Al señor Aldington le agradaban las mascotas. Poseía además la inefable virtud de comprender las ansias del niño David para servirle según sus deseos más profundos, surgidos al calor de la mansión Gladston. David cambiaba de juego según variaba su temperamento; lo que nunca se había modificado, y seguía tan natural como inevitable, era el mayordomo Aldington, cuya reputación era puesta a prueba diariamente, ante los reclamos del niño y sus amigos, que no descansaban en casa de los Gladstone porque el mismo mayordomo los enviaba cálidamente hacia sus hogares al momento de caer el sol. Los amigos de David no sólo lo buscaban, sino que las travesuras eran tales cuando tenían su sello. Pero ante las crecientes penitencias y encierros que sufría -no podía ver que su casa era más grande e inexplorada que los lugares en los que jugaba fuera de ella- el señor Aldington les pidió a los padres del niño que trajeran alguna mascota para que se entretuviese dentro de la casa, y les dio algunas opciones, ya que el señor Aldington no improvisaba: había hablado rigurosamente -cuando bajaba a la ciudad- con gente que tenía mascotas de toda especie, lo que le permitió deducir qué tipo de animal sería pertinente para David, al menos en esos meses de rebelde crecimiento. Fue así que Olivier, el padre, en su perfumada levita azul, apareció una tarde con un Ziitus Chanabris, un “canario brillante”, espécimen traído a pedido de Aldington para que no sólo llenara la casa sino los días del niño. David fue logrando un filial acercamiento al pájaro, que aumentaba en los días de la penitencia, ya que quedaba exento de amigos y cautivo en su hogar. El señor Aldington explicaba a los padres sobre cómo el niño desplazaba su furia contenida al entrar paulatinamente en contacto con la exótica mascota. El resultado fue que en unos días logró imitar, con silbidos, partes de la sinfonía que la pequeña figura lanzaba como un dios encerrado, canto cuyo eco era amplificado por los altos techos de la mansión. Hasta logró lanzarlo para que volara adentro; siempre volvía a su jaula. No estaba claro si al señor Aldington lo habían estafado, no había consultado correctamente, o habían engañado al señor Gladstone; el Ziitus Chanabris, al que el niño junto al mayordomo le colocaron el indispensable nombre de Arpa violeta, amaneció muerto en su jaula a las pocas semanas. Tenía el vientre hinchado y los ojos horrorosamente abiertos. Las plumas habían perdido su color brillante, y David, con lágrimas que Aldington acumulaba en su pañuelo, abrió la jaula y le acarició la cabeza hasta que volvió a su cuarto y decidió no levantarse durante ese día. La señora Margaret consiguió una caja de ébano con pequeñas incrustaciones de piedra y se la entregó a su hijo para que cumpliera con el rito funerario en la entrada de la casa. El señor Aldington trató de minimizar ese hecho, hablando de cosas que nunca habría consentido hablar con David sin eufemismos, y accedió a cada pedido de inspección del frente de la mansión en que se detenía el desconsolado niño para dejar enterrado al pájaro. El señor Aldington pensó que lo sucedido -es decir, haberse propuesto conseguir algo para el niño que lo distrajera cuando estuviera privado de sus amigos- no había sido en vano. Le estaba enseñando el sentido de la pérdida, el amor a otros seres, y estos valores, inmanentes para una familia como los Gladstone, tenían un sentido mayúsculo. Pero fue así que esa tarde -y sin creer en ningún tipo de superchería-, cuando estaban por colocar en un hueco cercano a los arbustos del jardín los restos de Arpa violeta, salió corriendo -al parecer desde dentro de la casa contigua- un setter irlandés de pelo color chocolate que dejó con la boca abierta a David. A tal punto fue la obnubilación, que le hizo lanzar prácticamente el pequeño ataúd dentro del hueco y taparlo sin ganas, lo que requirió luego que el mayordomo le echase las últimas montañas de tierra y emparejase el suelo con los zapatos. David olvidó tan rápidamente a su mascota cantora como vio a ese exultante y despatarrado canino que corría a saltos por la ladera de la casa contigua. El señor Aldington pudo dejar de pergeñar argumentos para alivianar el extraño misterio de la muerte en la mente del niño; ahora, con los ojos casi libres de lágrimas, mirando correr al setter, David imaginaba la manera de pedir una mascota como esa que pudiera salir a jugar con él. O de llevarse esa. Pero las correrías del animal fueron enseguida comprendidas por David, ya que apenas dio unas vueltas en la casa vecina, salió detrás un niño, con una cometa en sus manos. El señor Aldington, sin someterse a un estricto cambio de ánimo, como buen inspector de almas infantiles, le habló a David de la cometa, le enseñó que el niño lo haría volar por el cielo, y que eso era un agradable juego. Agregó enseguida que el perro -cuando ya el nuevo vecino corría dejando que la cometa subiera- quedaría saltando en el piso por querer alcanzar imposiblemente ese delgado y colorido objeto con tiras rectangulares que flameaban sin cesar. El señor Aldington se ocupó pacientemente de construir junto al niño una cometa, y a la vez dominó -rápidamente- la acción de ocultar la jaula que había sido morada de Arpa Violeta. El ingenio del mayordomo estaba puesto en la posibilidad de que volara ese invento, que también Olivier había conocido con su padre y había disfrutado sobremanera. Pero al niño David no le interesaba eso, ni conocer al vecino nuevo, sino mostrarle que su juguete podría volar más alto que el de aquél. Esto era sabido por el señor Aldington, que pegaba cuidadosamente las partes de la cometa -de “las” cometas, debido a la cantidad de esfuerzos malogrados-, con tal de que el niño olvidara rápidamente tanto la desaparición de su mascota cantora, como la idea de conseguir otra terrestre, y canina, ya que Olivier había sido firme en su negativa. Tras varios días de intentarlo, David y el señor Aldington salieron a probar el nuevo juego. Olivier le había dado instrucciones precisas a su hijo para el éxito del vuelo, aunque también se las había repetido al mayordomo, como garantía para su certera diversión. El cielo estaba nublado y se levantaban ráfagas de un viento otoñal que en esa zona se repetía cada temporada. David daba pequeños saltos, ansioso, mientras el mayordomo enrollaba el hilo de Arpa violeta hecho cometa. Le entregó el carretel, e hizo que el niño se lanzara con el ímpetu de su jovialidad. A las tres corridas, por toda la amplitud del frente de la mansión Gladstone, y con Arpa violeta intentando subir cada vez más, con esa silueta y ese color que remedaban al ya extinto pájaro, apareció el vecino, tan niño como David, con la cometa dentro de una caja. Enseguida apareció el perro. El oponente depositó el envoltorio en el suelo, sacó el objeto, observó un lugar desde el cual correr, y se lanzó. Algunas veces los dos niños parecían cruzarse, sin hablarse, en una competencia muda. El perro, con la lengua afuera, corría atrás de su dueño, otras veces al lado de David, interrumpiendo su carrera, saltando en cada tranco más alto, e imponiéndole a su instinto un matiz divino. El señor Aldington no pudo adivinar qué objeto representaba el cometa del otro niño; lo que sí observó fue que el de David lo superaba ampliamente en el cielo. A la vez notó, en una comparación que le inspiró tranquilidad, cómo el perro asumía, en los reflejos que el escaso sol de ese día iba dejando, la condición brillante y aérea en su pelaje, que había pertenecido otrora a la mascota de su aprendiz, enterrada en un sitio que no podría ahora precisar con nitidez. El festín había dejado a David con los pelos revueltos, y al vecino con su amplio rostro colorado. David abrazó al señor Aldington dándole cuenta de los latidos persistentes en su corazón agitado. Un par de estornudos, pese a estar abrigado, hicieron que el mayordomo le pidiera que entraran a la casa aduciendo que tenía un poco de frío. David miró al vecino previamente a desaparecer tras los escalones de la entrada: estaba arrodillado, vencido, acariciando al perro. Arpa violeta fue el protagonista de esa noche en la mesa, y de varias veladas más. Margaret, con su usual y coherente precaución, le explicó a su hijo que podrían hacerse muchas más Arpas violetas cuando la que utilizaba actualmente se desgastara. David estuvo feliz, de la manera en que lo están quienes se saben innecesarios para quienes lo rodean. Luego de lo dicho por su madre, -tal vez la figura de la cometa le hizo recordar al pájaro de carne y hueso- David decidía que había que armar más pájaros-cometas para tenerlos a disposición. Olivier permitió otra vez que vinieran amigos a la casa, para poder mostrarle al niño que era también un padre capaz de modificar sus rígidas conductas. En la segunda salida, fue el vecino quien ya estaba preparado para remontar otra cometa en sus manos. Se mantenía en cuclillas, con un flequillo ingrávido, apartando al setter con la rodilla; ante esa escena, el señor Aldington, conocedor del alma infantil, imaginó que el niño vecino se había quedado quieto toda la tarde, aguardando a que saliera su competidor, y hasta pensaba más: no se habría movido ni habría intentado volar la cometa de no haber tenido alguien a quien enfrentar. El gran objeto de papel y plástico levantó vuelo, seguido nuevamente por el perro y sus saltos, aunque Arpa Violeta, el mismo que usara David la primera vez, lo superó. No sólo eso para el desafortunado niño; apenas aterrizó la cometa de gran dimensión, el animal no dudó en rodearlo para tomarlo con su hocico y sacudirlo para ambos lados, seccionándolo en varias partes que quedaron tan inertes como sucias. El señor Aldington compartió la alegría que sobrevino a David cuando éste miraba las ruinas del objeto enemigo, al punto que, para atraer su atención, le pidió que le explicara cómo hacía para remontar aquello que tanta satisfacción le estaba dando. Luego decidió que era momento de volver a la casa. La destreza adquirida, hizo más que nunca que en esa fecha, aunque la brisa era mínima, David le pidiera al señor Aldington hacer otra salida y una prueba con Arpa Violeta: correr desde la esquina alejada de su hogar hasta la punta de la casa vecina, tan grande como la que él habitaba. Ante la tímida negativa del mayordomo, David insistió con enfática indulgencia, ya que justamente ese día se cumplía un mes de la muerte de Arpa violeta. Aldington apreciaba rígido desde la baranda de la mansión: el niño parecía unido al objeto. Aprovechaba cada recodo de la brisa, moviendo las piernas tan naturalmente como lo hacía el setter irlandés cuando saltaba, en el iluso juego de querer llegar a las nubes. Al señor Aldington le agradaban las mascotas, pese a que de niño nunca había podido tener una. David pasó una vez por la casa del vecino, y al retornar dirigió la mirada hacia el ventanal que coronaba la puerta. No tardó en llenar los pulmones de aire, mientras el mayordomo lo felicitaba a la distancia, cuando salió su oponente. La cometa que sostenía era pequeña, con relieve, un tanto oscura, y parecía hexagonal, según lo que pudo apreciar el señor Aldington. El niño se colocó en el lugar al que había osado llegar David unos minutos antes y se preparó, levantando la cabeza con un orgullo recobrado. David hizo lo propio pero desde el otro lado. El señor Aldington se permitió una postura relajada para observar el duelo. Los niños salieron corriendo, dispuestos a volar las veces que hiciera falta para demostrar superioridad. En el primer cruce, casi rozándose, las cometas se trenzaron en el cielo por estar a la misma altura, y cayeron. Pero el mayordomo vio cómo el juguete del vecino, pese a ser más pequeño, ejerció todo el peso sobre el de David, y al caer, los dos envueltos, lo precipitó. Por eso no se apresuró esta vez a ingresar a la casa, ya que sabía que para justificar los gritos y las lágrimas, David se acercaría a su Arpa violeta para ver cómo habría quedado tras la caída. El señor Aldington buscó al setter con la mirada calma tras desarrollarse la catastrófica escena, para hablarle de él a David, para distraerlo de su dolor, pero notó que esta vez no había salido de la casa. Más tarde dudaría de esa aseveración, cuando observó venir desde las cometas caídas al niño David con los ojos llenos de un pavor inexplicable, diciéndole apenas llegó hasta él palabras sueltas sobre la otra cometa, la del vecino, palabras que eran pelos marrones, colmillos, uñas, piel, huesos cruzados, y algo que el señor Aldington quizás entendiera como un equilibrio o una renuncia.
Nicolás Jozami (La Pampa). Escritor, docente, investigador. Ha publicado los títulos de cuentos: Galería de auxilios (no editorial, 2019); Hueso al cielo (Alción, 2018); La joroba del Edén (Cartografías, 2018); El brillo gemelo (Borde perdido, 2016) y La quimera (Ciprés, 2009). Poemas, cuentos y ensayos suyos han sido publicados en diversas antologías y revistas, en formato papel y en la web. Colabora con reseñas y notas para los diarios Hoy Día Córdoba (Córdoba), La Arena, (La Pampa), El Liberal, (Santiago del Estero) y en revistas digitales, como BIFE y Barbaria. Entre otras, ha obtenido las siguientes distinciones: Mención especial del jurado en el “Primer concurso de Narrativas de la editorial de la UNC” (Córdoba, 2020), “Primer premio en el concurso literario ACIC” (Córdoba, 2016), primer premio en “Certamen de microrrelatos Siete Sellos” (La Pampa, 2017), finalista en el “Primer Premio «Diderot» categoría ensayo de Ápeiron Ediciones” (2017, España), primera mención en el “IX Concurso de cuentos Manuel Mujica Láinez” (2015, Buenos Aires). Ha dictado y dicta talleres de escritura de invención.