Una breve noticia periodística dispara al autor del artículo a releer y volver a enamorarse de una novela. El artículo tratará de darnos algunos motivos para despertar el deseo de leer El Hombre que llegó a un pueblo de Héctor Tizón.
Es común escuchar que la literatura toma de la realidad experiencias para llevarlas al papel y transformarlas así en escritos. Todo lo posible puede imaginarse, pero no todo lo imaginado puede ser posible.
A fines de julio de este año en las redes sociales de una escritora catamarqueña amiga (La Reynamora Azul) encontré una noticia algo particular, el arzobispado comunicaba que un señor que había ejercido todo este tiempo de cura en una parroquia no lo era:
Ante trascendidos de que una persona, quien dice llamarse Joaquín Condorí, se presenta ante los feligreses de la parroquia San Francisco de Asís, en el Departamento Andalgalá, como sacerdote de la Iglesia Católica Apostólica Romana y se ofrece para presidir diversas celebraciones religiosas propias de la Iglesia, nos dirigimos a la querida comunidad de Andalgalá y a toda la feligresía católica para informar que el mencionado señor no es sacerdote católico y que no cuenta con ninguna autorización para presidir celebración alguna.
Inmediatamente recordé aquella breve novela del magistral narrador jujeño Héctor Tizón, El hombre que llegó a un pueblo.
Si bien Tizón se sintió profundamente jujeño, en una entrevista recordó que en 1976 cuando necesitaba tener todos sus papeles en orden, para poder partir a su exilio (1976-1982), en Argentina por esos días el aire era irrespirable y asfixiante, él requería su partida de nacimiento, como que reclamó a su padre “¿Qué pasa, se han olvidado de inscribirme o qué?’. “No –dice–, no la vas a encontrar nunca porque naciste en otro lado”, y no en Yala como lo imaginaba. Efectivamente, Tizón había nacido un 21 de octubre de 1929 en Rosario de la Frontera (Salta), en el Hotel de las Termas. Inaugurado en las décadas finales del siglo XIX que recibió a reconocidas e importantes visitas: por ejemplo, a los presidentes Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Hipólito Irigoyen, José Félix Uriburu y Nicolás Avellaneda, los escritores Atahualpa Yupanqui, Victoria Ocampo, Arturo Capdevila y Belisario Roldán, a la escultora Lola Mora, recibió también a nobleza que escapaba de la segunda gran guerra. Cuando nuestro escritor pudo finalmente dar con su partida de nacimiento se enteró de que sus padres eran los únicos pasajeros del hotel en aquellos días.
El hecho de ser un lector de la obra de Tizón, de sus novelas (Fuego en Casabindo, Sota de bastos, Caballo de espadas, La casa y el viento, Luz de las crueles provincias, La mujer de Strasser, Extraño y pálido fulgor, La belleza del mundo, por citar algunas), cuentos (muy recomendable sus cuentos completos) y también de sus entrevistas (muy ricas, por cierto), el suceso catamarqueño me llevó a releer El hombre que llegó a un pueblo, y el disfrute se hizo presente nuevamente, señalé algunos fragmentos que me gustaron a medida que leía, como por ejemplo este:
—¿Las palabras? —dijo el otro. Y el hombre dijo que las palabras son como los colores, sirven para que una cosa viva y valga diferente que otra, incluso que otra igual o parecida. ¿Alguna vez han pensado ustedes cómo sería el mundo si los colores no existieran? Pero las palabras son aún más poderosas que los colores, puesto que sirven a los videntes y a los ciegos y hasta a los sordos, a poco que un sordo sepa leer. —¿Dónde estabas, señor, antes de venir aquí? ¿Por qué tardaste tanto? —Yo era otro —dijo el hombre—. Y vine por casualidad. —Si las palabras son poderosas, ¿cuál es la mejor palabra? El hombre pensó un momento y luego dijo: —Compasión... la compasión. —¿Qué significa eso? ¿Qué quiere decir? —Quiere decir llorar por el otro pensando que el otro puede ser uno.
El hombre que llegó a un pueblo trata de un prófugo que llega a un pueblo desolado, lejano y olvidado, como muchos pueblos andinos en tiempos en que llegaban por esos lares nuevos caminos para los primeros automóviles. El prófugo encontrará amparo siempre y cuando acepte el rol que los pueblerinos necesitan o quieren atribuirle, ellos esperan hace muchos años la llegada del camino y que el obispo cumpla la promesa de enviarles finalmente un cura. Con la belleza y lo magistral de la prosa de Tizón, irá fluyendo la historia del personaje quien de a poco va convirtiéndose en otro, una metamorfosis que va de malhechor a sabio casi anacoreta a medida que van desnudándose los grandes temas de la condición humana.
Los sucesos narrados en El hombre que llegó a un pueblo me recuerdan, más bien, asocio bastante libremente, a el llamado Experimento de la cárcel de Stanford, en 1971 en California se reclutaron voluntarios (todos estudiantes universitarios) que desempeñarían los roles de guardias y prisioneros en una prisión ficticia. Sin embargo, el experimento se fue pronto de las manos y se canceló en la primera semana porque los que ejecutaban el rol de guardias comenzaron a torturar a los que hacían de prisioneros. Este estudio psicológico demostró el peso de un ambiente extremo en las conductas desarrolladas por el hombre, dependiente de los roles sociales que desarrollan.
Tizón en el capítulo XV en voz de hombre flaco y prófugo no dice:
“¿Cuál es mi ganancia?”, se preguntaba entonces. “¿Acaso he logrado mi libertad para venir a sepultarme entre estos locos?” ¿No era preferible ser un vagabundo perseguido? “Pero ellos creen en mí”, pensó también. “¿Creen de verdad?” Este pueblo, como ciertas perras frustradas en su parición —según lo había escuchado— que adoptan un cachorro ajeno, o un muñeco o aun un gato y lo tienen por crío propio, se había apoderado de él con igual instinto posesivo. Esta era su servidumbre y su condena.
Y en un capítulo más adelante reflexiona el hombre flaco:
—La gente ve lo que quiere ver, y si son muchos tienen razón.
El hombre que llegó a un pueblo es una novela que reflexiona esencialmente sobre la identidad.
Hector Tizón, en el prólogo de la edición de 2004 no dice:
En rigor, ¿somos lo que creemos ser, o somos lo que los demás creen o quieren que seamos? Sólo en los sueños nos atrevemos a ser el otro, el verdadero. ¿Somos hechura de nuestra propia historia, de nuestros deseos e ilusiones, o hechura de aquello que nos atribuyen? Sólo a veces nuestros sueños son más desmesurados que nuestra propia vida.
Lo que los hombres ambicionamos o deseamos será mucho más fuerte que la realidad. El deseo la transforma, la acerca, la hace posible. […]
En 2007 Miguel Pereira, director de La deuda Interna, ganadora del Oso de Plata en el Festival de Berlín, presentó su película El destino, basada en la novela de Tizón, que recibió también galardones en festivales internacionales de cine como el Festival de Valladolid. Con música de Ricardo Vilca y actuaciones de Tomás Lipán, Mimí Ardú y Tucuta Gordillo, entre otros.
Pero regresando a El Hombre que llegó a un pueblo, durante agosto, es decir, un par de semanas después del comunicado del obispado catamarqueño denunciando que Joaquín Condorí no era cura, la editorial platense Mil Botellas reeditó la novela, imagino que por las trampas del azar, pero es una oportunidad imperdible para que los amantes de la mejor literatura, que no hayan leído esta novela breve o tal vez si, se enmarquen en un viaje por esta historia tan bellamente narrada y que tal vez inspiró para que la realidad hago sus juegos fantásticos en algún lugar de nuestra América, un territorio donde lo imaginado puede ser posible.