Cada sutura pertenece a una herida ajena y ancestral. La niña que había sido eran todas las mujeres que habían llegado, como ella, a ser parte de una única raíz que daría frutos rebeldes y transformadores. Era Eva en la herida sangrante del vientre obligado a parir los padres del mundo. Hipatia y su degüello temprano. Flora, Olimpia y su amor emancipado. La Rosa Roja, la Malinche, la Victoria Romero. Las heridas en el cuerpo de una mujer atraviesan los tiempos. Son la herencia del dolor. Dolor que es uno, y sangra. Me probé al menos diez vestidos de comunión esa tarde. Blancos, bien blancos le gustaban. Al final no lo elegí yo. A vos también te gustan los vestidos bien blancos mamá. Vas a estar contenta. Ya te veo la cara. Yo también me imaginaba así de blanco cuando volvía a casa después de catequesis. Sobre todo después de confesarme. Blanca. Muy blanca. Así me imaginaba. Por eso llegaba a casa y me bañaba. Horas enteras me bañaba. Pero igual me seguía viendo blanca. Vos querías verme de blanco, pero yo no. Caminé al altar, me desmayé. Fue la emoción mamá. Su cuerpo. El cuerpo de Cristo. Fue demasiado. Demasiados cuerpos para una nena de nueve años. Ya no podía, mamá. Tuve que tragarlo igual. Meterme otro cuerpo. Y otro. Y otro. Ya ni siquiera soporto el mío. Cómo voy a hacer con este que ahora se alimenta de mi sangre. Sigue creciendo aunque yo no quiera. Dejé de comer, pero igual está ahí. Lo siento moverse, me invade. ¿Podemos dejar de ir a la iglesia, mamá? Ya no quiero confesarme. Quiero dejar de sentirme blanca. Limpiarlo. ¿Decís que él también es mi padre, mamá? Entonces es como Dios, ¿no? Porque es mi padre y el padre de este cuerpo que me crece. Es el Padre del pueblo. El padre de todos. Qué se sentirá poder ser el Padre de todos... Él me eligió el vestido, mamá. Yo no quería. No me gustaba. Pero me dijo que a vos te iba a gustar. Que él sabe que te gustan los vestidos blancos. Que te conoce como a mí. Yo le dije que no. Que no me gustaba. Pero él igual hizo que me lo probara. Me hizo poner el vestido antes de la comunión. Yo no quería ensuciarlo, me dijo que no importaba. Que después me iba a confesar. Hace poco intenté usar de nuevo el vestido blanco, pero no me cerraba. El cierre se me atascó en la espalda, y me largué a llorar. Cuando viste la herida, y te dije que no era nada, era mentira. Me estaba sangrando, aunque no lo notases. Me ardía. ¿Qué hago con la herida, mamá? ¿A vos te duele igual que a mí? Yo no sabía que vos también tenías un vestido blanco. Que lo habías usado con el mismo padre. Que a vos también te confesaba. ¿Tuviste miedo mamá?, antes de usarlo, en tu comunión. Este cuerpo, si es niña, no va a usar un vestido blanco. No va a ir a catequesis, ni a confesarse. No quiero que tenga que suturarse, mamá. Me dijo que si quería que mi niña no tuviera que usar un vestido blanco, yo tenía que volver a confesarme. Le dije que no quería, y que a Dios tampoco le iba a gustar. Me dijo, Yo soy Dios.
Pía Cabral nació en 1977 en Catamarca. Es periodista y comunicadora. Escribe en Página/12 a través de Catamarca/12. Integra el movimiento Eulalias/Comunicadoras Feministas Catamarqueñas, junto a quienes fue una de las autoras colectivas del libro Relatos que rompieron el silencio, historias reales de mujeres catamarqueñas atravesadas por situaciones de violencia. Publicó Del pan y los peces en 2020.
2 ideas sobre “«Un vestido blanco» de Pía Cabral”
yo soy dios, que luminoso y hermoso!
Desgarrador !!!
Desmitificador…
Valiente.
Gs. Pía.
Celebro tu talento y tu coraje.
Te abrazo.