Voy a empezar como nunca debe empezarse, y les pido disculpas por adelantado, pero con suerte en algún momento van a encontrar el sentido. Voy a empezar hablando de mí.
Se trata de una anécdota de mi infancia, con mi papá, que ya no está. Yo tenía entre cuatro y cinco años, el recuerdo es nebuloso, pero sí me acuerdo bien de esto: era un momento que teníamos especialmente de noche, la hora en que, como todos los niños bien lo saben, los monstruos andan sueltos. Era un ritual que ya no necesitaba palabras, simplemente bastaba que yo me acercara a él, que en ese momento podía estar mirando un partido o sacando cuentas en la sala de estar, y cada uno ya sabía lo que tenía que hacer. Acercábamos nuestras frentes hasta que casi se tocaran y él con sus manotas y yo con mis manitos, nos cubríamos las caras por los costados, hasta que tapábamos lo más que podíamos el ingreso de la luz. Era nuestra cuevita personal, una cuevita con techo de manos y piso de mentones que no duraba mucho, unos pocos segundos: lo que la respiración podía aguantarse.
Pero era para mí toda una garantía: por efímero que fuera, en ese instante mi papá era mío y de nadie más, y, sobre todo, era un momento de sentirme invencible. En esa guarida nada podía pasarnos, estábamos juntos y seguros, escondidos artificialmente del mundo y, por lo tanto, a salvo de todo.
Bueno, ya está, me decía él, y despacito se apartaba, y de nuevo volvía al mundo del fútbol o de las cuentas. Y mientras mis ojos se acostumbraban de nuevo a la luz de las lámparas, yo ya extrañaba la intimidad de nuestra cuevita. Pero a la vez me sentía confiada y fuerte para enfrentar los monstruos de la noche.
Cuento esto en realidad para decir esto otro: yo no recordaba nada de eso, ni el
paréntesis que hacíamos con las manos, ni todas las emociones que ese simple gesto despertaban en mí, hasta que leí Musha. Mientras me dejaba atrapar por la novela de Gabriela, me encontré de frente y sin retorno con un sentimiento que había perdido con la infancia y la inocencia. Pero cada vez que Musha agarra de la mano a su papá o lo recibe con un abrazo yo encuentro ecos de aquella cuevita que tenía con el mío.
Musha, con pinceladas simples, pinta un mundo interior complejo y capaz de desempolvar muchas emociones de las telarañas del olvido. Que, sí, es la historia de una pequeña y su familia, pero luego también, en diferentes niveles, es la historia de cada lector, la de su entorno, la de nuestra provincia y nuestro país, la de nuestros horrores y nuestros miedos, pero también la de nuestras formas de plantarles cara y de resistir esos miedos.
En poco más de 100 páginas alguien puede traernos de vuelta el recuerdo de aquellas noches en que, pese a todo, un gesto nos hacía sentir seguros e invencibles, ¿qué más se le puede pedir a ese autor y a esa trama?
La maestría de Gabriela está en mostrarnos el terror, pero también en señalarnos la esperanza.
Musha es una nena tierna, inquieta y con atrevimientos simpáticos. La queremos en el mismo instante en que nos la presentan, y es una suerte que eso pase porque será de la mano de ella que nos adentraremos en la cotidianidad de una familia que transita la Argentina de los 70, la de la dictadura cívico militar. Sin embargo, esas referencias (dictadura, años 70, militares al poder) no son siquiera mencionadas explícitamente: las vamos descubriendo a partir de lo que hacen y dicen en su día a día los personajes, pero sobre todo en lo que dejan de decir y de hacer.
Aunque todos conozcamos hoy lo que pasó, la magnitud del horror y las heridas que seguimos curando, Gabriela se las ingenia para abstraer a Musha de todo eso, para conservarle su inocencia de niña aún cuando es su propia familia la que está en la mira del gobierno de facto. Y eso es un alivio y un bálsamo para el lector, que transita por el camino más pedregoso de la historia nacional guiado por una niña pícara, fanática del circo y de los bombones de chocolate: la anfitriona perfecta para deslizarse en ese pasado doloroso sin salir tan lastimado.
Ahora bien: que Musha lleve en la trama la responsabilidad de la ternura y la candidez, no convierte a esta novela en una versión edulcorada ni ligera de los hechos. Todo lo que tiene que decirse está dicho. No solamente a la coyuntura histórica, que ya es un signo bastante pesado, sino que también el texto aborda otros dramas: altibajos en el matrimonio protagonista, relaciones de amistad empañadas por ciertas sospechas de engaños, angustias propias de los personajes, entre otras cuestiones.
Y también hay humor: en medio de las tragedias a grande y pequeña escala, la autora encuentra rinconcitos para hacernos sonreír. Otra vez su sello y su destreza: mantenernos cuerdos y conformes en pleno mandato del espanto.
Y hay otro ingrediente, tal vez más sutil, espolvoreado desde la primera hasta la última letra de “Musha”: una pulsión de lucha. Es un libro escrito para contar una historia, claro, quizás para contar la propia historia, eso ya se lo preguntaremos. Pero sea como sea, se adivina a la par del relato una especie de purga, de purificación, de antídoto. Detrás o en el fondo del mundo de la pequeña Musha, de su hermana Victoria y sus papás Julia y Guillermo, de su embelesamiento con el gigante del circo, de su travesura en el salón de la modista Elsa, de sus comentarios irreverentes y en los momentos menos pensados… detrás o en el fondo de todo eso, hay una voz que pelea para ser escuchada y para estabilizarse, una herida que ve su posibilidad de sanar (o lo más parecido a eso) y no quiere desaprovecharla.
Hay una síntesis de esto en uno de los fragmentos del libro, en uno de los tramos más angustiosos, cuando el papá de Musha traslada en su avión sanitario a una mujer que, pese a tener el 80% de su cuerpo quemado y en carne viva, viaja consciente. El piloto interpreta eso como una crueldad: por qué no dormirla, por qué no anestesiarla y abstraerla de la calamidad de su propio cuerpo.
El médico a cargo le explica: “a pesar del dolor, una persona consciente lucha, porque de alguna manera el dolor nos mantiene vivos. La teoría es bastante simple, pero funciona: si uno sabe por qué vivir, encuentra cómo”.
Musha es una obra que constata el dolor de quien la ha creado, pero también es la respuesta de la autora a por qué y cómo mantenerse lúcida.
“Mamá, ¿yo también soy subversiva?”, pregunta en un momento Musha, después de oír una conversación que no debería haber oído.
Todos sabemos qué carga tiene esa palabra, subversivo, en nuestro tiempo y nuestro espacio, pero propongo el ejercicio de despejarla de esa referencia y enfocarnos en su concepto llano, es decir, para definir a aquellos que tienen la capacidad de subvertir algo, de trastornarlo o hacer que deje de tener el orden normal.
Entendiéndolo así, Musha, el libro no ya el personaje, sí es subversivo. Primero, porque supera la inercia y crea algo allí donde no había nada: una historia bien narrada, bien llevada; mejor todavía: una historia nacida y sostenida en Tucumán, aunque con conceptos y efectos universales.
Musha además subvierte el orden porque, en estos tiempos llenos de profetas y dueños de verdades absolutas, no se erige prepotente ni voz única: viene a abrirnos una de las tantas puertas, a mostrarnos uno de los tantos mundos; lo hace de manera sólida y sin titubeos, pero no impone ni adoctrina nada.
Cuela con naturalidad la ternura, el amor, la solidaridad con las diferentes caras del miedo; ante un plan gubernamental de muerte y espanto, se anima a arrojar luz y calidez. Díganme si no es subversivo ese gesto: enarbolar la esperanza en un mundo putrefacto.
Como los aviones que maneja el papá de Musha, Gabriela es la hábil piloto de esta historia que en pocas palabras contiene el mundo. Como la tripulación de Guillermo a veces, los lectores también nos preguntamos si vamos a sobrevivir a las turbulencias, si la tormenta no será muy brava, si este avión va a poder llegar a destino.
La mano firme, el nervio controlado y el corazón abierto: Bosso conoce la ruta y, aún en medio de sus propias neblinas, nos entrega un planeo ducho y un aterrizaje suave.
El punto final sobreviene, las luces de la cabina se encienden y, mientras nuestros ojos se acostumbran de nuevo a la claridad, los lectores ya extrañamos la intimidad de esa cabina-libro, de ese libro-cuevita, en el que, como tantas otras veces, una buena historia nos acaba de salvar del mundo.