Tuve un maestro. Y tener un maestro encarna un poco un milagrito, pero además una responsabilidad, porque un maestro también te elige. En esos momentos medulares en que estaba sentada en la mesa del taller de Javier Adúriz, hubo situaciones que me orientaron y que permanecen impermeables.
“Quiénes somos, para sentarnos frente a una hoja en blanco, con tantas soluciones dando vueltas”, decía y se despeinaba.
Y otra tiene que ver con un modo de analizar la cuestión. Él medía, en una fotocopia, con “vítores” cada verso, de un poema mío o de un poema que leyéramos juntos. Este verso, vale 1000 vítores, acá abandonaste un poco, 5 vítores, esto ya lo dijeron muchas veces, 0 vítores, tachón. Una lectura verso a verso y de ahí a cada nudo de palabras, y de ahí al dibujo que hace el poema en la hoja. Un bichito en una mesa de disección.
La que acaso más me haya marcado es la que sigue: como provengo del teatro me dijo, pensá el poema como un teatro virtual. El teatro es más interesante cuando hay tipitos que se dicen cosas distintas, ¿no? Cuando no están de acuerdo. La hoja es un teatro virtual. Acá puede entrar otro tipito… y trazaba en la hoja la presencia de una voz distinta. Poesía contra el dogma de lo que el yo quiere autorizar.
Mientras Javier leía contaba la medida de los versos. Pianos en el aire, y obsesión de taquígrafo por los muebles. Me ha quedado ese gesto, aunque la mayor parte de las veces ni siquiera cuento, sólo se me mueven los dedos con la cadencia respiratoria. Y cuando me doy cuenta lo saludo, de lejos.
La lectura de los otros entra por donde entra y sale como pide. A veces es un poema conversando con ellos, a veces es sólo el impulso de ponerme a escribir. A veces es una palabra y en su música me voy yendo. Hasta que escribo algo que las más de las veces luego no tiene la palabra, sino el viaje. A veces es una imagen, que me despierta un recuerdo, sobre el que reflexiono, y tá, escribo.
A veces es una provocación. Leo algo y digo qué feo, aunque la idea no estaba mal, a ver qué se me ocurre a mí.
A veces es un desafío. Digo, maldita poeta. Eso me gustaría haber escrito. Bueno voy a poner mi poema de los mejorcitos de lo que vengo escribiendo lado a lado y veamos… y tá, se empiezan a generar conexiones y la mejor de las veces termino escribiendo algo que ni siquiera puedo entender cómo se derivó.
¿Qué es tuyo, qué es mío? La literatura es una conversación de la especie y el lenguaje una situación a veces pulsional, inconsciente, asociativa, en una zona neuronal que trabaja a deshora. Un rescoldo.
Sin leer ya no escribiría. Puedo asegurarlo. Antes podía, por prepotencia, por impunidad, y porque no había publicado. Si no leyera, estaría agotado mi imaginario.
En los epígrafes es donde quizás ingresa una cuestión también ética. Suelo pensar los epígrafes sobre el final de la construcción del libro. Al ver el corpus, los movimientos de los versos, leer un verso de cada poema, etcétera, tomo algún libro pensando en temas o imágenes del conjunto y veo qué autores o autoras que haya estado leyendo le pueden abrir el sentido, completarlo, mejorarlo, dispararlo. Ético porque también elijo a quién valoro. Como este verso de Libertad Demitrópulos en mi último libro, una de mis escritoras favoritas, a quién considero se ha invisibilizado bastante: “Soy un monstruo / y me silba un chalchalero”. Otra cuestión sobre los epígrafes, es la mesura. He ido depurando. Acaso porque muchos de quienes gestionamos espacios para compartir la poesía solemos estar atentos, atentas a cómo sumar lectores. Y mucho epígrafe traba la lectura, además de que alguien podría sentir “uh, todo lo que hay que saber para acercarse”.
Para que me siente a escribir, Raskolnicov, La reina Batata, Eisejuaz, Lady Macbeth, El río de las congojas, al estómago de Moby dick, el centro del mundo, el niño con cola de diablo, el tigre de la Malasia, todos los Buendía, las lágrimas del replicante, el aleph, los balbuceos de Beckett, el tío de Wislawa, las gemas de san Vito vistas por Apollinaire, los despegues de Bradbury y la música estéreo de las casas marcianas, un poema en urdu de una poeta paquistaní, un tanka japonés, un libro que mide 5 metros, una máquina de escribir con la que me dejaba jugar una compañera de trabajo de mi papá, árboles, lianas y magullones, flores y moras tiñendo mis manos, los torsos del amor, la mina potosina, la niña que hace estatuas cuando pasa el tren, la catedral del ciego, Cavafis y Gómez Jattin y Safo en su isla. El deseo chiquito de Emily. La piedra preciosa de Diana. El teatro de Andruetto con su madre y los desaparecidos chorreados por todo lado. Gelman. Las aventuras de Ernesto. El furgón del Sarmiento, Boticcelli en vivo, la ciudad de Lima, el palco de Vallejo, la gubia de mi tío, mis sobrinas empezando a escribir sus nombres, los amigos, las amigas, sus frescas risas por los pasillos del valle y la ciudad, la dignidad, el farol de la vincha y el relieve de la pared, este aire, este aire…
“A cada paso
vas hundiendo tus pies
en otra carne”
(Javier Adúriz, Esto es así)
Les dejo este poema*, que conversa con uno de Javier y con el autorretrato de Katsushika Hokusai:
Se me descuelgan de los ojos estos harapos.
Se trata de contener espumas,
darle tiempo a la lluvia
y espacio y luz a la gota.
Cada cosa se eleva y se muestra
mis ojos se aturden.
¿Habrá sido necesario?
la cresta en su romper
esas flores pomposas, copudas,
los vértices de unas patas de ruiseñor
filamentos.
¿Habré dejado que los otros vean?
la gubia enrosca la viruta e inclino mi corazón
¿acogoté la naturaleza, acaso?
o todo habla sólo de mí, del cuerpo replegado
de mi ropa y sus volutas de agua.
Se contrae el aire,
Hokusai: el misterio le dirá a los demás
lo que puedan oír.
*(Poema 11 de Ahora resplandece, Lola Castro Olivera, Chernobyl Ed., 2022)