De literatura y de límites: «El agua en todos lados»

La reflexión sobre la obra, los límites, el trayecto, la identidad y la mirada. Mauro Gentinetti bucea en El agua en todos lados con motivo de su presentación en San Francisco, Córdoba.

Si tuviera que trazar la geografía que enmarca El agua en todos lados, la novela publicada por Falta Envido Ediciones en 2022, podría decir que con el Festival de Poesía “Mate Cocido con Tortas” de San Francisco (Córdoba), comparte una misma región. A lo largo del texto aparecen nombres de lugares que bien podríamos erigir como mojones del territorio donde se desarrolla la historia, un territorio que podría resultar conocido para quienes recorren la Feria y asisten a las actividades, y aún más cercano para muchas personas que, provenientes de esa región, habitan esta ciudad. 

Pero la presencia en el libro de gringos, de campos, de rutas, de pueblos, de ciudades y de cierta forma de habitar esos lugares, hace que esos límites de lo que llamamos región se vuelvan un poco más difusos, a tal punto de extenderse sobre la generalidad de lo que conocemos como la pampa gringa. Y el término parece abarcar, no sólo a San Francisco, sino a una amplia zona donde resulta difícil encontrar los límites que la diferencia de otras regiones. ¿Dónde empieza y dónde termina la pampa gringa? 

Sentado frente a la costa santafesina, un personaje de Juan José Saer hace un interrogante similar. En “Discusión sobre el término zona”, y ante la sentencia de Pichón Garay, que se va a ir a vivir a Europa y dice que va a extrañar, Lescano postula que, en realidad, no hay regiones. “¿Dónde empieza la costa?”, pregunta. Y argumenta: “¿hay algún límite entre la pampa gringa y la costa, un límite real, aparte del que enseñan los manuales?”. Lescano sólo admitiría que se trata de una región diferente si hubiese la posibilidad de marcar un límite con precisión. Pero esa posibilidad no existe. Y concluye: “toda línea divisoria es convencional. Por lo tanto, no hay zonas”. 

¿No hay regiones entonces? Si esto es así, ¿dónde sería correcto situar, por ejemplo, a El agua en todos lados? ¿Cómo nombrar su lugar de pertenencia, que para algunos lectores es tan clara, a tal punto de dudar que lectura pueda ser la misma sin tener la experiencia del territorio? ¿Hasta dónde se podría estirar esa línea para que se produzca la emoción que, como obra literaria, busca provocar? 

En una noche de inundación, de esas que cíclicamente se presentan, un gringo de campo para en la ruta con su camioneta y decide ir a encarar a unos tipos que están tapando una alcantarilla por donde desagotan las aguas de sus tierras. Una ficción inspirada en rumores de redacción de diario y comentarios de pueblo. En cómo se resuelve ese impulso nocturno, se reduce el conflicto de toda la historia. Flotando sobre la corriente de ese caudal que no se detiene, hay una búsqueda por exponer qué hacemos con todo lo bueno y con todo lo mal que heredamos, con el odio y la violencia cuando forma parte de cultura y con lo que hacemos con los mandatos sociales que rigen nuestras existencias. 

¿Son acaso los habitantes del oeste santafesino los únicos capaces de comprender las lógicas que mueven la vida de estos personajes? ¿Podríamos sumar a los del este cordobés? ¿Dónde empieza y dónde termina el este? Si le diéramos la razón al personaje de Saer, deberíamos valernos de otras cuestiones para delinear la región de la novela. 

Para el escritor cordobés Federico Falco, podríamos rastrear ciertas líneas en común entre las poblaciones más pequeñas que se diseminan por el llano, independientemente de su provincia o cercanía con determinado punto cardinal. Como si pueblo y llanura trazaran el contorno de una misma región. 

En un pueblo, dice Falco en Los llanos, todos somos una biografía, una hilera de fotos, un hilo y la identidad está pegada a tres o cuatro momentos en la vida. Desgracias, accidentes, encuentros, profesiones, amores, nacimientos, logros, anécdotas divertidas y anécdotas tristes. El gringo que construyó la capilla; la mujer que ganó la lotería; el muchacho del cable local; la piba que dejó su novio para irse a vivir a la ciudad; los padres de la nena que murió en la pileta; Los chicos que pintaban huellas blancas por las calles para que todos creyeran en la llegada de OVNIs. Puntos unidos por líneas en medio de la llanura, entre el viento, el sol y las tormentas. 

Para Falco, el territorio está compuesto no sólo de un terreno plano, interminable, sino también de “huellas”. Huellas de cuerpos a lo largo de un montón de noches y de días. Y de cambios en la dirección de esas huellas, que a veces contradicen nuestro andar. Algo que en el pueblo, no se suele perdonar. “¿De qué me viene a hablar este, las cosas que hacía cuando era pibe…?”. 

En esa geografía, las huellas de los personajes de El agua en todos lados pueden vincularse a un mapa más grande de huellas, de esas que suelen acompañar a la gente de pueblo, gente que en medio de una existencia plana, sin sobresaltos, sólo cuenta con dos o tres momentos en su vida para trascender. Y aquí sí las fronteras de la región parecen expandirse. 

Es en esta zona ampliada donde el agua se hace presente y se convierte en un elemento central de la novela. En general, el agua no se lleva bien con los límites. Permanentemente los tensiona, se burla de ellos y los corre. “Donde antes pasábamos la trilladora hoy cazamos patos”, se puede leer en uno de los capítulos. 

En su relación con el hombre, la condición natural del agua es la del desborde latente, la del peligro de poder atravesar y romper todo aquello que busca contenerla. Y cuando eso sucede, desata la angustia y la furia. Y toda reacción de las personas se vuelve insuficiente. Sólo queda resignarse y volver a empezar. Hasta la llegada de la próxima inundación.

Nuestros cuerpos están compuestos en un sesenta por ciento de agua. Es una masa líquida que tampoco se rinde ante los límites. Por el contrario, la pulsión por desbordar todo aquello que creemos tener controlado, puede convertirse en una noche de lluvia, en un deseo incontrolable y llevarnos a cometer los actos que siempre hemos tratado de evitar. 

En el fondo de este paisaje de región, de pueblo, de llanura y de agua, la novela fija sus límites en el lenguaje. “Los límites del lenguaje son los límites de mi mundo”, decía el filósofo Ludwing Wittgenstein. En su travesía nocturna el personaje principal de El agua en todos lados regresa de una reunión con un empresario de la ciudad que le quiere comprar el campo inundado. Es la única ocasión en que se vale de las palabras para tratar de arreglar las cosas. Y el resultado no es el mejor. Después, cuando las palabras no alcanzan, la respuesta suele ser brutal y violenta. Una bolsa tapando una alcantarilla, un vehículo a toda velocidad, un disparo en la oscuridad.

Entendido de esta manera, el lenguaje se convirtió también en un desafío para una narrativa que pretende develar ese mundo que se esconde detrás de lo que se dice y de lo que se calla. ¿Cómo habla un gringo? ¿Cómo lo hace su abuelo? ¿Quién es hoy un “gringo”? ¿Les gusta a las nuevas generaciones esa denominación? ¿Cómo se nombra a ese paisaje? ¿Qué se dice del agua, de la tierra, de las personas? 

Bajo esta premisa de pensar a la literatura y los límites, podría decir que el personaje de la novela se debate entre cruzar los límites o dejar que otros lo crucen. Dicho de otra manera, entre no cruzar los límites o impedir que otros lo hagan. En torno a esto, lo que la escritura propone problematizar es cuáles son las acciones que podemos controlar, contener, y cuáles no. En todo momento Martín Cometto cree que está en sus manos la decisión de optar por una de las opciones que se le presenta, tal vez sin darse cuenta de que, por debajo de sus pies, el agua ya viene erosionando desde hace tiempo. 

San Francisco tiene en su trazado de referencia una línea divisoria que es muy llamativa. Lindante con la localidad santafesina de Frontera, sólo se encuentra separada por una calle, de forma tal que el cruce peatonal entre ambas constituye un salto de una jurisdicción provincial a otra. 

El camino interprovincial, una avenida sumamente concurrida, sería un verdadero problema para Lescano, el personaje de Saer. Una línea divisoria perfecta, que separa no sólo dos ciudades, sino también a Santa Fe de Córdoba. Aunque no dejaría de ser una demarcación caprichosa: las personas que hablan con tonada no están de un solo lado. 

Para quienes solíamos visitar la ciudad de chicos, esa era la entrada más conocida, sobre todo, para evitar el tránsito por la ruta nacional 19. De jóvenes también solíamos recorrerla cuando veníamos a bailar. Pero moverse por los límites suele ser peligroso. 

Había sido demasiado domingo para ese verano en el pueblo y con dos amigos decidimos viajar a tomar una cerveza. Lo haríamos con la plata que capturamos de nuestras casas. Sin tener esa escapada en los planes, apenas nos alcanzaba para una cerveza. Media hora de viaje, una birra y volver. 

Éramos tres. Uno de ellos tenía una moto. La única moto. Tres tarados en una moto cien cilindradas. Emprendimos el viaje en medio de la noche, tarde, por la ruta 19 y sin tener en claro, ni siquiera, si íbamos a encontrar algún bar abierto. 

El interprovincial se nos abrió despojado de movimiento vehicular. De los tres que estábamos en el asiento, yo ocupaba el último lugar. Tal vez fue por eso que no escuché la advertencia de la vía que se le vino encima al conductor sin darle tiempo de aminorar la marcha. Por el contrario, atinó a acelerar un poco más, para tratar de hacer (inentendiblemente) el salto más liviano. Sentí el impacto bajo mis piernas, el sonido del aire escapando por el neumático y el inicio del zigzagueo. Íbamos de un lado a otro, como si estuviéramos en una pista de patinaje. Me sostuve fuerte, tratando de que mi cuerpo también dejara de bambolearse. Estábamos tan apretados que, si llegaba a perder el equilibrio, el resto de los acompañantes correría la misma suerte. La secuencia habrá durado unos segundos. Todavía lo recuerdo como si hubieran sido horas de sacudón ininterrumpido hasta que lentamente empezó a frenar y se detuvo. 

El susto no tuvo demasiado tiempo para instalarse con toda la severidad del caso. Recién ahora, con hija e hijo de por medio, lo puede ver así. Pero, en ese momento, se nos vino un dilema no menor: qué hacer parados en el interprovincial un domingo a la medianoche con el dinero suficiente para una sola cerveza. 

Me acuerdo que uno de ellos propuso ir hasta una estación de servicio, sobre la avenida. Sin embargo, por algún motivo, creímos que la mejor opción era ir a despertar a mi tío Nino que, a varias cuadras de ahí, podría llegar a ayudarnos. 

Caminamos con la moto desde el interprovincial hasta calle Mendoza. Fue como caminar hasta la provincia de Mendoza. Mi tío era mecánico y tenía una habitación en la terraza donde me refugiaba cada vez que los visitabamos. Siempre soñé con tener un dormitorio como el de esos primos. Me hubiese gustado mostrársela a mis amigos, para que vieran cómo se veía desde ahí la ciudad y para que pudieran dimensionar lo que vivíamos ahí arriba cuando daban las doce en cada Navidad. Pero esa noche era muy tarde y mi tío Nino nos atendió en la puerta, en calzoncillos. Por supuesto que, al principio, se asustó un poco. Después nos ayudó de la manera que mejor podía hacer: nos dijo dónde encontrar una gomería abierta. No sé qué otra cosa esperábamos que hiciera. 

Nos mandó a Garibaldi y Ruta 19. Para nosotros fueron como cien cuadras. Fuimos empujando la moto por turnos hasta llegar a un galpón oscuro ubicado a un costado de la estación de servicio del lugar. Los playeros insistieron en que golpeáramos con fuerza la chapa, hasta que logramos que apareciera el gomero. Nos arregló la pinchadura, le dimos toda la plata que teníamos y pusimos en marcha el regreso. No llegamos ni a dar una vuelta por el centro.

Cansados y con frío llegamos al pueblo con la sensación de haber vivido una aventura, una chiquita, de la que podíamos permitirnos. Coqueteamos con los límites: geográficos, familiares y de cuidado. Estuvimos a un sacudón de sumarnos al mapa del llano como los tres babachos que se rompieron la cabeza en el interprovincial. La suerte estuvo de nuestro lado. Un tiempo después, mi tío Nino se fue a vivir al sur y murió de viejo hace algunos años. Jamás le contó a mis viejos lo que hicimos ese verano.


  • Este texto fue leído en el Festival de Poesía “Mate cocido con tortas” el 18 de agosto de 2023 en San Francisco (Córdoba), con motivo de la presentación de El agua en todos lados (Falta Envido Ediciones, 2022).

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