Esta última cobardía, de José Luis Astrada, está organizado en tres partes: ‘Infierno iluminado’, ‘Rutinas’ y ‘Eras vos’. Imagino que cada grupo de cuentos corresponde a tres momentos creativos más o menos diferenciados. Quizás, porque es un libro que se fue gestando durante años, como indica Víctor Aybar en el prólogo, y porque en el profuso mundo interno de su autor (me consta) hay un vasto lugar para la memoria de los buenos libros leídos, el amor por la filosofía, por el cine, por la historia y una experiencia de vida en la que caben la literatura universal y un pueblo que ya no existe, autores catamarqueños descubiertos en el recorte de un diario, bajo la luz de un mechero, un patio de tierra, un tunal y una formación académica que es posterior a la lectura de todos los libros que tuvo que estudiar.
Conozco a José desde esas épocas. De hecho, estudiar Letras es lo que posibilitó que nuestros caminos se crucen, como por un misterioso conjuro de los dioses o algo por el estilo escribiría él, posiblemente. Es que fue un encuentro importante. Eran unas épocas críticas, en las que buscábamos, desesperados, algún salvataje y hallamos el de las palabras; las que consuelan, las que dan sentido y él tenía (desde tiempos anteriores, desde siempre) la habilidad de correr los velos de las cosas del mundo a través de las palabras.
Esta es la primera vez que alguien me pide que presente un libro y encontré en estos cuentos algunos ecos de quienes éramos entonces. No podía omitir esta advertencia, querido lector. Por lo demás, estoy absolutamente desinformada de los marcos teóricos pertinentes o los mandatos de los grupos literarios, si es que algo así existiera por estos tiempos.
Si bien el orden que sigue el libro es el que mencioné al principio, elijo comenzar este comentario por los cuentos de ‘Rutinas’. La simple razón es que aquí están mis dos cuentos favoritos: “La veloz quietud” y “Duerma calentito”.
No sé si es la pureza del dolor que retratan, ese que se da en el frágil equilibrio de un día cualquiera. O quizás es la insospechada ternura colándose por el último resquicio, a pesar de todo. Sólo diré que en la conmoción genuina que me han provocado, encuentro la urdimbre cuidadosa de una materia demasiado verdadera.
Además, en ‘Rutinas’, aparecen unos paisajes y unas voces que me resultan más cercanas que las de ‘Infierno Iluminado’. Más que unas voces, diríamos unos silencios. Los silencios de los hombres (por caso, norteños) que solo pueden ser descriptos porque no aprendieron ni a sospechar los nombres posibles de las cosas que sienten.
Esas masculinidades presas del silencio, a veces, terminan implosionando como Leandro, en el cuento “Rutinas”; otras, desarrollan una fría indolencia, que les va acortando las distancias con la muerte. La propia o la ajena… y casi que da igual, porque mueren como viven: siendo nadie. Porque no sólo ellos son los silentes, sino que tampoco pueden ser atestiguados por los otros o, mejor dicho, son a propósito negados… Acaso la literatura de estos lares ha hecho también lo suyo, como el pueblo que la parió.
Porque no es sólo la circunstancia de la orilla. Es también que todos los amores y todas las pasiones que hay en este libro se dan entre hombres. Nada de esbeltos mancebos retozando en praderas idílicas, dedicándose poemas en secreto. Resulta que nada puede elegirse “cuando se es provinciano y pobre y puto”. De hecho, la ciudad en la que se mueven los changos estos enmarca sus historias perfectamente, con la misma indolencia y la quietud del domingo vacío, con toda su desesperanza y su escasez de belleza. Con todo su hastío.
Son changos que se juntan a chupar en una esquina, cagados de calor en la siesta, que juegan al fútbol y que garchan entre ellos a escondidas. Hablan poco, dicen las cosas cortas y torpes y, por supuesto, tienen novia, porque serán todo lo que hay que ser, aunque no logren —porque no se puede— controlar el deseo. Y en el encuentro de los cuerpos, en la clandestinidad de esos ratos, conectarán fugazmente con su esencia. Sólo ahí, sólo entonces son auténticos, porque, en definitiva, qué otra cosa somos si no, un cuerpo.
Los cuerpos. Ay, los cuerpos, en este libro. Todo lo que no dicen con palabras estos personajes se puede leer en los cuerpos, en la descripción precisa de los movimientos apenas perceptibles del que se acostumbró al encierro y a vivir en alerta, el sostenerse de una mirada, una sonrisa que se escapa, un músculo que se contrae. En la sutileza de los gestos, el autor encuentra y logra transmitir con maestría el deseo, el asombro, la develación, la conmoción, el dolor y, si es necesario, la parálisis del terror. En definitiva, la humanidad.
Así, los protagonistas de las historias de ‘Infierno iluminado’, los cuentos de la primera parte, se presentan tan humanos en el enfrentamiento con sus demonios, en sus amores tormentosos, condenados, que, si te agarra distraído, se torna casi anecdótico que sean personajes históricos.
A diferencia de los personajes que van a aparecer a partir de ‘Rutinas’, los personajes de ‘Infierno Iluminado’ son muy dueños de sus palabras. Tanto como un poeta maldito que responde a la peor afrenta contra su carne “con las palabras que encontré en las profundidades y no con gritos desde el odio”.
Y en “Babilonia”, el hombre que ha seguido al mayor guerrero de todos los tiempos por casi todo el mundo dudará: “No sé si los hombres que escriban la historia de todos dirán esta última cobardía mía. Por lo que sé, dicho por uno de los escribas de sus amigos, ya han escrito una crónica en la que dicen que yo morí”.
En Roma, un prisionero le dice a su captor que no sabe lo que quiere decir la palabra mar y recibirá una explicación tan tiernamente buscada, que alcanza para franquear los muros de la lengua y para confirmar la certeza del encuentro, a pesar de eso. A pesar de todo.
Pero ni ese poeta es cualquier poeta, ni ese que escribe es cualquier escritor, ni el prisionero es cualquier prisionero. Lo que ocurre es que José va soltando a cuentagotas, con la precisión de un alquimista los detalles, para que atravieses estas historias, según el caso, con apenas un vislumbre, alguna reminiscencia o con la fruición cómplice del que va encontrando las pistas claras a cada párrafo. Y en esto, la referencia borgeana se vuelve ineludible. Además, diría que esta es la parte más ‘cinematográfica’ del libro. Se hallan, en estos cuentos, la fotografía y la arquitectura delicada de las buenas películas.
Finalmente, en ‘Eras vos’, la cosa comienza a ponerse oscura. Estas historias van cultivando una crudeza cada vez más despojada de artificios y, con eso, van ganando un ritmo con cada vez menos contemplaciones; tanto que los tres últimos cuentos podrían tener una suerte de advertencia que, si no fuera por la evidencia del plagio, debería ser ‘cuentos crueles’. Amigos, ¿quién dijo que el mundo es justo? Y casi proféticamente, aunque el último cuento se llame “Los nacimientos”, lamento comunicarles que es directamente apocalíptico.
Y hubiera querido poder terminar este escrito con algún comentario irónico sobre los tiempos en que estos cuentos son publicados. Una quisiera creer que avanzamos. Conservar la ilusión de que, aunque sea de a poco y con algunos traspiés, fuimos convirtiéndonos en una sociedad mejor, ejemplo en el mundo de derechos humanos y mirá cuán mejores salimos de la pandemia.
De la mano de esa ilusoria percepción lineal de los tiempos, quisiéramos creer, por ejemplo, que “ya no importa” la sexualidad a la hora de contar historias o simplemente de andar en este mundo.
Y, sin embargo, ¿Cuántos libros hay que cuenten las historias de los hombres que aman a otros hombres en este valle y en los valles que se parecen a este? ¿Cómo son las vidas de los hombres que aman a otros hombres o de las mujeres que aman a otras mujeres, en este mundo en que cada día parece que te despertaras con resaca y en una interminable espiral descendente?
“Lo que te da terror te define mejor”, dice Gabo Ferro. Por eso y porque el tiempo pasa y nos vamos poniendo tecnos, fragmentarios, presurosos, ansiosos, dislocados, no es poca cosa el cuidado de la delicadeza. La belleza de un cuento que te conmueve, de las palabras bien escritas, de un libro cuidadosamente editado, de un objeto hermoso, como todos los libros de El Guadal Editora, del trabajo colaborativo de un grupo pequeñito de personas que trabaja por salvarse y salvarnos un poco de la cobardía de estos días aciagos.