Dos cuentos de Agustina Carranza

El PODER DE LAS PALABRAS

El agua caliente no dejó cicatrices. Ese día, viajé en auto al campo. Iba de acompañante y me tocaba la tarea inevitable de cebarle mates amargos al conductor. La mateada concluyó cuando la maniobra de inclinar el termo y dejar firme el mate no resultó como esperaba y el agua cayó sobre mis piernas. Aguanté el ardor y juré nunca más cebar mates, pero tuve que viajar sin pantalones todo el resto del camino y eso me hizo olvidar la contundencia del juramento, ya que esa sigue siendo mi tarea en todos los viajes. Una hora más tarde, llegamos al destino y un vecino, que me vio bajar del auto en paños menores, nos dio la dirección de una mujer que curaba quemaduras. El conductor, quien además de mi pareja era un hombre supersticioso, me obligó a subir al auto de nuevo y me llevó al lugar al que llegamos gracias a las indicaciones sobre la flora y la topografía que rodeaban la casa de la mujer. Por supuesto, que no había posibilidades de que alguien que no conociera bien el lugar la encontrara. Me bajé del auto con mucho dolor y una toalla atada en las piernas. Golpeamos las manos y salió una mujer que me aseguró que con unas palabras la herida sanaría al instante. Una casita humilde la albergaba y un bastón de madera roja sostenía su cuerpo cansado. Yo, incrédula de sus poderes curativos, le conté lo que me había ocurrido con desgana y rabia por no haber comprado en la farmacia más cercana una pomada para quemaduras. Ella solo preguntó si le tenía fe. ¿Fe? —pensé y me quedé en silencio... lo único en lo que podía pensar era en la cicatriz que me quedaría—. La mujer pareció no incomodarse ante mi actitud y le pidió a su hijo que le alcanzara un palito de la escoba que usaba, aparentemente, para barrer el patio de tierra. Con él rompió una a una las ampollas que ya habían aparecido. En ese momento, quise salir corriendo hacia el hospital. Sin embargo, algo me detuvo y me quedé observando cómo hacía su trabajo con calma y suavidad. Cuando concluyó su labor, me preguntó si el ardor era más fuerte. La verdad era que me ardía más que nunca, pero, para no parecer alterada, respondí con un apacible ‘sí’. Ella solo me miró y comenzó a murmurar palabras que no entendí, pero que hicieron que el ardor desapareciera al instante. Después de una semana, la herida había sanado por completo sin la necesidad de una pomada. 
Todavía pienso en esa mujer y en el poder de sus palabras. Y me pregunto cómo yo, que estudié durante años el significado, la forma y las funciones de las palabras nunca pude ver que eran tan poderosas. 
A veces, cuando estudio alguna gramática porque el trabajo me lo exige, la incredulidad me envuelve y pienso que tal vez la herida habría sanado igual si me hubiese puesto la pomada que yo pretendía. En ese momento, las piernas me vuelven a arder como cuando ella rompió mis ampollas y vuelvo a tener fe. 

Cuatro estaciones

La casa quedó abandonada por veinticinco años y un día de otoño su bisnieta, Angélica, a quien nunca conoció, heredó la propiedad y decidió mudarse a ese lugar atestado de plantas. Cuando entró, luego de empujar con fuerza la puerta de algarrobo púrpura, el olor a la humedad que había carcomido los muebles de la casa inundó sus pulmones. En una de las paredes pintadas de blanco cal, se ubicaba, en el centro, un retrato de marco negro y ovalado. Los tonos lúgubres del sepia le daban color a su bisabuela, quien sentada en una de las sillas de mimbre que todavía estaba en la casa, miraba al frente con un gesto de recta seriedad, con las manos sobre la falda y el torso erguido. Lo miró y no pudo evitar la sensación de que, a través del retrato, su bisabuela la interpelaba con la mirada de la desconfianza. Siguió recorriendo la casa y sintió que el tiempo no había pasado, que con solo sacudir los muebles y airear las habitaciones sería suficiente. Pensó dónde ubicar su escritorio y su televisor para colocarlos de acuerdo con la luz que entraba por las pequeñas ventanas de lo que ahora era su comedor. Se imaginó la vida de su bisabuela cincuenta años antes y sintió lástima de su lejana soledad. Se preguntaba por qué tenía el mismo problema todos los años. Las hormigas le devoraban la granada de noche, por eso sistemáticamente echaba veneno a la oración. Salía al patio a seguir el camino que las hormigas hacían hasta la planta que ella tanto cuidaba. Se sintió ganadora después de que pasó el verano y la granada había crecido lo suficiente como para sobrevivir sin su ayuda nocturna. Sin embargo, seguiría tirando veneno para prevenir algún problema. Tenía setenta años y sus plantas eran su compañía, su indiscutible motivo para cumplir setenta y uno. Después de tantos años, todas seguían ahí, donde ella las había plantado, grandes, fuertes, fértiles, a pesar de que nadie las había regado, podado o hablado como ella acostumbraba hacer. Dos días después, ya había ubicado sus muebles y su abultado bolso de ropa, entonces se propuso ir al patio, se vistió adecuadamente con zapatillas, remera mangas largas y repelente en los lugares del cuerpo que no había podido cubrir con ropa. Había tantas plantas que desconocía, tantas hojas secas, colores, perfumes, pájaros hacia los que no sintió absolutamente nada. Solo pensaba en cómo iba a hacer para mantener limpio ese lugar y qué árboles sacaría primero. Entre ellos, sentenció a la granada, a los tres pomelos, al quinoto, a una de las viñas que daba uva chinche y a una higuera de higos negros, todos sin hojas verdes ni frutos, dado el otoño. Averiguó quién podría sacar los árboles y llevarse los troncos y las ramas que quedarían estorbando en el patio. Le preguntó a un vecino que le recomendó que esperara al invierno porque todavía no era tiempo de poda. Ella explicó que no deseaba podar, que su intención era sacar las plantas para que ya no crecieran más. Su vecino, un hombre robusto y de manos firmes que hubiera podido hacer el trabajo sin problemas, se quedó callado y siguió su camino. Era viuda hacía quince años, pero había aprendido a convivir con la soledad. Sus tres hijos varones vivían en la capital, pero la visitaban los domingos con sus familias y la ayudaban con algún arreglo en la casa. Insistían con llevarla a la ciudad cada vez que iban a verla y ella, sin ofuscarse, les decía que lo pensaría solo para que se quedaran tranquilos y no volvieran a insistir. Sabía que nunca dejaría la casa, sus plantas necesitaban cuidado diario. Sus hijos no entendían por qué quería estar sola en ese lugar y a ella no le interesaba explicarles. El otoño casi terminaba y, después de buscar incansablemente, no había encontrado quien saque los árboles. Ya se había acomodado a los horarios de los colectivos para llegar a tiempo al trabajo. Compró algunos muebles y cambió el colchón viejo por uno nuevo para dormir más cómoda. También decidió desempolvar la manguera negra que hacía cincuenta años estaba en la casa para regar un poco el patio y asentar la tierra que levantaba el viento que atravesaba la loma. Una vez que el olor a tierra mojada atrapó toda su atención, sus sentidos se amplificaron y tuvo la necesidad de seguir regando un poco más. Continuó con la higuera porque se ubicaba en primer lugar al pasar la tranquera que dividía el patio de la finca donde estaban las plantas frutales. Despertó esa mañana y sintió el ruido del agua que corría afuera. Cerró el grifo que aparentemente había estado abierto toda la noche y se preocupó por no haber recordado que debía cerrarlo, tal vez la edad ya empezaba a hacer su trabajo. La higuera y sus alrededores estaban inundados. Puso la pava en el fuego, tomó tres mates amargos como todas las mañanas y comenzó a regar los citrus que se ubicaban en segundo lugar a partir de la tranquera. Después de una hora, cuando los tres pomelos estuvieron cubiertos de agua, guardó la manguera. En el trabajo, tuvo la sensación de que no había cerrado el grifo, pero le duró solo unos segundos y se olvidó. De vuelta en su casa, después de almorzar, recordó nuevamente el grifo abierto y salió al patio para saber si efectivamente lo había cerrado. Todo estaba en orden, así que se dispuso a dormir un rato la siesta. Despertó, merendó un café endulzado y salió al patio. Ya resignada y segura de que nadie iría a sacar las plantas, decidió seguir regándolas, por las dudas. Desenrolló la manguera y comenzó por los pomelos que se ubicaban en segundo lugar a partir de la tranquera y notó la humedad del suelo. Esa tarde debía ir a misa por el rosario de Doña Tita quien había fallecido hacía dos días. Volvió tarde y cansada, echó el veneno en la granada, tomó una taza de leche tibia y se acostó a dormir. Al otro día, despertó de madrugada, todavía estaba oscuro y se quedó en la cama hasta que comenzó a aclarar. Dormía poco, pero nunca estaba cansada. Ese día debía levantar las hojas secas del patio y regar. Después de tomar tres mates amargos, abordó la tarea. El patio quedó limpio y la granada que se encontraba en tercer lugar al pasar la tranquera había recibido suficiente agua. A la tarde, debía volver a misa por el rosario de Doña Tita. La mañana siguiente tomó su café endulzado mientras pensaba en la granada que se encontraba en tercer lugar al pasar la tranquera. A la tarde, regó el patio sin hojas y le agradeció al viento cálido haberlas retirado. Regó la granada y notó la humedad del suelo. Volvió de la iglesia más temprano que el día anterior, se puso su bufanda de lana para salir a echar el veneno en la granada casi a la oración, tomó su taza de leche tibia y se dispuso a dormir. La tarde del sábado, regó el quinoto que se ubicaba en cuarto lugar al pasar la tranquera. El olor de las platas ya había comenzado a gustarle, se sentía cómoda en el patio. Ya no usaba repelente, pero se abrigaba con una campera roja porque había comenzado el invierno. Miró detenidamente las plantas, dejó que el viento frío le golpeara la cara, se agachó a sacar un yuyo que le parecía ajeno al paisaje, notó el veneno en la granada y le tiró agua para limpiarlo porque pensó que debía ser una plaga. La mañana del domingo la visitarían sus hijos para almorzar, por eso se había levantado más temprano que de costumbre, a pesar del frío. La noche anterior había dejado los porotos en remojo para el locro del mediodía. Todos llegaron puntuales, almorzaron lo que con tanto esmero había preparado y, a la siesta, una de sus nietas preferidas le pidió su afamado dulce de quinoto de postre, porque tenía antojos debido al embarazo. Ese día le entregaron el retrato que habían encargado hacía dos meses en el que se la veía sentada de manera erguida con mirada penetrante. Lo colgaron en la pared blanca del comedor. A la tarde salieron al patio, tomaron mate mientras el sol estuvo en el cielo y recorrieron la finca como acostumbraban hacer los domingos. Uno de los hijos preguntó si había que hacer algo, podar o cortar el pasto, pero todo estaba prolijo y regado, salvo la granada cuya mitad había sido devorada por las hormigas. Supusieron que su madre habría olvidado el veneno y lo echaron ellos antes de volver a la ciudad. Aunque nunca había probado un quinoto en su vida, sentía atracción por ese árbol aparentemente frágil. Ese día debía regar los naranjos que se encontraban en quinto lugar después de la tranquera, pero se detuvo en la plaga que había vuelto a aparecer en la granada y que ya había matado la mitad de la planta. Limpió con agua cada una de sus hojas creyendo que solucionaría el daño y dejó la manguera en el pocito del primer naranjo. Esa tarde recordó que las hormigas habían comido la mitad de la granada y salió con la bufanda de lana a verla, pero no tenía el veneno que sus hijos le pusieron el día anterior y supo que algo pasaba. La manguera en el primer naranjo la asustó aún más y, en ese momento, estuvo segura de que la edad hacía que olvide algunas cosas. Por primera vez, pensó en la propuesta de vivir en la ciudad. Enrolló la manguera, echó veneno nuevamente y pensó varias veces en esa secuencia para no olvidarla. Salió al patio a pasar el agua al segundo naranjo, pero todo estaba guardado. Supo que alguien más lo había hecho. Sintió terror de que hubiera entrado alguna persona. Con precaución buscó en toda la casa la señal de un intruso, pero no encontró nada. Esa noche decidió retirar el sombrío retrato que tanto miedo le daba. Cuando despertó, la pared vacía blanco cal le causó recelo. Su retrato estaba sobre la mesa y volvió a colgarlo pensando en el enojo de sus hijos si lo vieran ahí. Tomó unos mates amargos, tomó su café endulzado, pensó en el veneno que debía echarle a la granada, pensó en la plaga que mataba la granada, salió al patio con su bufanda de lana, salió al patio con su campera roja y el viento helado le pegó en la cara, el olor de la loma que lindaba con la finca atravesó su mente y pensó en su bisabuela y comprendió porque había decidido estar ahí, sola, acompañada de los tunales, naranjos, higueras, viñas, el quinoto y la granada. No sintió lástima, sintió paz. Respiró el mismo olor de la loma y deseó que alguien amara tanto como ella esos tunales, naranjos, higueras, viñas, el quinoto y la granada, pensó en su bisnieta, a la que nunca conocería y sintió felicidad. Algunos días después de cumplir setenta y uno, recién cuando estuvo segura de que las viñas, los algarrobos, los tunales, las higueras, los pomelos, los naranjos, el quinoto y la granada, pudieron sobrevivir a las heladas del invierno, se dejó morir con la tranquilidad que mueren las plantas. 

Para la primavera, su nieta tuvo su primera hija, a la que llamó Angélica en honor a su abuela quien había fallecido al terminar el invierno. 
Veinticinco años después, ella empujó con fuerza la puerta de algarrobo púrpura y el olor a la humedad que había carcomido los muebles de la casa de su bisabuela inundó sus pulmones. 

Agustina Carranza: nació en Catamarca en 1985. Es Profesora en Letras y Doctora en Humanidades. Ejerce la docencia en el campo de la lingüística y ha escrito algunos cuentos, uno de ellos ganó la Primera Mención en el Primer Concurso Regional organizado por la Fundación Cultural Santiago del Estero en 2014. También, ha dictado talleres sobre microrrelatos y cuentos cortos.

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