El día que te preguntes lo que hicimos en este tiempo, seguro lo vas a hacer lejos de ese baldío. Pero es importante que sepas que en ese lugar se guarda un código para que lo puedas utilizar siempre que lo necesites. Nos pasábamos el día encerrados, haciendo lo que no solíamos hacer nunca: matar el tiempo juntos. Y a la tarde nos íbamos al patio y durante una hora nos corríamos con tu hermana, para tocarnos o tirarnos la pelota. Después empezamos a salir. Lo hacíamos a diario, siempre con el mismo recorrido. Caminábamos unas cuadras hasta llegar al descampado donde estaban las palomas. Ahí cumplíamos la rutina. Había un cable de luz bien grueso, repleto de bichos que lo arqueaban. Movían sus cabezas de un lado a otro, en movimientos cortos y rápidos, como si se miraran, como si adivinaran lo que iba a pasar. Vos te llevabas el dedo a la boca y te adelantabas despacito. Caminabas sobre el pavimento vacío y te acercabas hasta quedar a unos metros. Desde ahí me<br>mirabas y cuando todo estaba listo, tomabas impulso y pegabas un saltito, para pegar con toda la planta de las zapatillas contra el piso, con fuerza. El ruido era una señal de alarma, un grito, un disparo. Los pájaros ganaban los cielos, dejando el aleteo de sonido. Vos te girabas y festejabas, como si pudieses controlar el mundo. Venías con la mano el alto y las chocábamos. Éramos un gran equipo. Después las veíamos regresar, una a una, y se reacomodaban en el tendido. Como si fuera parte de un juego, no volvíamos a molestarlas. Al otro día, las veríamos volar de nuevo. Vos no lo sabías, pero, en esos días, cuando dormías, yo me la pasaba escribiendo. La mayoría de esas cosas hablaban de vos y de tu hermana; de cómo hacíamos las tareas, del diente que se te había caído, de cómo construimos con pedazos de cartón una pista de carrera. Y me puse a escribir un poema. Un poema sobre vos y las palomas. En realidad, sobre la complicidad. Sobre las cosas que hacemos, que tienen una sola persona que las puede entender. La poesía, que no era buena, me hizo pensar sobre qué opinarían las palomas de nosotros. Y tuve la sensación de que en verdad, ellas nos tenían compasión. Que<br>no eran tan boludas como pensábamos. Que sólo podían espantarse y volar porque querían que nosotros nos quedáramos contentos. Qué buenos bichos. Tan nobles. Seguro habrán pensado “pobres diablos”, todo el tiempo preocupados por sus rutinas, por sus encierros. Pero un día, cuando llegamos al baldío, el cable estaba liviano, sin el peso de los cuerpos amuchados. Entonces vos preguntaste dónde estaban las palomas y yo no supe responder. A pocos metros, bien adentro del campito, había un grupo de hombres jugando a las bochas. Porque antes de ese tiempo, la gente se juntaba en los parques y en los descampados, y pasaban las tardes charlando, tomando mates o jugando a chocar bolas pesadas con sus manos. Los vimos agacharse, dar unos pasitos lentos, doblarse hacia delante, apuntar, reírse con fuerza, festejar. Y supuse que venían escapando de otros lugares, buscando algo más escondido, no tan expuesto. Me acuerdo que pensé en hombres de ojos achinados jugando a las bochas, en sitios donde en vez de palomas había murciélagos. Y se me vino a la cabeza la imagen de esos bichos atravesando el cielo, ahuyentados de furia, como una nube negra que dejaba el campo y se metía entre ancestrales edificios. ¿Sabías que a tu abuelo nunca le gustaron las bochas? Jugó de joven en algún asado, como todos. Pero nunca fue de ir a mezclarse a un campito o un torneo con la gente del pueblo. ¿Sabías que nunca salí a caminar con tu abuelo? ¿Y que en esos tiempos estuve más de seis meses sin verlo? Cuando vos te preguntes qué hiciste en esos días, porque no te acordás de nada de lo que hicimos, tenés que saber que hemos caminado esas cuadras vacías hasta el baldío, sin apuro, esquivando las líneas de las veredas, juntando las bayas. Y volvíamos contentos. Me da mucha pena imaginar que ya no queden cables ni pájaros. Pero si tenés la suerte de encontrar alguna paloma posada en la rama más débil que haya quedado, lleváte el dedo a la boca, acércate despacito, sin hacer ruido. Tomá impulso y bajá pegando con toda la planta de las zapatillas sobre el piso. Ellas te van a estar esperando. Si salen volando, vas a comprobar lo que te cuento. Vas a darte cuenta de que en ese mundo que te ha tocado, hay algo que todavía sigue funcionando. Y si cuando veas a las palomas volar empezás a notar en tu cara que se mojan tus mejillas, vas a poder sentir lo mismo que siento ahora, mientras escribo este último texto de los días de invierno, y te veo a mi lado, jugando, arrastrando unos autitos de cartón en el suelo.