La edición y sus pormenores. Mentiras y verdades en torno a la figura del editor, quién es quién. Cuáles son las necesidades del campo editorial. GPS y tareas: Dónde estamos y qué nos debemos.
1. Lo anterior
Escribo desde el miedo. El miedo al silencio, más que nada. A la falta de profundidad, al exceso de profundidad. Al ingenio escaso, a la canchereada innecesaria. Escribo desde el miedo a que nadie le importe. El miedo a que nadie le importe. Al silencio, como dije.
Más o menos desde que Fust (el socio capitalista) lo dejó en banda a Gutenberg (el genio) y se asoció con Schöffer (el aprendiz) los editores andan de crisis en crisis. Con más o menos apoyo institucional/estatal, con un público más o menos amplio y dispuesto, con desafíos técnicos o recursos cada vez más democráticos, editar siempre ha sido una apuesta, un capricho, una necesidad, antes moral que incluso cultural.
Pero bueno, la idea tampoco es demorarse flasheando por qué un orfebre (no un copista, no un escriba, no un sabio) decidió desarrollar la herramienta, las técnicas y los insumos necesarios para despegar (un poco más) al libro del cuerpo humano. Somos hijos de nuestro tiempo: hablemos de nuestro tiempo. De nuestro tiempo de crisis.
(Bueno, pero un poquito del pasado también.)
Como en el psicoanálisis, el orden es irrelevante: todo es discurso, y el discurso sólo tiende a sí mismo. Como en una casa desordenada, lo primero es el pánico. Tanto pensar en por dónde se empieza puede llevarnos a no empezar nada. Así que…
2. Ponerle el cascabel al gato, aunque tal vez no hay gato, ni cascabel.
Todas las editoriales (ni alternativas, ni independientes, ni autogestivas, ni nada, carajo, que los adjetivos se los pongan otros) encuentran, al menos por un tiempo, una manera de atravesar el berenjenal que implica este oficio. Reducen sus expectativas geográficas, o económicas, o de catálogo: la sustentabilidad es posible, siempre a costa de alguna forma de renuncia. Pero no hay recetas, sí hay miles de determinantes, y qué bien que nos vendría una cartografía de experiencias con la cual nutrirnos, animarnos, enlazarnos, aunque más no sea en la sensación de no estar solos (digo cartografía: sistema, constelación, engranaje, y no territorio hegemónico).
¿De qué hablar, entonces, que nos una, que nos identifique, que nos enuncie?
Vamos con una posibilidad, una hebra de la raíz.
En la Edad Media, San Buenaventura pensó una clasificación, cuatro roles, cuatro maneras de hacer un libro (modus faciendi librum): escribir las palabras de otro (scriptor), juntar pasajes, fragmentos, de las palabras de otros (compilator), aclarar, iluminar, las palabras de otros con palabras propias (commentator) y escribir las propias palabras, utilizando las palabras de otros como aclaración/confirmación (auctor).
En este esquema (casi inaudito desde nuestro presente) escribir y hacer son acciones homologadas: no hay diferencia entre texto y libro porque el texto ES el libro y el escriba es, en sí mismo, una forma del autor. Esta realidad está, como cualquier otra, anclada en las condiciones de producción de su tiempo: andá a elaborar infinitos borradores cuando una piel de oveja te rinde 4 páginas.
Con el advenimiento de la imprenta, el autor se convirtió rápidamente en una especie de protagonista secundario, al menos en cuestiones de procedimiento y, sobre todo, producción/costo/ganancia. Bajo el ala (y el techo, y el plato) de algún noble que de rebote se interesaba por la literatura, o en la piecita del fondo de algún taller tipográfico como corrector de pruebas, el cuerpo del autor logró sobrevivir de alguna manera u otra (su nombre siempre estuvo en alguna parte) y emprender el camino de marchas y contramarchas que lo llevaría, con algunos matices según el país, a ocupar ese codiciado, cuestionado, envidiado y odiado 10% que actualmente parece ser una verdad incuestionable que de a poco empieza a ponerse en cuestión.
La historia pormenorizada de estas tensiones merece mucho más que un texto apurado y caprichoso como el que estoy escribiendo. Pero lo cierto es que, en muy resumidas cuentas, desde que el libro ingresó en el universo de la máquina, las diferenciaciones entre contenido y soporte se hicieron patentes, aun cuando esa diferenciación es, en cierto sentido, falaz, puesto que no existe texto sin soporte.
“Hagan lo que hagan, los autores no escriben libros. Los libros no se escriben en absoluto. Los manufacturan los escribas y demás artesanos, los mecánicos y demás ingenieros, y por las prensas de imprimir y demás máquinas”
Roger Stoddard
Pensar, entonces, las problemáticas editoriales de nuestro tiempo, implica pensar el rol del autor en la materialidad del libro y cómo ese rol ha sido alimentado, atrofiado y más que nada, lucrado.
3. Una verdad incómoda
Si asumimos, como se ha asumido en los últimos 5 siglos, que el libro es una construcción material/simbólica que involucra una cadena de producción integrada por múltiples roles, nos ponemos de cara a un puñado de situaciones que van a generarle malestar a más de uno.
La primera, la más divertida para soltar en una conversación y ver cómo le explota la vena en la frente a más de uno, es que ningún escritor vive de su escritura. No, lo lamento gente. ¿Ninguno? Ninguno. Posta. ¿Pero, y los best sellers? Tampoco. ¿Reciben plata? Sí. ¿Su oficio de escritores les genera un ingreso económico suficiente para no dedicarse a otra cosa? Sí. ¡Entonces viven de su escritura! No. ¿Entonces de qué carajo viven, a ver? Viven de las ganancias generadas por la comercialización de un cierto soporte de su escritura.
“Contra la representación elaborada por la propia literatura y recogida por la más cuantitativa de las historias del libro, según la cual el texto existe en sí, separado de toda materialidad, cabe recordar que no hay texto alguno fuera del soporte que permite leerle (o escucharle). Los autores no escriben libros: no, escriben textos que se transforman en objetos escritos -manuscritos, grabados, impresos y, hoy, informatizados- manejados de diversa manera por unos lectores de carne y hueso cuyas maneras de leer varían con arreglo a los tiempos, los lugares y los ámbitos.”
Roger Chartier
Esta afirmación se confirma constantemente. Incluso cuando se la refuta, porque para refutarla se camuflan todos los procesos intermedios, con esa sonrisita tan capitalista que la que las nuevas plataformas nos dicen “quédate tranquilo, vos ocupate de escribir, nosotros te ponemos frente a frente con tu lector y nos encargamos de todo eso engorroso que hay en el medio; vos hacé click, aceptá los términos y condiciones y dedicate a crear”.
Nadie vive de su escritura, sino de las ganancias generadas por la comercialización de un cierto soporte de su escritura. Si la escritura por sí misma implicara un rédito económico, ni la gran mayoría de los escritores tendría que dedicarse a otra cosa para tener un ingreso, ni la pequeña minoría de escritores “rentados” andaría por las redes denunciando la distribución virtual y gratuita de sus libros en soporte digital, como ha pasado en los últimos meses en ciertos grupos de Facebook. Esto sin cuestionar el derecho a proteger la propia obra, o avalar la distribución gratuita de un PDF cuyo contenido alguien generó y cuyo diseño alguien trabajó.
Podemos enojarnos porque el 10% del PVP de un libro es poco para un autor, podemos cuestionar que la propiedad intelectual de una obra alcance los 70 años posteriores a la muerte de su autor, podemos (y es necesario) reflexionar sobre el marco legal presente y futuro (en un tiempo en el que se debate una Ley Nacional del Libro) pero no podemos abstraernos de esta realidad: no existe texto sin soporte, y es un cierto soporte sobre el cual se aplican las maniobras económicas/comerciales que le permiten al autor una ganancia.
4. Un posible frente de lucha
El contexto actual es, a la vez, adverso y propicio para la actividad editorial (chocolate por la noticia, mostro).
- La democratización del acceso a las tecnologías de la información y la comunicación y los diferentes métodos de impresión son el caldo de cultivo para hermosas y nuevas y múltiples expresiones del “ser editorial”, en las que coexisten técnicas y filosofías de varios siglos: libros impresos con una impresora láser y encuadernados a mano, libros cartoneros, fanzines fotocopiados, libros impresos bajo demanda, libros digitales, libros con códigos QR, libros calados, pop-up, libros álbum, libros en miniatura, libros, libros, libros.
- Los procesos de concentración económica que llevaron a las grandes editoriales familiares e históricas a convertirse en un mero engranaje de un conglomerado transnacional han generado una estructura de mercado muy jodida para las editoriales de pequeña y mediana escala: millones de libros impresos en China inundando cadenas de librerías que exigen porcentajes irrisorios, volúmenes que implican una inversión imposible, rotaciones demasiado rápidas, y muchas otras condiciones que las corporaciones puede afrontar (porque ellas mismas las han generado).
- Las nuevas plataformas de escritura, que trabajan codo a codo con las plataformas de extracción de datos y las redes sociales, generan para el autor la ficción hegemónica de nuestro tiempo: la interacción y satisfacción inmediatas, una literatura on demand que se rige por la lógica de los algoritmos (los mismos que orientan las estructuras de las producciones de Netflix y la ubicación de productos de Amazon y Mercado Libre en tu muro de Facebook) y ya no por criterios estéticos. Negoción: reactualizar Romeo y Julieta en castellano CNN, asignarle a los personajes la imagen de una personalidad de Hollywood (y de paso te ahorrás una bocha de tiempo en describir), hacerle caso a un puñado de lectores que seguramente pedirá más o menos lo mismo: más romance, más tensión, más sucesos extraordinarios, más hermanos perdidos, conseguir 20 millones de seguidores y sentarse a esperar que Disney o Planeta conviertan tus escritos en otra cosa, más lucrativa por supuesto. Y mientras tanto, mientras vos estabas dedicado a tu arte, la plataforma que te facilitó todo accedió a toda tu información personal y se la vendió a otra plataforma que la usa para estructurar patrones de producción y consumo para la población mundial.
Jugar con las reglas de otro es perder de antemano. Y muchos han logrado, de alguna y otra forma, sostener pequeños frentes de lucha a esta realidad que, por apuntar a las grandes masas, siempre genera grietas por las que se cuelan muchos lectores, muchas posibilidades.
Este es nuestro enemigo, pero no el único. Después de un rodeo aparentemente innecesario, vuelvo al rol del autor y a cómo este contexto lo ha convertido, de alguna manera, en otro frente de lucha, y tal vez uno más necesario.
Estoy escribiendo un libro. Todos los editores escuchan, leen, reciben esta frase. Estoy escribiendo un libro. Y uno por dentro piensa “no, persona que dice que escribe, no estás escribiendo un libro, estarás escribiendo una novela, o un poemario, o lo que sea que según vos va a romper todas las reglas conocidas de la literatura, pero un libro no, un libro no se escribe, se edita”. Los autores dicen Estoy escribiendo un libro y no es economía del lenguaje, no se ahorran un manojito de palabras a sabiendas de que están simplificando: creen que están escribiendo un libro. Los procesadores de texto no ayudan: un dedo en una tecla y ya aparece en la pantalla la simulación de una versión final, definitiva, despojada de toda marca de corrección, de toda necesidad de mejora. Te mando el libro listo, como si editar fuera tener una máquina con un botón rojo que dice “hacer libro”, como si un procesador de texto fuera un software de diseño editorial.
Esta invisibilización del rol del editor no es azarosa. Muchos autores, que mamaron una historia de la literatura llena de personas que llegaban al éxito en otro tiempo y/o en otro espacio, que atravesaron carreras de Letras que nunca contemplaron al libro como un objeto histórico/político, que vagaron sin rumbo con su manuscrito bajo el brazo coleccionando excusas y frases políticamente correctas de parte de editoriales, que se acercaron modestamente a cuanto festival existe y recibieron excusas edulcoradas mientras veían el mismo contingente repetirse en cada flyer, encontraron un refugio confortable y complaciente en las empresas de servicios editoriales.
Explotando conceptos risibles pero eficaces, como el de “autor independiente”, prometiendo un grado de exposición equivalente al de las grandes corporaciones y camuflando la verdad durante todo ese proceso, las empresas de servicios editoriales empoderaron a los autores, otorgándoles el derecho a involucrarse, decidir, y sobre todo pagar, cada parte del procedimiento técnico que implica convertir un texto en un libro.
Hay que reconocerlo: es una jugada magistral. Mientras las editoriales intentan sostener un circuito económico que genera ganancias a cuentagotas y depende de grandes espacios geográficos, las empresas de servicios editoriales construyeron un circuito económico centrado en una sola persona: el autor. ¿Y el lector? No es problema de ellos: con la “edición de autores independientes”, el autor se ha ganado el derecho de ser el único artífice del objeto libro, pero también de su distribución y comercialización.
Editar, entonces, no solo es un garrón económico: ahora también es un ejercicio injusto de poder. ¿Con qué derecho el editor elige el tamaño del libro, la tipografía, la imagen de tapa? ¿Desde qué power trip un editor, que paga por lo que edita, decide qué editar y qué no? ¡Habrase visto!
Contra esto también peleamos: contra la lógica exitista de las grandes corporaciones y plataformas y la falacia independentista de las empresas de servicios editoriales.
Pero usted me dirá que cualquiera tiene derecho a hacer lo que quiera, y yo le diré que sí, y que no. Porque es necesario que desacralicemos al libro, lo saquemos de ese pedestal pulcro en el que estuvo durante mucho tiempo y pongamos en valor el contenido por sobre el objeto (y su costo económico) como bien lo hicieron las editoriales cartoneras. Está muy bien que el escritor se involucre y sea consciente de todos los aspectos del proceso de construcción de un libro y se vuelva maquetador, imprentero, encuadernador y distribuidor, como lo hacen las editoriales artesanales (donde cada etapa del proceso está bien diferenciada, aunque se nutran mutuamente). Está muy bien que se generen nuevas propuestas editoriales que multipliquen las maneras de estructurar un catálogo. Está muy bien que alguien quiera pagar para que su libro se distribuya digitalmente en Amazon y que todo el universo tenga la misma oportunidad de leerlo. Todo tiene la misma validez, aunque no el mismo estatuto.
Entonces no está muy bien que se pretendan igualar el laburo de un editor, que lee, que busca, que reflexiona, que construye conceptualmente una constelación de obras, que empeña su esfuerzo en una actividad que es una urgencia cultural antes que un negocio, con el laburo de una megacorporación que “le da a todos la misma chance” pero deja librado el consumo a las reglas de mercado mientras aprovecha el flujo de información para otros fines, o con las empresas de servicios editoriales, que serán muy capaces, muy profesionales y muy prolijas, pero lo agarran al autor y le dan la razón en todo para no comprometerse con nada.
5. Bueno, vamos cerrando…
El vínculo del autor con el libro ha variado significativamente, pero casi siempre ha estado mediado, justa o injustamente según el período histórico y el espacio geográfico, por el editor.
Las hermosas experiencias que materializan el DIY no solo han enriquecido todos los roles de la cadena de producción de un libro, sino que, además, al concentrarlos en una sola persona, han generado una cadena de retroalimentación que ha sabido escaparle a la confusión. Los escritores que editan, imprimen y encuadernan no son editores cuando escriben, ni encuadernadores cuando imprimen, pero la conciencia del proceso completo les ha determinado, de alguna manera u otra, la actividad dentro de cada etapa.
Otra alternativa, mucho más nociva y falaz, desde mi perspectiva, es la que ofrecen las plataformas de escritura y las empresas de servicios editoriales. Nociva porque se despega de toda forma de compromiso cultural y estético, y tras la máscara de la democratización y la independencia, pone en el autor toda forma de responsabilidad, de apuesta y de riesgo. Falaz porque crea un circuito cerrado que se desvincula del lector, o porque crea la falsa imagen de exposición y accesibilidad
Por suerte, los emprendimientos editoriales siguen naciendo, subsistiendo de alguna forma y permaneciendo el tiempo que pueden. No hay que romantizar la precariedad: no está bueno que una editorial dure lo que duran los ahorros del editor, que no haya políticas estatales que amparen y estimulen la producción editorial, que legal y culturalmente valga lo mismo un libro traducido en España, editado en México, impreso en China y con ISBN argentino que un libro que ha dejado todo su capital económico y simbólico en un mismo (nuestro) territorio.
Cada editor tiene un valiosísimo relato de cómo sobrevivir en su propio contexto. Ninguno es más válido que otro, y todos pueden aportar herramientas y recursos que otros pueden aprovechar. Nos debemos las redes, nos debemos el contacto, nos debemos la reflexión colectiva. Que ya se hace. Que siempre podría hacerse más, y mejor.
Escribo desde el miedo al silencio. Desde la vergüenza también.
“Si me equivoco contradígame con amor, porque
con amor digo.”
Una idea sobre “Obsesiones de un editor”
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