Los fantasmas de la máquina o de cómo Gisela Ardit documenta los últimos proyectores cinematográficos analógicos en Rosario

Sobre: Adiós 35 mm. Rosario: Ediciones Bex, 2022

A veces, la vida se presenta bajo la modalidad de un sueño, lo cual equivale a decir que se presenta bajo la modalidad del cine porque, como probablemente hayan oído, el cine tiene una afinidad con el sueño mayor que cualquier otro arte, quizás por la capacidad de sus imágenes para tocar la médula de nuestras emociones y correr los velos más íntimos sin pedirnos permiso. Por ejemplo, una vez estaba quedándome un tiempo en Düsseldorf y, si bien algún destello de sol sobre el azul melancólico del Rin me generaba la vaga nostalgia de un día de verano en Rosario –mi ciudad–, era la primera vez que sentía mi situación en un lugar con tal intensidad: el aroma más corriente y los objetos más banales eran una explosión sensorial para la imaginación sobreexcitada por lo extraño. En el camino de regreso, en la sala de embarque para el vuelo de Berlín a Roma, se produjo un alboroto porque una figura rubia, “una grande d’Italia”, como dijeron emocionados algunos hombres mayores, estaba sentada entre nosotros. También había una comitiva de adolescentes que volvían de un viaje de estudios. “Comme si chiama la nonna?” –escuché a una chica preguntarle a su profesora, quien le contestó que la nonna era Sandra Milo, la destacada actriz de otros tiempos, ahora volando con nosotros en clase turista. 

A días de la vuelta a Rosario me separé de Rubén y me vi obligado a buscar un nuevo lugar donde vivir. Con esta preocupación en mente, fui con una amiga al cine, un día inusualmente neblinoso, a ver Julieta de los espíritus de Fellini, película donde la Milo interpreta a una suerte de bruja que inicia a la protagonista aburguesada y aburrida en los caminos mágicos de una realidad sutil que se oculta detrás de las apariencias. Película saturada de niebla, por cierto. Lo curioso es que, al salir de la proyección, de entre la niebla –o con ella– salió una vieja conocida que mencionó, en el transcurso de nuestra breve charla, que había puesto su departamento en alquiler recientemente. Estas llamativas consonancias, tan opacas como impertinentes, sin bien no podían ser leídas como moraleja (¿de qué?) ni como supersticiosa demostración de una intuición de destino, sí bastaron para agitar mi curiosidad, de modo tal que me zambullí en la filmografía de Fellini, así como en notas, entrevistas y reseñas de sus películas. Un día, leyendo una entrevista, supe que el proyecto cinematográfico que le siguió a Julieta de los espíritus, aunque inconcluso, fue El viaje de Mastorna, cuya trama consistía en que un avión se estrellaba en un lugar entre Düsseldorf y Colonia, un lugar que era una y muchas ciudades a la vez y que, detrás de los velos y las apariencias, se trataba del infierno, porque los tripulantes del avión habían muerto y ahora eran fantasmas. Esto se sintió como una revelación, pero de esas tan resplandecientes que ciegan. Pese al desasosiego, lo que sí sabía era que los extraños personajes de Fellini se paraban en un extremo y otro de mi viaje rompiendo la linealidad, dándole una circularidad misteriosa donde el comienzo y el término, lo propio y lo ajeno, el hogar y el extranjero eran caras de una misma moneda. 

Cine Monumental. Póster de una película y lata de película 35mm.

En esta línea, Adiós 35 mm de Gisela Ardit es un documento mágico, nostálgico y profético como un sueño o como esas películas que nos gusta mirar. Al decir de John Berger, si un cuadro reúne partes del mundo sobre una superficie en la que permanecerán por siempre y, de forma análoga, las tapas y los lomos de un libro emulan el techo y las cuatro paredes de una casa donde vive una historia, lo propio del cine –imágenes en movimiento– es transportarnos hacia otros lugares, como si fuéramos almas desprendidas de los cuerpos mientras dura la proyección, almas proyectadas sobre el cielo de la pantalla. Sin embargo, por mucha realidad sutil que haya en todo esto (y vaya que la hay), el gesto de Ardit muestra la otra cara: la materialidad de la experiencia cinematográfica. Bástenos considerar que el término que usamos para llamar a la obra cinematográfica, “película”, es originalmente una abreviatura del nombre de su soporte, la cinta de película fotográfica o film, cuya definición escolar es: “serie de imágenes fijas que se proyectan en una pantalla de forma consecutiva, creando la ilusión de imágenes en movimiento”. Las cintas de película o, directamente, películas, se guardan en latas que a su vez se guardan en bolsas. Una película completa habitualmente consta de muchas latas almacenadas en una bolsa que, cargada, pesa aproximadamente 30 kilos, como reza el epígrafe a la foto de una de bolsa marrón en la página 24, bolsa tosca y patente en su cosidad. “Los Cuartetos de Beethoven yacen en los anaqueles de las editoriales como las papas en la bodega”, escribió un célebre filósofo alemán. Los fantasmas de Fellini también yacían en los estantes de los cines, y cobraban vida en las cabinas de proyección.

Cine El Cairo. Mesa devanadora. (Mesa para el armado y desarmado de copias.)

¿Por qué decía que el gesto de Ardit es, en parte, nostálgico? El título, Adiós 35 mm, hace referencia a la medida más usual de las cintas de película que se utilizaron en el siglo XX para la proyección analógica en el cine. La película en tanto que obra habita palpablemente la película en tanto que soporte. La máquina proyecta sobre los fotogramas de la película un haz de luz que, aumentado e invertido por una lente, enfoca la imagen resultante sobre una pantalla. El principio del fin de esta modalidad ocurrió en 2009, cuando se estrenó en Rosario la primera película 3D digital, Avatar de James Cameron. La vieja modalidad quedaba vetusta ante este formato y entraba en juego otro tipo de máquina, que proyectaba imágenes creadas por medios digitales sin hacer uso de la película, aunque sí del haz de luz y de la lente. Si bien los proyectores analógicos y digitales convivieron por un tiempo, finalmente ganó el segundo, más práctico, aunque sin sabor a cine, como piensan muchas personas. Este pasaje es lo que el ojo fotográfico de Ardit documenta durante 2014 y 2015 en Cine El Cairo y Cine Monumental, repartiéndose entre proyecciones analógicas y digitales, objetos que yacen sin uso y la, a mis ojos agridulce, desinstalación de los proyectores analógicos. Si a esto le agregamos la para nada menor presencia de los proyeccionistas en acción, revisando actos y controlando empalmes, armando películas y rotulando cintas, quizás por penúltima o última vez, la sensación de temporalidad en movimiento se intensifica, por más que, a simple vista y legítimamente, leamos un homenaje a un oficio a punto de perderse. Hay que precisar: para algunos, los homenajes hablan de un pasado congelado, acabado; un haiku de Matsuo Basho reza:

¿Admirable,
aquel que no piensa: "la vida huye"
al ver el relámpago?
Cine El Cairo. Operador revisando empalme entre dos actos.

Me pregunto: ¿el ojo de la fotógrafa fija en un eterno presente, entre las cuatro paredes de un libro, un modo de vida perdido para ser recordado en el marco de una temporalidad lineal? Viene a la mente un poema de René Char:

¡Cuánto sufre este mundo para ser del hombre, para ser moldeado entre las cuatro paredes de un libro! Que luego sea puesto en manos de especuladores y de extravagantes que lo apremian a avanzar más rápido que su propio movimiento, ¿cómo no ver en ello algo más que desventura? Combatir más que bien esta fatalidad con la ayuda de su magia, abrir en la ladera del camino, en lo que hace las veces de tal, insaciables caminatas, esta es la misión de los matinales.

Adiós 35 mm despereza la mirada de su sentido habitual porque enmarca y le da intencionalidad a lo visto todos los días funcionalmente o, lo que es lo mismo, lo que vemos sin ver. Entre todos los objetos que le hablan a la cámara, captó mi atención, en la página 40, un mini-proyector hecho de núcleos plásticos de rollos de películas elaborado por los proyeccionistas con los restos de lo útil. Siento que este libro de fotografías es como ese mini-proyector; emula el funcionamiento de un proyector cinematográfico analógico. John Berger (otra vez) advierte que los acontecimientos donde se juega el destino de las vidas representadas en el cine son efectos del montaje, de las uniones y separaciones de las partes de la historias. El destino no reposa sobre la voz de un narrador, sino que acecha en los goznes o, como dice Berger, “se revela en la fracción de segundo de un corte o en los pocos segundos de un fundido”. Pienso en Gritos y susurros de Ingmar Bergman, la historia de esas hermanas reunidas en la casa familiar por la muerte inminente de la menor. Ahí, el presente es una simple excusa para que los fundidos en rojo nos transporten hacia un tortuoso pasado viviente. En el caso de Adiós 35 mm, veo primero una disposición conmemorativa de las fotos, como si se las reuniera en el eterno presente de un homenaje a la proyección analógica. Pero en la página 30, la aparición de una caja de pendrives con películas en formato DCP (Digital  Cinema Package) tiene un efecto inquietante y hasta dramático y lo único que hago para sentirlo es dar vuelta la página. De ahí en adelante conviven en las fotos objetos y dispositivos tanto analógicos como digitales, y podrán adivinar cómo sigue la cosa, cómo el tiempo se precipita y nos deja atrás junto a los rituales que disfrutábamos y que ya no existen. And yet, ¿hay un final desolador para esta historia? Como seres humanos, mimamos la forma de lo que amamos. Las últimas fotos rompen la temporalidad lineal y vuelven a mostrarnos a un proyeccionista trabajando con películas y no, tal vez, en un gesto de último adiós (¿profecía?). Si el cine analógico como se conoció alguna vez ha muerto, no quiere decir que sus espectros no se decidan a visitarnos. 

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