IX El Libro de los Rostros, las sábanas, los aleatorios y las exploraciones. El chico punk, la granada, la caja, Konik Sción y sus lunas. El desierto, el disfraz de anime, la trampa de los monos, la fuga. Yo, Cusifai, Juan Manuel, Dora, y todo lo demás tiene una explicación aunque no sabemos cómo llegar a ella. En la primera página del libro está escrito lo siguiente: Advertencia: Los hechos y personajes de esta novela solo pueden plurivincularse hiperrealísticamente. Cualquier similitud es composible. “El deseo construye las trampas que atrapan al deseo.” Bifo —¿Encontraste el libro? —Me preguntó Dora. —Si. Lo encontré esta mañana en el piso de la cocina envuelto en papel de diario y atado con hilo sisal. Anoche me acosté muy mal y esta mañana lo encontré. —¿Sabes que abrir El Libro de los Rostros es abrir la caja de Pandora? —¿Qué más podría pasarnos Dora? —Este libro nos va a consumir y no sabremos si es un cuento, un poema o una novela. No sabremos si somos personajes o escritores. Si somos de verdad o de mentira. El tiempo se tornará un bucle y la escritura se plegará o desplegará. Materialmente no sabremos de qué estamos hechos; si de datos, de tinta o de sangre. Miré los ojos cambiantes de Dora y entendí que El Libro de los Rostros estaba siendo. Hierve el agua hermenéuticamente. Un millón de veces retorno a mi cocina. Esto es una trampa de monos. En la pava reposa mi reflejo y los rincones del departamento se desconocen unos a otros. Espero que el tipito de la pava no vuelva a salir, pero hoy lo noto contento, hasta parece que ronronea. Dora se fue a jugar a las escondidas con Cusifai y el long play se ha rayado, el tema salta y vuelve hacia atrás. Las sillas corren como locas. Demasiado animismo no hace bien. Debería llamar al fumigador para que todo se quede quieto por un buen tiempo. Sé que esto de amanecer todos los días con el mundo sobre los hombros no es fácil, menos cuando entre corchetes tus venas verdean por dentro de tus brazos blancos flotantes; y de rodillas en el riachuelo sostengo tu cuerpo. Con una mano sujetaba tu cabeza y con la otra tomé el celular y te saqué muchas fotos para compartir, con todos, la manera en que se te iba el alma. Traté de volverte una utopía japonesa en alguna eternidad más allá del cuerpo. La cortina de vapor desde el remanso sube el telón mientras vos estás tan hermoso, muerto ahí, mi Dios Hiperreal -tan San Expedito´s style. [Entre corchetes ubico a todas tus muertes y pulso el “me gusta” porque de la imagen venimos y a la imagen vamos]-. —¿Café? —Gracias, buen día. A tinta limón en El Libro de los Rostros se escribía una sentencia: Asistía, pues, sin saberlo, al último día de un mundo que se iba, i veía sistemas i principios, hombres i cosas que debían bien pronto ceder su lugar a una de aquellas síntesis que hacen estallar la enerjía del sentimiento moral del hombre. Leía a contra luz ese fragmente de las cartas de Viajes de Sarmiento, je flâne con el viento en el rostro. No era a la síntesis a la que había que dar lugar, no era al crisol, no, era interculturalidad. El flanner hoy es el desclasado, el ambulante viviendo en los desiertos apocalípticos que la retirada del agua sistémica ha dejado al descubierto. Cuando nada te recubre, molusco, te preguntas ¿de qué estás hecho? Tengo que tolerar que vengan a mí y salgan por la canilla. ¿Qué culpa tiene Fatmagul? “Con los ojos no te veo y sé que se me viene el mareo y es entonces cuando quiero salir a caminar...” Algo en mis pies me lleva a caminar entre dimensiones, siempre fugado entre edificios mortuorios, El Entre. Entonces el bucle, el ruido. La interferencia es resistencia y alienación. “La tarde suavemente se aleja. La oscuridad tendió su red al mar. La espera entre las sombras, Dios sabrá por qué. Ya es tarde para volver igual. Tráeme la noche. No puedo estar despierto más sin verla…” Titila la luz del tubo flourescente y el ambiente se carga con la atmósfera de un video juego on line de zombies, se encienden las parábolas de las bajezas de la humanidad. Siempre intermitente, siempre un poquito inalcanzable. Rastreáme, fíjáte cuántas entradas tengo, compartime. Los recuerdos se me recodifican a cada paso de página. “Un poco de miel no basta. El eclipse no fue parcial y cegó nuestras miradas. […] No hay nada mejor que Casa.” Dora apagó la luz y se iluminó el contorno de la puerta con las lámparas de afuera. Exit. Abro la puerta y pasamos al otro lado. Ahora estás sintiendo el peso del volumen de un cuerpo sentarse al lado tuyo. Te toco el hombro. Saludáme. “Me dejaras dormir al amanecer entre tus piernas. Sabrás ocultarme bien y desaparecer entre la niebla. Un hombre alado extraña la tierra. […] Con la luz del sol se derriten mis alas. Me verás caer como una flecha salvaje...” He venido a contenerte, a expandirte. Golondrinas sin alas en rieles apostados sobre los sueños de quebrachales. Manos resecas con una línea de la vida corta y marcada, símil a un abismo. Uno de mis primeros viajes fue cuando mi madre me llevó en tren desde Santiago del Estero hasta Buenos Aires. Fuimos en clase turista en pleno invierno. Los baños eran letrinas de metal con un hueco por donde se cruzaban efectos ópticos de durmientes y estrépitos pedregosos. Cruzar de vagón a vagón era cruzar una bisagra, una conjunción peligrosa que nunca encajaba del todo bien. Los calefactores del tren no andaban y la noche horrible ya había pasado; la dejamos atrás sólo quienes pudimos atravesarla. Mis piernas estaban casi entumecidas. Detrás de las persianas con olor a metal nacía un alba prácticamente perdido. Al costado del vagón lo vi galopar, blanco y doloroso como una ilusión: un caballo con sangre de rocío. Me di vuelta para mostrarle el caballo a mamá pero el tren ya lo había dejado atrás. Me arrodille urgente en el asiento de cuerina marrón para ver si las demás personas lo habían visto pero sólo había golondrinas dormidas tratando de despertar de una noche enorme. Jamás tuve testigo de aquél corcel, fue mío, casi una proyección. Vino con el día el matecocido en saquito, las galletitas y el repasador sobre mis piernas mientras al horizonte el campo se entrelazaba con llantos guturales de pastores mongoles. Santiagueños pétreos y salinos en otro tren más sobre el carretel del progreso. Se dejan atrás los árboles, corre hacia atrás la historia dejada por la ventanilla. Los míticos quebrachales santiagueños y el caballo blanco fueron reales. Juraría que lo fueron. Quién sabe. Huun Huur Tu canta El lamento de los huérfanos.
Diego Ignacio Albarracín es estudiante avanzado de la Lic. en Letras de la UNT y estudiante de la Tec. en EIB con mención en Lengua Quichua de la UNSE. Publicó varios artículos de investigación sobre literatura argentina y del NOA y de etnolingüística. Además fue performer en la escena under tucumana y esporádicamente en Santiago del Estero. Le gusta andar en bicicleta, nadar, ir al gym y explorar las posibilidades corporales ya sea en yoga, artes marciales, animal flow, stretching o lo que le llame la atención en el momento.