Respirar y sentir: «Tiempo que brota» de Gabriela Duguech

“La poesía parece / escribirse / en los márgenes / de lo importante / de lo obligatorio / de lo urgente / de lo conveniente / de lo correcto / de lo usual // Y de tanto / bordearlos / los altera / los despunta / los integra / los construye / los hace visibles // Y el mar del lenguaje / produce un tsunami / silencioso / que empuja / todo / a otro lugar”.

Nos dice Gabriela Duguech en Márgenes, uno de los poemas que integran Tiempo que brota. No hay mejor forma, a mi parecer, de ingresar a este libro. 

Tiempo que brota es el segundo poemario de Gabriela, en la tapa, una foto tomada por la propia autora nos abre el camino. Cruzando el río Queñi, Parque Nacional Lanin, allá por Neuquén, cerca de Chile. La poeta nos anticipa ya desde la tapa dos cosas, por un lado, el recorrido: el desplazamiento, el cruce. Y, por el otro, la temporalidad: ese fluir que no corre, sino que brota; como dice uno de los epígrafes que hacen de antesala al cuerpo poético.

Este libro se expande como un abanico de diversos pliegues, cada uno de ellos toca una cuerda distinta, una nota diferente acompaña a la anterior y a las otras, se amalgaman aún en sus diferencias. 

Aquí lo poético late en lo cotidiano, en el detalle, lo percibimos al correr el velo que la autora nos deja al pie de algunos de sus poemas, nos cuenta como al pasar: “Al recibir el piano maltratado en la mudanza”, “Luego de reanimar a un pajarito que chocó en mi ventana”, “Ante el encuentro de mi carpeta de primer grado que mi madre guardó”. Nos hace partícipes así de la creación, nos inmiscuye al motor desconocido, al impulso que dio frutos. Somos cómplices, de alguna manera, recargados en el marco de una ventana, vemos con sus ojos.

Hay entre estos pliegues abiertos, también, la marca de la genealogía: el padre, la madre, el bisabuelo y su esposa Marcelina, los abuelos libaneses, la hija. Un árbol que se conforma desde el verso y nos quita una capa de esta voz poética cada vez más desnuda y transparente. Late también la marca de los cercanos, de los ausentes, de las injusticias, de las muertes, de la violencia, del asombro.

Este sujeto imaginario, flaneur que se desplaza por las calles, dice: “Cuando camino entre las sombras / y ellas desprevenidas / me dejan pasar / aguzo mi oído”. Transita los espacios urbanos, mira a las vendedoras de jazmines en la plaza, a la pluma clavada en la tierra en una primavera de fuego. Esa voz se extiende y se desborda, salta la calle, deja la plaza donde encuentra a otros y a sí misma y viaja, brinca en el mapa: de Buenos Aires a Barcelona, de la Sierra del Horconal a Purmamarca, en Jujuy y de allí a Neuquén y así. Se desplaza y nos lleva consigo. Va develando sus trayectos, su bitácora inquieta. 

Mira y reflexiona, respira y siente. 

“La poesía es / un jardín donde / prevalece la siembra”. Nos poetiza y se encadena con lo natural, se enlaza a la lluvia, las aves, el bosque, el rio, las naranjas agrias. Admira esa naturaleza y desea la libertad, su desapego, su temporalidad.

Como cisura al centro de este cuerpo, un Dossier que abre y cierra sus puertas con dos dibujos de la poeta de cuando tenía cinco años. Un mosaico de poemas breves se disponen como una rayuela que nos impulsa de salto en salto, de izquierda a derecha una y otra vez. Al cerrarlo dejamos atrás ese paréntesis que en la corriente fue una brisa, un reverso que se integra y juega. 

La voz poética de Gabriela la va descubriendo, en capas, como dijimos, cada una que se corre nos va transparentando a la poeta, su mundo, su historia, su recorrido. Qué la conmueve, dónde se detiene, qué nos dice. Dónde habita. Leo:

“Cómo levantar / esta casa / que no tiene techo / que no tiene puerta / ni ventanas / ni suelo // Que no tiene vigas / columnas / rosa de los vientos // Pregunto / pregunto / pregunto // cómo levantar / esta casa / que sin embargo / me habita / y por las noches / sueño. Les invito a desplegar el abanico de Tiempo que brota y descubrir en este libro a la poeta.

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