Alan Talevi, Hilo rojo y serbal
Erizo Ediciones, agosto 2024, 140 pág.

¿Cómo reescribir la propia obra? ¿Cómo retomar aquello que se abandonó para que sea de los otros? Con esta novela, Alan Talevi parece darse una respuesta, ya que en sus páginas retoma uno de sus mejores cuentos para obtener un relato mayor en el que los personajes no dejan de ser quienes fueron durante el flash de la narración breve y, sin embargo, se muestran de cuerpo entero ante el lector, en otro plano y otra clave.
En el texto fuente, el protagonista visita todos los días a Clara, su novia en estado vegetativo. Ambos le deben su situación actual al accidente que tuvieron juntos, siendo el saldo una deformidad en el rostro de él y una internación domiciliaria para ella. El ambiente es tenso, extraño, sórdido, ya fuere por el siniestro en sí, como por la diferencia de clases que existe entre esa familia anglo-patricia (poseedora de una mansión solariega y decimonónica) y el visitante. No sabemos si se le permite el acceso por decoro o para profundizar su culpa y sufrimiento, lo cierto es que su presencia altera la casa y la situación de Clara, quien habla y no habla, calla y no calla, exige y se brinda.
La novela no precede ni continúa ni desfigura el cuento, sino que lo amplía, pero en términos de volumen, como si pudiera expandir su recuadro en profundidad, como un proyector. De lo que se trata es de montaje: el relato breve contaba con menos fotogramas, y la novela, manteniendo los del cuento, incorpora nuevos sin superponerlos ni contradecirlos. Así conocemos la infancia del protagonista, su vocación científica (como contrapartida de la brujería de su madre), el primer encuentro de él con Clara —uno de los capítulos más salientes—, el silente escándalo de su relación, el marco del choque en moto, el después del después del accidente, la figura gótico-victoriana de la suegra, hasta desembocar en un final que pasa a sostener como luz de eclipse toda la historia en un tono fantástico.
El oficio narrativo es notorio, ya que el retratamiento de las piezas se da sin ninguna abolladura ni mella, todo fragmento original vuelve a ser encajado como si hubiese nacido con un pie en cada orilla. Como dice el protagonista: «Le doy mi parte de calor y es ahí cuando se vuelve dócil. Uno tiene que intentar trabar amistad con los materiales que trabaja. En el peor de los casos, si eso falla, se los doma, pero la fuerza debe ser el último recurso.» De esta manera es viable que ese material, diseccionado, genere a través de sus partes un cono de sombra que conforme un corpus distinto y, también, que el ojo sea capaz de retraerse sin perder foco y así obtener, como el dios de Leibniz, una visión panorámica que incluye el ínfimo punto en el que había estado sumido.
Este desplazamiento permite encontrar la historia detrás de la historia. El cuento, entonces, no actúa como germen de la novela, tampoco como una costilla que cobrará entidad propia. A diferencia de textos que se desprenden y siguen su suerte por sobre su corpus (Ante la ley, Diario de un seductor, El gran inquisidor, etc.), la novela se presenta como el más allá de lo evidente donde una historia se torna otra. La bestialidad y oscuridad insinuadas como ocultas en cada personaje se ahonda, se justifica, se articula con la revelada en la novela. Lo fantástico actúa como napa de una superficie realista en la que no ocurre nada extraordinario hasta que la historia madre se deja entrever. Por eso las proyecciones son el leit motiv de la novela. De la madre al hijo, del hijo a la pareja. Del ocultismo a la ciencia, del amor al odio. Del apellido a los miembros, de las sectas a los hechiceros. De la invocación a la escucha, de la planta al cuerpo. La riqueza proviene de ese entrecruzamiento de conos mientras la trama avanza. «Tengo tres caras: la cara que dejé en el asfalto; esta, mi cara desnuda; y mi cara oculta por la máscara», se dice el protagonista reconociendo la proliferación de este poliedro en sí mismo. La estructura de la novela se transforma en un Argos a-coral que sostiene lo clásico del género: el tema es que durante el pasaje del inicio al desenlace uno escucha ese murmullo de párpados abriéndose y cerrándose, y cada tanto desvía la mirada y los ve.
