Mi abuelo y la poesía en las tumbas

¿Vas a encontrar poesía en todos lados?, Me dijo, despectivamente, quien por ese entonces era mi compañero. Lo miré y sonreí, también despectivamente. 

Esa tarde era el aniversario de la muerte de mi abuelo. Por tradición familiar, todos, o casi todos, cumplíamos con el ritual de ir a misa y luego al cementerio. Mientras una tía rezaba a viva voz el primer misterio doloroso, recuerdo haber sonreído varias veces al ver cómo las hormigas se empecinaban en atacar la tumba de mi abuelo. Justo la de él, que tanto las odiaba y por eso creaba diversos venenos caseros para combatirlas. 

Todos rezaban acongojados, menos yo, que sonreía de la paradoja y que hacía tiempo me había alejado de misas y rezos.

Cuando era niña acompañaba siempre a mi abuelo a limpiar lo que hoy es el mausoleo familiar. Mientras él intentaba combatir las hormigas, yo me perdía en esos laberintos de lápidas olvidadas y llenas de telas de araña. Una sola vez sentí algo de miedo. Eran casi las siete de la tarde de un mayo cálido, pero ya empezaba a oscurecer.  Mi abuelo había salido a llevar algunas cosas al auto y, cuando regresó y vio mi cara, me dijo algo que siempre suelen decir: se teme a los vivos, no a los muertos. 

No es adecuado reír mientras se recuerda la muerte de un ser querido, por eso, mientras mi tía continuaba por el segundo misterio, sigilosamente volví a perderme en esos laberintos como cuando era chica y acompañaba a quien ahora estaba muerto y con las hormigas rodeándolo. A veces pienso que ellas terminaron siendo más fieles que muchos de nosotros y que no era que «no lo dejaban en paz ni aun muerto», como decía mi mamá. En realidad, ellas seguían ahí, siendo, a pesar de los años, parte de su cortejo fúnebre.

Siempre volvía a una lápida y ese día no fue la excepción. La primera vez que la vi tenía nueve años. En el epitafio se leía: 

Matildita!
Muerta
cual azucena apenas abierta
fue elegida para la mansión eterna
R.I.P.

A esa edad mucho no entendía pero me conmovió quizás el hecho de la cercanía etaria con la dueña de la lápida. Esa primera vez, mi abuelo me habló de la delicadeza de una azucena blanca y que justamente por el color era símbolo de pureza. Él, extremadamente católico, también me dijo que seguramente con mansión eterna se referían al paraíso, lugar al que 

todas las almas puras —como las de Matildita— van. De las tres letras que estaban abajo, sólo indicó que creía que estaban en latín y que su hermano que era cura debía saber. 

Sin saberlo, mi abuelo me introducía al mundo de la epigrafía y al gusto por recorrer y observar cementerios. Gusto raro, como la menta granizada. 

Con el paso de los años, descubrí que en Grecia ya existía una codificación acerca de la estética literaria de las tumbas. De hecho, se dice que fue Platón quien determinó que para honrar a los muertos se debía emplear solamente cuatro versos. Cuatro versos, como el epitafio de Matildita. ¿Cómo se condensa el dolor por la muerte de una niña en cuatro versos? Tal vez, gracias a la poesía. 

De todo el lenguaje fúnebre, que con el paso de los siglos ha ido desarrollándose, lo que personalmente sigue conmoviéndome, como a los nueve años, es ese acercamiento con lo poético. Sobre esto, Eulalio Ferrer afirma: “La incorporación del lenguaje poético significó una aportación considerable a las formas de la comunicación de la muerte”. Así es como en los cementerios podemos encontrar lápidas cuyos epitafios son en sí mismos textos poéticos, como así también, otras en las que se incorporan citas literarias. Lo cual no es una novedad puesto que los antiguos romanos ya lo hacían. Incluso, según la catedrática Isabel Velázquez, existe una etapa en la que la Epigrafía evoluciona notablemente y es cuando la literatura empieza a aparecer en las inscripciones y viceversa, cuando la Epigrafía comienza a influir en las formas literarias. 

¿Qué hacés aquí?, deberías estar rezando, como todos, —me dijo—. En vano intenté explicarle sobre una sigla que estaba escrita en latín y sobre lo poético que siempre me había parecido el texto de esa tumba. ¿Vas a encontrar poesía en todos lados? Me dijo, despectivamente, quien por ese entonces era mi compañero. Lo miré y sonreí, también despectivamente.

Caminé hacia la salida. Sabía que mi abuelo entendería mi risa al ver su cortejo de hormigas y que, por más que no haya rezado ni un padrenuestro, estar ahí era mi forma de desearle que esté en la mansión eterna, junto a Matildita. 


* Extracto de Escribir la muerte (Proyecto – Beca Creación del FNA)


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