las siluetas de los personajes. Descubre los rudos decorados de una próxima novela, las tramoyas que mueven sus futuros escenarios. Se imagina entregado a la tarea de escribirla. Se imagina terminando esa, su obra, su propia Sobre héroes y tumbas, su propia Por quién doblan las campanas. Es la intuición de la gloria. Pero la bala —más lenta que el pensamiento— ya gira fatal en el hueco del cañón. Y este es el.

Luis Cattenazzi (Buenos Aires, 1977) creció en Bariloche y vivió en Buenos Aires donde desarrolló su pasión por la literatura junto a los amigos reunidos en torno a la mítica Revista Axolotl. En 2012 retornó a Bariloche para que Lucía y Mauro se críen en los bosques patagónicos. Por intermedio del premio del Fondo Nacional de las Artes publicó en 2011 su primer volumen de cuentos “A ciencia incierta” (Interzona Editora). Ha sido editado en compilaciones de concursos y en el suplemento cultural del diario Perfil entre otros. En 2016 obtuvo con su segundo libro de cuentos, Circular con precaución, la Primera Mención en el Concurso De Narrativa Breve Editora Municipal Bariloche. El cuento “Viento blanco” forma parte de este libro y también fue seleccionado para la biblioteca de audiocuento.com.ar donde puede escucharse en formato audiolibro. Pueden leerse más trabajos del autor en https://www.acienciaincierta.com.ar/
Una idea sobre “«Jetlag» y «Desencuentro» de Luis Cattenazzi”