«Ciudad de los Césares» de Gisela Colombo

Los arcabuces rugían endemoniados y la atmósfera ardía de pólvora. Cada estruendo detonaba un fuego. 

Lo único que se veía fuera de la selva y la lluvia terca, eran las melenas tupidas de los indios que huían de nosotros. 

Se internaban en la selva y se hacían lluvia también, hasta perderse en la oscuridad. Ingresar en esos recodos insondables, repletos de peligros,  fue una de las acciones más temibles que mi vida recuerda. Lo más aterrador era presenciar cómo se perdían tanto en la oscuridad como en el silencio las voces de los nuestros en cuanto pasaban la segunda línea de árboles. De pronto, como si los tragara la tierra, como si otra dimensión los absorbiera, se volvían difusos e invisibles en un segundo, al tiempo en que se ahogaban las voces y reinaba el silencio unos segundos. 

Después del estupor que nos poseía, se renovaban los vítores, las arengas para ganar valor, y las nuevas filas se internaban, otra vez, en la selva. Quienes  quedábamos de este lado íbamos siendo diezmados por una consternación y un asombro tan dominante como impronunciado. Ninguno se atrevía siquiera a sospechar lo que allí precipitaba todo grito en el silencio más inquietante. Ni siquiera nos animábamos a mirarnos. Cada uno de nosotros clavaba la vista en la penumbra que se lo estaba comiendo todo. Hombres, armas, y caballos perdidos en el paisaje exuberante de las Indias.

Cientos de soldados se filtraron selva adentro. Muchos de ellos, amigos o viejos conocidos, que la vida me arrebató, si no lo hicieron los caníbales. Jamás sabríamos qué pasó con ellos. Jamás siquiera lo habríamos sospechado si no nos hubiéramos aventurado nosotros también como una línea más de la ofensiva, fusiles en mano, machetes en el cinto, en ese insondable oscuro de la tierra. 

Cuando las filas que nos precedían se perdieron en el silencio de humeante pólvora, supe que no habría otra alternativa. Debíamos penetrar la flora sin esperanza y con el miedo en las uñas. 

Dos meses antes habíamos descendido de la  goleta que nos llevó hasta esa costa. Y había sido inmediato el encuentro con los lugareños. Eran una tribu nutrida. Tenían una disposición abierta que, sin embargo, a mí me daba un poco de desconfianza. Quizá mi propio prejuicio, nacido de todo lo que mis ojos habían visto en la Isla de Santo Domingo  y en tantos otros terrenos temibles del continente. Los demás no parecían compartir conmigo esa desconfianza. Estaban entregados a los obsequios y la atención de todas nuestras necesidades. 

Durante un tiempo yo no lograba olvidarme de los peligros que podrían acecharnos. Mis compañeros llegaron incluso a burlarse de ello. Era cierto: eran mansos, y el tiempo pasaba y el otro rostro que yo adivinaba en ellos no se manifestaba. Cuando mi orgullo herido por las bromas sanó un tanto, los meses me fueron enseñando a olvidar toda suspicacia. Por fin, comencé a avergonzarme de haberlas tenido siquiera. 

Hoy sé, aunque a nadie pueda decírselo, que no me equivocaba. Ellos escondían una intención más homicida que ninguna daga. Rumiaban, mientras nosotros bebíamos y comíamos sus manjares, usábamos a sus mujeres y nos repartíamos sus oros, el modo más sagaz de destruirnos. Tan sagaz que ninguno de mis coterráneos podría haberlo imaginado hasta el momento en que el final se volvió visible. Incluso he sospechado que alguno de nosotros ni siquiera fue capaz de ver su firma en el momento de morir. Algunos habrán muerto sin comprender que esos hombres a los que consideramos seres inocentes, crédulos, inofensivos e incontrastablemente inferiores por simple raza, nos asesinaron en masa sin derramar una sola gota de sangre.

Mientras nosotros nos perdíamos en su presencia por los placeres que nos servían, ellos nos estudiaban, buceaban en nuestras intenciones más oscuras, nos descubrían en las apetencias, en los egoísmos, en las ansiedades. 

Por esa vía supieron que deseábamos más que nada, un paraíso hecho de lingotes de oro, una usina de bienes intercambiables por nuevos placeres pero gozados donde pudiéramos además presumir de ello. Era en Europa donde deseábamos bebernos el goce de un sorbo, porque sólo en la ostentación de nuestra grandeza habríamos de saciarnos con la gloria. 

En España debía ser para que las hembras tuvieran nuestra misma blancura. Generosas caderas y piernas blandas como corresponde a una mujer deseable. Las indianas eran tan salvajes que su desnudez se nos tornaba indiferente. Desnudar a una española era infinitamente más sacrílego y por tanto placentero. No había comparación.

Y esos anfitriones del demonio lo habían notado. Lo sabían. Sabían que buscaríamos hasta que halláramos esa mina inagotable de riquezas para intercambiar hasta el cansancio en Sevilla, en Vigo, en Aragón, donde fuera, para  dejarnos morir en madrugadas de excesos hasta que el corazón dijera basta.  Por ello y no por benefactores nos hablaron de la Ciudad de los Césares. El sitio que habíamos soñado era una realidad incontrastable. Una fehaciente verdad que algunos privilegiados habían visto y describían con detalle. Era un sitio escarpado, difícil, muchos peligros nos separaban de él pero allí estaba, aguardándonos entre los picos y las matas.

Recuerdo todavía la mañana en que nos reunió el Capitán y nos contó lo que había escuchado directo de sus bocas. De su sacerdote. Nos habló de un mapa, que él atesoraba con tal obsesión que se negó decenas de veces a exhibirlo. Con los días un rumor que finalmente confirmé cuando Don Fernando se me topó hecho cadáver, en medio de la fuga, tenía grabado en la piel de la cara interna de una de sus  piernas. 

Mi propia miseria me llevó a mirarlo y tatuarlo en mi mente con una tinta tan invisible como indeleble. No deja de avergonzarme decirlo. En medio de la matanza y cuando algunos eran mutilados por los captores, la tribu más temible de una extensa región, yo me detuve entre la maleza, tomé de un pie al capitán y jalé de él hasta que lo arrastré dentro del arbusto en que me guarecí. Allí desgarré a puro cuchillo las telas que lo cubrían y entonces vi el mapa que una indiana le había grabado a fuerza de agujas y tinturas. Todavía estaba hinchada la zona. Tal vez fuera tan reciente…

Cuando los estruendos fueron alejándose desperté del letargo del terror que me mantuvo quizá muchas horas quizá minutos dentro del pajonal que me cubría. Allí perdí toda compañía. Cuando logré la valentía para salir era ya entrada la noche, las fieras habrían podido hacer conmigo un festín si no fuera porque la sangre de mis compañeros las mantenía excitadas. No veía en la penumbra, pero oía claramente ese rugir furioso que hacen los predadores cuando combaten con las fibras resistentes de la carne. Casi de rodillas fui avanzando sólo por alejarme de ese horror. Pero entonces ya llevaba conmigo lo que sería el salvoconducto. 

No supe hasta que el sol estuvo bien alto en el horizonte que al menos tres docenas de nosotros habían resistido entre la matas como yo. No todos ilesos. No todos conscientes. Ninguno como yo, poseedor de un tesoro que pesó como la sepultura. Hubo que morir para sobrellevarlo.

En efecto, el tiempo posterior hizo del mapa una verdadera tortura. Tantas veces me arrepentí de haberlo visto. Del horror de desnudar a un hombre por arrebatarle un saber mezquino…  A Dios me dirigí cada minuto de silencio que hice desde entonces. Y desde entonces el silencio fue mi seña. A ello debí el nombre que se me puso. Nadie dudó jamás de que conservara la capacidad de articular palabras. La había perdido en el espanto de la emboscada y no la recuperaría jamás. Eso creía el mundo, mientras yo no hacía sino rezar coronillas a Santa María en el más absoluto mutismo.

Habría sido tan difícil predecir lo que ella haría conmigo…  Si yo hubiera conocido la puerta estrecha que llevaba a la Ciudad de los Césares, nuestro soñado paraíso, tal vez jamás lo habría logrado. La codicia se habría diseminado en mi ser, engangrenado mi alma, y me habría llevado directo al destino que los otros tuvieron. Porque yo también lo merecí. Pero Nuestra Señora tenía otro plan para mí. ¿Por qué yo? No lo sé. No podré saberlo. Quizá mi oración suplicante, incansable pedido de misericordia, la conmovió. No lo sé. 

Tal vez mi desesperación, la entrega de todo todo todo lo que había sido antes de la expedición, de mis sueños, de mis fantasías, de mi voluntad, del deseo, de la codicia, y hasta del mismo instinto de sobrevivir la tornara mi abogada.  El hombre que fui el día que me embarqué rumbo a las Indias era un desconocido para mí. Mi cuerpo respiraba sólo por no malograr un minuto la voluntad de Dios. Me había prometido vivir y penar lo que él quisiera. Lo había entregado casi todo. Y no dejaba de rezar, porque el egoísmo alzaba su último bastión en el anhelo de una muerte que se abriera con la sonrisa plácida de Nuestra Señora aguardándome…  Me avergonzaba de pretenderlo siquiera, no obstante, me aferraba a esa perspectiva con ansiedad.

En ese estado todo lo que sucedía fuera de mí era como una realidad en sueños, desdibujada, lejana, indiferente. En ese estado participé de dos batallas y seis días de persecución. Oí que habíamos vencido y supe que avanzábamos sobre los indianos. Contra un pueblo que creíamos era el custodio de la Ciudad. Tomamos algunos prisioneros y retrasamos cualquier moción hasta que nuestra lengua logró comprender su dialecto. Fue en ese momento en que se nos hizo perceptible el mayor obstáculo. Los jaínos  ─dos de ellos a los que nuestro capitán había hecho torturar para que confesaran─  revelaron la crucial dificultad. La ciudad era intermitente.

Aparecía y desaparecía en instantes para los ojos que pudieran verla. No todos los tenían.  Un extraño hechizo la difuminaba ante la mirada de los codiciosos. “Sólo es posible verla si se tiene el corazón puro”  había dicho el más pequeño de ellos. Ninguno de nosotros pareció creer en esa sentencia. O quizá, sí, y lo que falló fue el diagnóstico para el estado de las almas. La visión maculada en que el hombre se sumerge cuando está en pecado no alcanzaba para ver el lodo en el que el corazón permanecía. Ése siempre ha sido el peligro, los mismos ojos que se empantanan son los que deben ver. 

El capellán había abandonado la expedición hacía tiempo.  No había cómo desembarrar de modo seguro nuestras almas.  A mí la oración se me había hecho carne al punto de rezar el día completo, y la noche también. No pocas veces desperté en medio de un AveMaría. Pero aunque rogara a Nuestro Señor la misericordia de su perdón, sin el sacramento de la penitencia no podía estar seguro de haber sido perdonado. Habría deseado advertir a mis compañeros sobre estos asuntos. Pero me pareció inútil. El mutismo había tornado innecesario casi todo comentario.  Nadie habría oído una sentencia como ésa. Era demasiado álgido para aceptarlo. Especialmente si viniera de mí, a quien se había tildado tantas veces de “extraviado”. Por eso callé. Confié en la gracia, que los advertiría antes. Confié y recé también por ellos. 

Lo que los indianos no nos advirtieron fue el destino de quienes llegaban a las puertas de la ciudad y aún así no la veían. Quizá no lo hicieron en pago por las torturas.  Tal vez no lo supieran, y sólo tuvieran por seguro que ninguno de los que habían compartido esa suerte había regresado.  

Dormimos en un llano desmontado la última noche juntando fuerzas para ver el paraíso, vencer sus últimas dehesas y ver por fin La Ciudad de los Césares.

Yo había sospechado lo que omitieron los cautivos muchas horas antes de oír lo que oí.  Desde la explanada era aterrador escuchar cómo se ahogaba el sonido con cada fila que ingresaba en la selva.  Dentro de ese bosque estaba la Ciudad. Algunos se ilusionaban pensando que el silencio era señal de que habían ingresado a sus enormes murallas, aislantes del ruido al punto de eliminarlo. Yo no. El último terror me poseía al punto de arrancarme la oración de la boca. Ni siquiera podía recordar el Padre Nuestro. Ya entonces hablaba con Nuestro Señor con mis ruegos, con una plegaria desesperada. Me sentía abandonado de Dios, aunque sabía con la razón que debía estar escuchándome…

El silencio que se instalaba desde la maleza tornaba a helarnos la sangre después de cada avanzada. Éramos un ejército diezmado al pulso de nuestra propia sangre. No había más recursos para la travesía. No había recursos, ni hombres.

 No existía otra salida que el abismo de esa selva. Estuve allí cada segundo hasta el momento crucial. Y cuando llegó, cerré los ojos y corrí hacia delante, abrazándome a mi destino…

Cuando desperté, un sol centelleante me cegaba. Un olor a objeto desconocido llenaba la atmósfera. Era tan difícil diferenciar mi cuerpo del entorno cálido que me envolvía que de pronto, sin explicación, tuve la certeza de que así se sentía el vientre de mi madre. 

Estuve inmóvil, los ojos cerrados durante un tiempo. No sé cuánto. Pero me resultaba doloroso abrirlos en ese resplandor. Y no me movía porque no habría querido por nada del mundo perder el estado de placidez en el que me encontraba. Ni siquiera deseaba entender bien qué lo provocaba. Sólo después supe que era un colchón inmenso, perfecto en su blandura, tan mullidamente inmóvil que uno percibía que se hundía en arenas movedizas sin descender un solo centímetro. 

Algunas voces me confirmaban que no estaba solo. Pero poco importaba en realidad. Nada, me había prometido, quebraría este estado…  Después de años de limpiar fusiles, de huir y perseguir, de masacrar y temer a tal punto la muerte que finalmente uno acababa deseándola, estaba en el paraíso. Inmutable paraíso. Quietud.


Más de la autora:

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *