Cuando arden las palabras

El aliento de la vida entra por el oído derecho. El aliento de la muerte, por el izquierdo, leemos en un papiro egipcio sobre anatomía. Ambas corrientes de aire se asemejan al sonido que el viento produce al arrastrar la piel de una cigarra.

En las Upanishad, Yājñavalkya nos dice que el oído es el centro de todo: quien conozca sus capacidades y alimente la escucha, quien se arrodille en el silencio y tense su atención como un arco en la oscuridad, llegará a conocer a los dioses. El oído es el puente con lo divino.

La escucha es hambre constante. El oído se traga los sonidos. Se traga la existencia. Al caer la noche, el ser y el no ser intercambian sus rostros. Y es en ese momento donde se enciende la vida. Donde arden las palabras de aquellos que han inmolado su corazón en la piedra del instante. Toda escritura tiene una deuda con los otros, todas las palabras que hemos escrito están infestadas por esa sangre, por esa herencia asentada en la memoria.

¿Dónde inicia la red, dónde finaliza la puntada?

En mi caso, puedo decir que casi todo lo que he escrito no es más que una reverencia hacia esas lecturas que me han atravesado. Hablo de ese shock o erizamiento que sólo genera el lenguaje. De cómo, detrás de nuestros trazos, de nuestros encadenamientos de palabras, hay otros trazos, otras palabras, bañadas por una luz espectral, tenue, que sólo concede el recuerdo.

Es por eso que el pasado no existe. Lo comprobamos cuando entramos en contacto con las ruinas o cuando seguimos erizándonos por la potencia que condensan ciertas páginas. Es por eso que cuando escribimos repetimos un viejo ritual: sacralizar el tiempo. El acto de inclinarse sobre la hoja, de danzar con las palabras, no es diferente al de los primeros cazadores cuando se inclinaban sobre las huellas húmedas del animal, cuando danzaban la música que imponía la presa.

Epígrafes, guiños, referencias, robos, el mimetismo de estilo. Todos ellos son una forma de reconocer que en nuestro lenguaje corre un canal hecho de voces, ese ADN que porta nuestra escritura. La voz del otro: una hoguera que nos convoca diciéndonos. Un pueblo hundido en la niebla dónde descubrimos a un ángel de rocío, a un animal pequeñísimo entre las flores del paraíso, luego de haberse cerrado el paraíso.

El llamado y la escucha verdadera nos conducen a un descascaramiento del yo. A arrodillarnos en los santuarios del perderse. La lectura revela deslocalizando, haciéndonos callar.

¿Quiénes hablan detrás de nuestras palabras? ¿Quiénes alumbran nuestros silencios, nuestra soledad?

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