«Simón tras la piedra» & «Sed del ojal» de Pedro Santos Deluca

¡Simón tras la piedra es un libro exquisito! No se puede negar el trabajo meticuloso con la palabra, la palabra sagrada y la palabra profana. Es increíble la amalgama que consiguió Tato al tomar la experiencia de lectura de la biblia, o bien fragmentos de ella, para tejer una nueva red de sentidos frente a personajes, proverbios y frente al dios cristiano. 

El juego entre Simón y Pedro, los nombres y cambios de nombres, lo que se nombra, renombra y hasta lo que no se nombra, entran en tensión absoluta en el libro. El cuerpo como muta frente a estos cambios que produce la palabra que nombra y desnombra —me permito el neologismo—. Esto ya desde el título se puede avizorar: el conflicto del yo con el nombre. Aquí no es tanto: el verbo se hizo carne, sino ¿cómo se nombra la carne o cómo se nombra lo que antes era una cosa y con el cambio de nombre ya no es lo que era? 

Pero aquí no quiero ni voy a hacer una exégesis del libro en relación a la biblia; no voy a seguir el camino que el autor nos invita a desarrollar ya cuando nos entrega un apéndice y nos dice: “Estos poemas son fieles a mis sensaciones al recordar los escritos bíblicos”. Prefiero, como loca mala que soy, pero más loca que mala, seguir mis intuición lectora: aquí se está diciendo mucho más que una reelaboración de hechos bíblicos o juegos fundacionales sobre el nombre del yo lírico, que encima es un juego de cajas chinas con el yo o el nombre del autor real (este barroquismo lo dejemos para los de Lengua); aquí se está diciendo algo mucho más rico: “Mi historia fue escrita por hombres que no me otorgaron el don de la risa ni el de la salvación”, observen la maldición que se está descubriendo aquí. Y esto se pone cada vez más interesante: “Sentí la batalla de los mandatos”: la revelación es clara, concisa, contundente y hasta fatal, pero tiene un aire de esperanza. 

Porque si hay algo que sabemos las maricas es a recibir y aceptar el apodo que nos imponen en cualquier momento; somos ese Simón que se deja imponer el Pedro, dejamos de ser Víctor o Juan y pasamos a ser maricon, trolo, nena, chiquita y vaya a saber cuántos nombres más hasta no saber quiénes somos, sino eso que ellos dicen que somos. Comenzamos a escribir una poesía en clave para que no nos descubran, no nos quiten el único velo: nuestra dignidad.

Luego están esos otros hombres, los mismos que uno mismo —porque si hay algo que sabemos todos es que un enano puede ver a la legua a otro enano, ¿no?—, pero nos traicionan, nos niegan. Son todo un Simón-Pedro al amanecer, cualquier amanecer, negándonos dos o tres veces luego de haber compartido vinos, charlas y muchas más intimidades que ningún Lucas, Marcos, Juan o Mateo se animarían, por obvias razones, a testimoniar. Pero están, sí están: “Me acostumbré a que me negarás / no te das una idea de lo que sufre un cuerpo mientras se desvanece”. 

Leo y releo muchos de los poemas de este libro y siento una batalla, releo una guerra con un otro, a veces transfigurada en una reina malvada, que ha traicionado, ha jugado con la ilusión, pero sobre todo abusado del deseo. No hay nada peor que el abuso del deseo ajeno. ¿Cómo se sale ileso después de aniquilado el deseo? ¿Cómo se recuperan el cuerpo, la mirada, las manos luego de que a uno le aniquilan el deseo? Puedo ensayar algunas respuestas: escribir poesía, escribir batallando con la poesía como arma, destriparse en la poesía, escribir puede ser una de las tantas formas que toma la piedad. Allí se produce el milagro: la resurrección. Esa a la que todos anhelamos siempre y con la que cierra el libro de mi querido Tatito: que tu palabra / no niegue / lo que afirma tu cuerpo. 

Sed del ojal 

Hay un tópico dentro de la literatura que es el que muestra a los niños y a las niñas como meros instrumentos de la crueldad. Pero qué hay de la crueldad de los adultos para con los niños de la comunidad LGBTQ+. Recuerdo ahora mismo el cuento El marica, de Abelardo Castillo, con el que algunas profesoras en la Universidad querían mostrarnos esa faceta cruel de niños contra niños. Aquí Tato con Sed del ojal nos enrostra en la cara hasta las lágrimas la crueldad absoluta con la que se manejan muchos adultos frente a la niñez diversa. Me duelen los ojos cuando leo que una madre prohíbe a su niño jugar, mirar, saltar, correr o emocionarse como lo siente, porque no está dentro de los cánones heteronormativos; me duele un nudo en la garganta cuando leo en el poema que el niño debe susurrar, porque su voz puede provocar tormentas en esa casa machista. Un salvador religioso abusando de la confianza cedida y señalándole a ese niño sus pecados para minimizar los suyos. ¡Qué crueldad la de este mundo! ¡Qué crueldad la de estos adultos que obligan a niños y niñas a transitar como en una alfombra de brasas! Me duele, Tato, este poemario. Me duele porque la sed es algo que raspa en la garganta si el aire pasa, la lengua se pone dura y las palabras duelen al salir. Me duele hasta ese verso “busco aprobación —siempre busco aprobación—” ¿Qué castigo mayor para un acallado que pender siempre del delgado hilo de la aprobación y la desaprobación? La humillación constante. Aquí es donde la poesía me permite releer este poemario en otra clave: no es ese niño raro o delicado quien está solo; están las palabras salvándonos de comernos a nosotros mismos frente a la crueldad del mundo. 

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