—¿Estás segura que el viejo tiene la plata guardada aquí? —preguntó Marcelo girando disimuladamente y limpiándose la nariz goteante con la manga del abrigo. Hacía frío y le castañeteaban los dientes… por el frío y los nervios.
—Sí, boludo. Y es confianzudo, el primer día de trabajo y ya me dio las llaves —agregó riendo pequeñito, haciéndolas tintinear en el bolsillo.
—Ok —respondió y a él le latía feo el corazón.
No era la primera vez que entraba a robar, pero ese día su gato había llorado dando maullidos agudos y saltándole en las piernas como queriendo impedir que se fuera. Algo andaba mal o algo iba a salir muy mal.
Para el colmo era 13, no importaba que fuera miércoles… ¡Era 13! Y los 13, a él, no le gustaban.
—¿Y estás segura de que no va a estar?
La mujer no contestó, ya llegaban y miraba la casa con fascinación.
—Mirá —le dijo casi con orgullo, como mostrándole algo digno de admiración.
—¡Sacá la llave!, ¡no nos quedemos tanto tiempo afuera!
—Pero mirá, boludo —insistió señalando hacia un rincón y él miró.
La casa comenzaba a unos cuatro pasos del portón y en el extremo derecho había una especie de decoración bizarra que salía de un resumidero y hacía zigzag hasta llegar casi al techo. En ese lugar se perdía por un orificio hacia dentro.
—¿Y eso? —preguntó él, acercándose, achinando los ojos para captar mayor información.
Ella había abierto el portón y se acercó por el lado interno, alumbrando el lugar con el celular.
—Es una escalerita.
El hombre se agarró a los barrotes, casi metiendo la cara y lo examinó.
¡Sí! ¡Tenía escalones! Escaloncitos pequeños, como dientecitos de gnomos que giraban y delineaban una escalerilla absurda y cómica.
—¿Y eso? —susurró entrando por el portón abierto y mirando el resumidero. —¿Es un amante de las ratas?
—¿Qué?
—Si. ¿Se las jode mientras mira zoofilia?
—¿Qué?
—Viene de abajo. Abajo solo puede haber bichos. Cucarachas, escorpiones, ratas… ¿Para qué la escalerita que comunica eso con eso? —preguntó señalando el pozo y el agujero que se introducía a la casa. Ya había olvidado que tenían que apurarse. Ya no recordaba que iba por el dinero.
—Hay cosas raras dentro. Un cuarto cerrado con llave que no quiere que limpie. Se dice que ahí tira los cadáveres de la gente que muere inexplicablemente dentro de la casa. Las paredes están pintadas de negro, hay poca luz. Me dijo que le diera de comer a los gatos pero que no podía quedarme más de media hora y me lo repitió varias veces… al final me aclaró que podía ser peligroso. Que él no manejaba las necesidades biológicas de la casa. Debe ser de esos tipos excéntricos
Marcelo la observaba con los ojos inmensos y todos los vellos del cuerpo en punta.
—¡Capaz que está loco!
—Es un loco con dinero —agregó ella poniendo la llave en la cerradura y él estuvo a punto de detenerla… no era la noche indicada, no era el horario correcto, no era la casa señalada… su gato había maullado agudo pidiéndole que no saliera y él creía en los maullidos de su gato.
“No quiero entrar, no quiero morir” pensó pero nunca lo vocalizó.
La puerta se abrió y el interior, repentinamente aún más oscuro por las paredes pintadas de negro, le dio la bienvenida de una manera fascinante. Era como si la casa los invitara a ser su alimento y ellos fueran al matadero con la plena convicción de ser la cena.
—Voy a prender la luz, no cierres la puerta —dijo ella en algún rincón de la casa, pero era tarde! ¡Él estaba fascinado! Había perdido el miedo.
Cerró la puerta y rogó tener buen sabor. Quería que lo disfrutaran.
—NO, BOLUDO! NO VEO UNA MIERDA —rugió ella, pero él sonreía escuchando patitas que subían por las escaleritas bizarras y entraban por el agujero en la pared.
Los gatos del viejo excéntrico maullaron en la oscuridad y él les encontró una angustia similar a la de su gato.
“Mi gato” pensó. Si a él se lo comía la casa, nadie cuidaría al gato.
Eso lo despertó de su hipnotismo.
—¡Mi gato!
—NO ENCUENTRO EL INTERRUPTOR —bramó molesta —¡ABRÍ LA PUERTA!
¡No! Tenía que salir vivo de ahí para cuidar a su gato.
La escuchó pasar la mano por las paredes, la escuchó caminar despacio, la percibió con asombrosa claridad. Era como si todos los sentidos se hubiesen acostumbrados a esa zona bizarra de extraños espectadores que se colaban a través de las escaleritas y esperaban ansiosos la cena. ¡Tal vez la casa no era la hambrienta! Tal vez la casa cuidaba de alguien más así como él cuidaba de su gato.
El hombre miró la parte superior de las paredes cubiertas de pequeños balcones desde donde eran observados.
¡Se sintió protagonista!
Un pequeño foco se prendió en la sala pintada de negro y la luz no fue lo suficientemente fuerte como para sacarlo de su trance: era protagonista y ella sería la víctima.
La mujer volteó hacia él, feliz por haber dado con el interruptor y él abrió la boca para morderle la cara.

Beláustegui nace en el 74. Es un ente que lee más de lo que vive, escribe solo para molestar a los demonios que habitan debajo de su cama. Publicó su primer libro en el 2014: Escorpiones en las Tripas. El segundo fue editado por Edunse en el 2018: Cuentos Inadaptados – la era de la destrucción; y el último salió a finales del 2022: El tercer hijo maldito – cuentos deformes. Integra la antología Casas Remotas, narradoras contemporáneas del NOA, publicada por Falta Envido Ediciones.