Una novela puede ser una larga sucesión de situaciones, personajes, espacios y tiempos; como un extenso río que fluye de salto en salto, de piedra en piedra, sumando en algunos tramos de recorrido el caudal de sus afluentes. Una novela puede ser también el reflejo de una vida lenta, que transcurre con laxitud aunque a veces se pueda convertir en exasperante quietud.
Algunas novelas parten de una peripecia pequeña, de un suceso mínimo, de una sensación que desencadena y pone en marcha todas las aguas que hay en el mar, en las que se desatan tormentas a las que luego suceden periodos de calma. Otras se parecen a un arroyo que corre como la seda, pero que, en sus discurrir, atraviesa pozos profundos cuya transparencia deja ver el fondo azul de la vida, de las vidas, de cualquier vida.
En Seda (1996), del italiano Alessandro Baricco, hay algo de arroyo aunque también de mar, y ambas aguas se confunden, en las profundidades desde donde afloran (in)certezas sobre el devenir humano y que se entrelazan en el relato.
Un hombre de un pequeño pueblo francés, Lavilledieu (región de Nueva Aquitania), se involucra en una actividad prometedora para su comunidad cuando inicia viajes a Japón con el objetivo de ir en busca de huevos de gusanos de seda para enriquecer la producción textil local.
Hervé Joncour vive con su esposa, Hélène. Y para realizar esos viajes tiene un problema: el recorrido es largo y los huevos, a comprar en el circuito ilegal, deben sobrevivir tanto a una peste como a las peripecias de la travesía, sucesivamente en barco, a caballo y luego en tren. Primero, desde una provincia japonesa. Luego, desde el puerto de Sabirk, a través de Siberia, hasta los Alpes franceses.
El primer viaje –siempre recto, hasta el fin del mundo– es iniciático y el joven Joncour atraviesa tierras y mares como un Ulises en su periplo hacia una Ítaca velada tras pliegues de seda.
Ese primer viaje -que se alimenta de la mitología en torno a la Ruta de la seda– contiene una tensión, entre las peripecias y dificultades de la travesía, y la fragilidad de los gusanos que Joncour debe preservar de las inclemencias del clima, y también de la hostilidad ambiciosa de contrabandistas franceses y holandeses.
Por esos tiempos, que anteceden a una guerra (se trata de la segunda mitad del Siglo XIX), la sociedad japonesa es todavía cerrada y desconfía de los extranjeros, en especial de aquellos que planean tomar por asalto sus recursos. Se suman dificultades que el hombre logra sortear debido más a la suerte que a su propia habilidad negociadora.
Sin embargo, hay algo que él no espera encontrar: unos ojos de mujer occidentales, velados por siglos de una cultura diferente. Así se produce una segunda tensión que mantiene en vilo a lo largo de todo el relato y que estalla, más adelante, con la imagen de pájaros que escapan de sus jaulas.
La historia transcurre con muchísimos detalles sensoriales que producen en el lector un efecto de extrañamiento y la sensación de estar dentro de ese mundo sutil, que fluye entre lo suave y lo violento, entre un mar en calma profunda y las olas encrespadas de una tempestad.
El recuerdo (o nostalgia) sobre lo verdadero, late en el fondo de lo narrado y se hace patente cuando Joncour resuelve su vida quedándose junto al lago del parque que hizo construir en Lavilledieu, en memoria de su esposa.
Si nos referimos a la materialidad de este libro, está bellamente ilustrado con dibujos de una sutileza extraordinaria de Rébecca Dautremer, que amplía y ahonda el sentido de la obra.
La historia está dividida en pequeños relatos enumerados como capítulos, de entre los que sobresale una escena en la que Joncour intenta leer una carta escrita en caracteres japoneses que él relaciona con la joven amante que conoció en uno de sus viajes a Oriente.
Seis meses después de su regreso a Lavilledieu, Hervé Joncour recibió por correo un sobre color mostaza. Cuando lo abrió halló siete hojas de papel cubiertas por una densa y geométrica escritura: tinta negra, ideogramas japoneses. Aparte del nombre y la dirección, en el sobre no había una sola palabra escrita en caracteres occidentales. Por los sellos, la carta parecía provenir de Ostende. Hervé Joncour la hojeó y la observó largo rato. Parecía un catálogo de huellas de pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que, por el contrario, eran signos, es decir, cenizas de una voz quemada. (55)
Como desconoce la escritura en esos caracteres, acude al auxilio de una mujer japonesa que regentea un prostíbulo en Nimes:
Madame Blanche le recibió sin decir una palabra. El cabello negro, reluciente, el rostro oriental, perfecto. Pequeñas flores azules en los dedos, como si fueran anillos. Un vestido largo, blanco, casi transparente. Los pies desnudos. Hervé Joncour se sentó frente a ella. Sacó de un bolsillo la carta. —¿Os acordáis de mí? Madame Blanche asintió con un milimétrico gesto de la cabeza. —Os necesito otra vez. Le tendió la carta. Ella no tenía ninguna razón para hacerlo, pero la cogió y la abrió. Miró las siete hojas, una a una, después levantó la vista hacia Hervé Joncour. —Yo no amo esta lengua, monsieur. Quiero olvidarla, y quiero olvidar aquella tierra, y mi vida allí, y todo. Hervé Joncour permaneció inmóvil, con las manos aferradas a los brazos del sillón. —Voy a leer por vos esta carta. Lo haré. Y no quiero dinero. Pero quiero una promesa: no volváis jamás a pedirme esto. —Os lo prometo, madame. Ella le miró fijamente a los ojos. Después bajó la vista hacia la primera página de la carta, papel de arroz, tinta negra. (56)
Hay algo central en esta escena y trata sobre la traducción, entendida como el acto de decodificar signos para desentrañar un sentido. Pero, además, es un intento por someter lo abstracto, lejano e insondable a lo inteligible, a la esfera de la comprensión. En este juego, la escena guarda una metáfora muy bella, acerca de los signos como huellas de aves o, como los llama en algún momento Joncour, cenizas de una voz quemada.
Es decir, huellas de algo que fue y que entra en la dimensión de las emociones, de la subjetividad, del recuerdo. Voz y memoria se asimilan en la escritura, que contiene no ya la voz misma sino su trazo, retazos de lo que fue corpóreo.
Joncour intenta leer la carta pero le resulta imposible, no solamente porque desconoce los signos de la escritura japonesa sino, sobre todo, porque lo que significan esos ideogramas ya no está ahí, es voz quemada.
Leer es intentar reconocer el mundo en sus cenizas. Hallar las huellas de lo fugaz e induradero en lo definitivamente estéril.
¿Cómo se lee una carta? ¿Cómo se lee un texto cuya intensidad se mide por las emociones que provoca en quien recibe su sentido y lo conecta con la subjetividad, se apropia de un modo íntimo, cercano al dolor? La escena parece fijar un cierto protocolo: Madame Blanche lee con voz de niña mientras Joncour escucha inmóvil; ella lee con la cabeza inclinada hacia las hojas a la vez que con una mano se acaricia el cuello lentamente, mientras Joncour mira fijamente un punto de la pared; ella lee inclinada hacia la lámpara y él no puede quitarle los ojos. Ella termina de leer la carta con un hilo de voz y después levanta la vista hacia Joncour para dejarle esas terribles palabras finales: No nos veremos más.
No en vano las cartas se guardan, se coleccionan como objetos preciosos que de vez en cuando se sacan a la luz para volver a ser recorridas. Eso es parte de aquel deseo por recobrar las cenizas de un paraíso perdido. Y es algo que construye los actos que forman parte del leer. La práctica cultural consiste en leerlas una y otra vez, cada cierto tiempo, para ir en busca del tiempo perdido.
Sin embargo, en Seda, asistimos a una sola lectura de aquella carta escrita sobre papel de arroz cuya levedad acerca a Joncour a un abismo y, a la vez, guarda un secreto conmovedor, ya que quien la escribió no fue su amante sino Hélene, su esposa, antes de morir. No nos veremos más, cierra el texto. Y esa frase es como colocar un doble candado a las esperanzas de Joncour.