«Flor de las Pampas» de Gisella Colombo

(Cuento basado
 en el único caso 
de antropofagia de la provincia 
de La Pampa)
Saturno devorando a un hijo. Goya, pinturas negras.

Están viniendo. Ya no puedo huir. Mi tiempo vital se ha detenido en este 25 de junio de 1928. No siento arrepentimiento. No es eso. Es la certeza que me abruma. La certeza de que la fortuna se fue de mi vida. ¿Qué culpa he tenido?

No tengo siquiera el ánimo de mentirme. Todo lo que venga será caer. No van a valerme las excusas. A nadie importa si mis manos lo ayudaron. La furia de la turba enmudecerá a tal punto mis razones… que nadie sabrá al final que no hemos sido cómplices.

Si él no se hubiera colgado, yo sería un testigo escabroso, aunque jamás me cobrarían sus horrores. Pero alguien tiene que pagar por esas mujeres. Alguien tiene que sufrir en nombre de sus mutilaciones, que materializar los órganos ausentes. Alguien tendrá que sangrar sus crímenes.

Vienen por mí. Y los espero. No hay tiempo siquiera para esconder las pruebas. De todos modos lo saben. La policía ya ha visto la evidencia. Ha visto los bocetos. Ellos, que no saben siquiera qué es la Belleza, no hallarán en mis cuadros nada nuevo.  Pero para mí, las cosas son distintas. Podría morir por ellos, y entregar al fuego esos garabatos bocetados, sin lamentarlo. Nada valen.

Por eso voy a entregarme antes de que sus manos puedan dañar las obras. ¿Qué sinsentido habrá sido mi paso por este mundo, si mis retratos más hondos acabaran despedazados en un allanamiento policial?

Esta será la última vez que veo ese caldén fantástico en medio del desierto. La última vez que me sentaré frente a la ventana de esta estancia bendita, donde he vivido cada verano de mi infancia. No veré más este paisaje desolado, que me fue moldeando, que se me fue colando hasta hacer de mí una intemperie.

¿Qué puedo hacer más que escribir la verdad, aun cuando sé que no salvará en nada mi suerte? Denuncio mis razones, con la ilusión de que alguien rescate los cuadros del olvido. De que alguien se conduela de mí y salve lo que todavía importa.  

Clorindo Urriaga se llamó mi condena. Aunque no fuera, antes de 1918, sino el nombre del último peón de la estancia. El que limpiaba los corrales.

Por esos años vivía mi padre y Clorindo fue uno de los tantos niños que nacieron y se criaron bajo el cielo de los Obando.  Yo mismo envidiaba sus vidas. Deseaba esa libertad de animales, esas horas sin tiempo, en las que la sucesión se recordaba sólo al amanecer, o cuando el ganado acudía a la bebida, antes de que fugara el sol. Desde mis recesos escolares deseaba vivir para siempre esas vidas sin futuro y sin pasado.

Con los años, partieron los niños. Casi todos se fueron yendo a la Escuela Hogar o a trabajar en otros campos. No regresaban. Pero Clorindo era una criatura extraña. Mis hermanos todavía recordarán el marzo en que lo llevamos a la Escuela cinco veces antes de rendirnos.

Aunque hacía ya un par de años que estaba en edad para asistir a clases, nadie había logrado convencerlo. Supongo que mi padre habrá consentido esa evasión porque alguien tenía que hacer las tareas más ingratas. Alguien tenía que limpiar los corrales, que darle de comer a los chanchos.

Pero un episodio horrorizó a mi madre, que se negó a tenerlo en el campo un día más. Marcelino, el mayor de mis hermanos, había pasado el verano restaurando un viejo sulky y en él nos montamos para llevarlo varias veces a la Escuela. Recuerdo que Marcelino lo entregó a las maestras y se subió al carro, como aliviado. Pero la escena se repitió cuatro días más. Veía desaparecer caballo y sulky entre la polvareda y partía como un perro, llevado por el olfato, para arribar horas después al galpón donde dormía.

Recuerdo también la crispación de mi madre cuando bajaba la noche. Vivía atemorizada, rogando no verlo siquiera pasar a lo lejos, por otros cuadros. Creo que por eso, las del ‘19 fueron las vacaciones más cortas. Mucho antes de regresar a clase, estábamos de vuelta en Buenos Aires.

Con los años, lo que presencié fue explicándome el miedo de todos.  Y entonces pude enlazar lógicamente la muerte curiosa de los gatos ese verano.

 Lo cierto es que Clorindo siguió en la Estancia aun cuando mi padre murió. Y continuó aquí hasta que hallaron el cuerpo de la cuarta mujer. Como un forajido, habrá vagado los campos, hasta hallar un buen árbol donde colgarse.

En el ‘23 me recibí, cumpliendo con la memoria de mi padre, que creía que ningún Obando merecía el apellido, si no lograba acompañarlo del título de Doctor en Leyes. Fue entonces cuando volví.  Sabía que mi vida era la pintura y no tenía sentido permanecer en Buenos Aires teniendo estos cielos aquí. 

Por esos tiempos la actividad del campo había disminuido. La muerte del ojo del amo

dispersó peones y capataces. Aunque Clorindo permaneció aquí. Fue cuando lo conocí realmente.

Era un ser silencioso. Solía aparecer sin una sola señal y sobresaltarme. Jamás me miraba directo a la cara. Bajaba la vista y obedecía. Pero no contestaba preguntas. Siempre me asombró la calma con la que se quedaba en absoluto silencio, en rebelde silencio sin que su cuerpo delatara ninguna inquietud. Quieto y mudo.  Este hecho me alarmaba. Creo que en ello percibía yo su sangre fría.

Quizá  por eso comencé a observarlo, no lo sé… Inconsciente, habrá operado el miedo de mi madre y el misterio de aquellos días.

Ahora, sólo lo seguía con la vista cuando aparecía en mi horizonte. Desde aquí, desde mi estudio, lo veía faenar la vida con el torso desnudo casi todo el año. Ni el frío ni el trabajo lo vencían. El viento, que desquicia a cuanto pampeano hay, parecía ponerlo más activo. Y más silencioso.

Una tarde de ésas en que ya no hay vestigios de la última lluvia, en que la tierra borra el horizonte y se nos cuela en la nariz, con ese olor tan de estos pagos, estaba en el taller pintando, cuando lo vi. Pasaba cargando un pico y una pala. Iba bañado en sudor, a pesar del frío. Algo en el andar me llamó la atención. Caminaba con otro semblante, a otro ritmo.

Dejé los pinceles y me acerqué al ventanal. La perspectiva me daba pocos segundos más antes de que lo perdiera detrás de la pared. No quise dejar de ver. Tomé dos lápices, un anotador y salí detrás de él.  Lo descubrí ingresando a un monte de arbustos que limita el casco. Y desapareció detrás del ramaje.  Me acerqué un poco más, pero no quise arriesgarme hasta el monte. Me acosté en el piso, detrás de una ondulación, y comencé a bocetarlo. La imagen era increíble. Se había quitado la camiseta, el sudor le había mojado las sienes y pegado el pelo a la frente.

El pico se alzaba y caía una y otra vez junto a un árbol añoso, de tronco ancho. Los músculos intercostales hubieran sido la delicia de cualquier pintor. No quería perderme el detalle, esos brazos en tensión. El ombligo hundido en un abdomen casi liso. El pantalón desnudaba hacia abajo, más allá de la cintura. Y Urriaga se secaba la frente con la camiseta, la arrojaba al piso y seguía abriendo la tierra. Así estuvo unos minutos hasta que tiró el pico. Mi boceto empezaba a ser un cuadro en mi cabeza, cuando lo entreví salir a la carrera. Lo perdí de vista, pero no me levanté. Estaba entregado al retrato, quería atrapar los movimientos fugaces de los hombros antes de que se esfumaran de mi memoria.

Oí un relincho en el haras. Y el viento cubrió el resto de los sonidos en su soplido incesante. Pero seguí imprimiendo líneas al dibujo, aun cuando el suelo helado comenzaba a traspasar mi abrigo.  Después, los cascos acercándose. No supe cómo acurrucarme más para no ser visto. Pensé que la altura del caballo le daría mayor visión. Pero Urriaga iba obnubilado… a la carrera, una mano en las riendas, otra detrás de sí, sujetando una bolsa de cereal desmayada sobre la grupa. Pensé que debía ser grano, a juzgar por lo poco que se movía el bulto con el galope. Sin dudas, sería algo

pesado. Fueron segundos, pero esa andanada en pelo hubiera superado las carreras de equinos de los artistas ingleses, que tan bien captaban el movimiento.  Lamenté perdérmelo. Aunque me prometí grabarlo para intentar más tarde, desde mi estudio. El caballo frenó de golpe junto al árbol donde el salvaje había estado cavando.  Yo, que aguardaba al ras del piso en un bajo del terreno, repté hasta la zona alta que un minuto antes me escondía. Desde allí, pude ver con detalle la escena.  Dejé el boceto y busqué una hoja limpia en mi anotador.

Urriaga se apeó junto al árbol. El caballo quedó inmóvil. Ya abajo, tomó el saco sobre un hombro, como hacen los matarifes con las reses. Después lo soltó sobre la tierra. Sacó el facón y cortó la bolsa igual que se abre el cierre de una funda de frac. Atravesó de arriba abajo la arpillera y tuve la sensación de que los granos se derramarían sobre el piso.

Lo que ocurrió fue muy distinto. Un manchón turquesa rompió la monotonía del paisaje que se resolvía entre los matorrales secos, la tierra volando y la ropa descolorida de Urriaga. Tardé un segundo, quizá dos, en enfocar la vista y descubrir que aquél imán cromático era la blusa de una mujer. Más allá se erguía su cabeza, despejada de pelo e inmóvil. La distancia no me permitía ver bien los rasgos, pero parecía joven.

Urriaga descubrió el resto del contenido del saco e irrumpieron sus piernas, que habían estado acurrucadas en posición fetal.  Enseguida, se dejaron ver su falda gris y un zapato. Después, lo vi colocarse el facón en la cintura y hundir la cabeza sobre el abdomen de la mujer. Me apresuré a tomar la imagen en cuatro líneas, porque intuía que algo mejor podía estar viniendo.

No me equivoqué. Sacó nuevamente el facón y acarició con su hoja la parte interna de sus muslos. Tomó el extremo de la falda y desgarró la tela hasta llegar a la cintura. Retiró a los lados la prenda y quedó descubierta la pálida desnudez de una hembra. Urriaga se quedó inmóvil primero y luego acercó nuevamente su cabeza y lamió como un animal el sitio que hay entre las caderas. Esa zona que se hunde cuando las mujeres están echadas.

Un estruendo repentino quebró la escena y Urriaga se puso de pie, para otear el terreno. Miraba hacia donde yo estaba y estuve a punto de ser descubierto. Rodé con mis bocetos hacia el bajo donde había estado y esperé. Un poco más tarde oí el galope del caballo, que se alejaba hacia el cuadro de la avena.  Entonces, pude  tomar valor para volver a la casa.

Temí, no puedo negarlo. El hombre tenía un cadáver dentro de mi propiedad. En ese momento, yo no podía certificar que él hubiera sido su homicida. Pero no acertaba en una sola alternativa que lo mantuviera al margen del crimen y, sin embargo, involucrado en la manipulación del cuerpo.

El placer con el que había acariciado con su cuchillo los muslos abonaba la peor de las hipótesis. Pasé un par de días de quietud en el temor. Pero la curiosidad pudo más. Desempolvé unos binoculares de mi padre y comencé a seguirlo desde el ventanal de mi estudio. Rápidamente me sentí acotado en esa perspectiva y decidí subir al techo de la casa y disponer allí un atalaya.

La arquitectura de esta casa no es novedosa entre las construcciones del campo argentino. Todas ellas, de un estilo colonial americano, se resuelven con una cabeza

idéntica a sus pies. Es decir, tan llanos y cuadrados sus techos como los cimientos. Este hecho me obligó a montar una fachada que justificara mi presencia allí. Porque de ningún modo quedaría a resguardo de su mirada.

Subí con bastante dificultad un atril, el más pesado que tenía, pensando en que los vientos no lo batieran.  Lo sujeté con sogas, y todo ello me tomó una mañana completa. Por la tarde, los binoculares me dieron una información precisa sobre los movimientos de Urriaga, aunque no fueron sino actividades rutinarias las que presencié.

Mientras tanto, comencé a pintar el paisaje. Era un día soleado y frío.

Al caer el sol, cerré el atril y lo dejé tumbado sobre el techo.

A la mañana siguiente oí cascos y el sonido del sulky. Pero la prisa que llevaban no me dio tiempo a ver hacia dónde salían.

Unos minutos después subí al techo. Abrí el atril y comencé a observar la nube de polvo levantada por el andar del carro. Urriaga salía hacia el este. A medida que lo veía avanzar fui cayendo en la cuenta de que no habría instrumento que pudiera mantenerlo dentro de mi universo visual, si seguía alejándose.

Bajé inmediatamente por la escalera improvisada sobre una de las paredes de la casa y, binocular en mano, corrí hasta el haras.

Tomé una yegua, la ensillé ─ nunca acabé de aprender el montar en pelo ─ y salí en la misma dirección en que lo había visto desaparecer.

No sé cómo, pero a un rato de cabalgar descubrí las huellas del carro y las seguí. Al llegar a un bosquecito de pinos, lo hallé detenido. Urriaga no estaba allí. Por eso me atreví a dejar la yegua y me interné entre los árboles, con bastante cautela.

Lo que oí, entre el soplido del viento, fue un llanto femenino. No pude detenerme, a pesar del miedo. Seguí avanzando pegado a la línea de los pinos, hasta que lo avisté. Estaba inclinado sobre la hierba, entre sus piernas una muchachita de unos quince años. La piel era rosada. Las piernas apenas redondeadas estaban descubiertas y un delantal blanco se abría debajo de su cuerpo, sobre el piso. De pronto recordé que había transitado el mismo camino que aquellas seis veces habíamos recorrido con Marcelino hacia la Escuela Hogar.  Noté que sólo estábamos a media legua del colegio. Ahora esa niña, su nueva presa, se convertía en el único legado que le dejaría la Escuela.

Los quejidos que se oían no eran mayores que los maullidos de un gato. El llanto me perturbó. Y me hizo titubear.  Entonces, tuve el impulso de volver sobre mis pasos hacia donde había dejado la yegua. La monté, me quedé inmóvil, oyendo al viento.

Sentí que no podía irme…

Tomé los binoculares que entonces llevaba colgados al cuello y presencié la escena desde la distancia. Desde donde estaba, el cuadro quedó recortado y sólo veía el cuerpo del salvaje todavía erguido a horcajadas sobre la víctima. De ella, mi vista sólo alcanzaba la cintura y parte de las piernas.

Lo que presencié, lo convertí en boceto unas horas después. Pero ahora, que estoy obligado a traducirlo en palabras, me horroriza. El hombre hizo lo suyo, no diré más. El gatito que tenía debajo dejó, de pronto, de llorar. Y entonces, Clorindo desenfundó el facón, como ya lo había visto hacer con su primera víctima. Rasgó la ropa. Lamió el bajo abdomen ya inerte y luego clavó el cuchillo de pendenciero en la piel del pubis.

Pensé que era un crimen dañar la lozanía de esa piel perfecta. Su corte dibujó un triángulo que reunió desde el hueso de la pelvis hasta los dos vértices de las caderas. Reconozco que estaba pasmado. No comprendía hacia dónde iba Urriaga. ¿Qué intentaba? De un momento a otro comencé a ver la profusión de rojo, saliendo a borbotones. Y una masa deforme emergió del vientre, diferenciándose de colgajos y fluidos que caían en el camino, mientras el salvaje lo extraía del abdomen. Cuando lo limpió de despojos, pude ver un triángulo pequeño, mucho más pequeño que la incisión, y vi a Clorindo besarlo. Sentí asco. Pero no pude dejar de observar.

Luego se levantó y caminó hacia la otra línea de pinos que escoltaba el monte. Mis binoculares lo siguieron hasta que descubrí un detalle que explicaba en algo lo que acababa de presenciar.

Clorindo Urriaga había encendido un fuego allí, a metros de la escena. Había dispuesto un tronco pequeño a un lado y en él se sentó junto al carbón encendido. Tomó una rama que debía tener reservada para ese fin, y pinchó la carne sanguinolenta.  Extendió el extremo de la rama sobre las brasas y se sentó a esperar. Aguardó con una paciencia que yo reproduje sin notarlo, sólo gracias al suspenso que me tenía atado a la escena. Urriaga permanecía imperturbable. Sólo unos minutos después, pinchó la base de la rama en la tierra, dejando suspendida la carne en su cocción. Se inclinó hacia un lado y tomó de una bolsa algo que en principio no distinguí, pero que luego tomó forma como una galleta de campo de las que yo mismo compraba por bolsas de 10 kilogramos, una vez por mes en la proveeduría del pueblo.

La abrió por un lado con su cuchillo y la colocó sobre uno de sus muslos.

Tomó nuevamente la rama y la expuso al calor del carbón del lado opuesto al que había estado. Unos minutos más tarde, la carne parecía un hígado de cordero. 

Una vez más pinchó la rama en el suelo, clavó la galleta en el extremo superior, desplazando la carne hacia abajo. Y allí la dejó. Se levantó de su taburete improvisado, y fue hacia donde yacía el cuerpo de la niña.

Lo plegó con tanta facilidad sobre  sí mismo que me asombró la pericia… Lo depositó sobre una arpillera que no había visto hasta ese instante. Se puso de rodillas a un lado y se abocó a enhebrar un hilo grueso en una aguja colchonera. Varios intentos ensayó hasta que logró hacerlo. Y entonces, comenzó a coser los lados de la arpillera sobre el cuerpo inerte de su víctima. La encerró como un animalito dentro de la tela. Y al llegar al extremo superior, anudó el hilo y cortó el excedente con su facón.

Yo, en ese punto, ya había concebido tres o cuatro obras distintas y sucesivas que pintaría en cuanto estuviera en mi atelier. Serían una saga de la locura y del horror, de lo que es capaz una mente enferma.

Sin embargo, aunque había visto demasiado, no quise partir hasta confirmar qué hacía exactamente con la víscera de la niña. Así es como lo vi regresar hacia el sitio donde estaba el fuego.  Retiró la galleta, y colocó, en su abertura, la carne asada. Comió, entonces, como lo hacen nuestros hombres de tierra adentro, con un pan por plato y un cuchillo como único cubierto. Así troquelaba insuficientemente las porciones, que terminaba de separar del conjunto a fuerza de dientes, para después deglutirlas.

También quise grabar ese cuadro con detalle.

Pensé que todo estaba dicho para esa niña. Ya no había nada más que ver.

Taconée mi yegua y salí rumbo al casco.

Cuando arribé, me encontré con una sorpresa aciaga.  El atril que había quedado enhiesto en mi atalaya, no estaba allí.  En principio, pensé el viento pudiera haberlo volteado sobre el suelo de la terraza. Pero al llegar al frente de la casa, noté que la realidad era peor. Soy un hombre atento a las señales. E inmediatamente supe que algo malo vendría de mano de esa desgracia. El atril yacía junto a los canteros que circundan la casa, justo frente a la puerta de entrada. Debajo, el cuadro que pintaba la tarde anterior,  estaba partido en tres.

Me acerqué, levanté el atril y noté que también el soporte estaba quebrado. En la caída, había recorrido al menos cuatro metros, o quizá cinco. Era lógico que estuviera así. Pero al voltear el cuadro, confirmé dolorosamente mi presunción: El cielo estaba quebrado. El sitio en que yo había instalado el retrato de mi cielo pampeano, se había roto irremediablemente.

No fui capaz de argumentar contra la más elocuente señal. El cielo se estaba cerrando para mí, en el sentido más amplio.

Ya entonces supe que Clorindo Urriaga me llevaría al abismo. Pero no pude detenerme. No fui capaz de declinar esas imágenes intensas que la vida no volvería a reproducir para que mi pincel las pintara.

Durante días me encerré en el estudio y trabajé con las secuencias. Hice una veintena de bocetos, buscando en ellos plasmar el horror, la locura en sus ojos, la sangre en sus manos, la ferocidad de sus dientes predadores…

Mi paleta se llenó de colores tierra, ocres, grises y verdes secos. Para desbordar de rojo

intenso y naranjas fuego, después. La piel rosada de la niña fue lo que más esfuerzo demandó. Era un tinte no reproducido por la industria del óleo, un blend exquisito como el cielo del almendro de Van Gogh.

Pinté arrobado intentando comprender esa mente enferma. ¿Por qué el útero? ¿Por qué ese órgano, minutos antes regado por su propia sustancia seminal? ¿Qué especie de monstruo podría fagocitar, en un acto, un órgano ajeno junto a su propia capacidad de producir vida? Pensé: ¿qué tanto habría de odiarse un hombre para matar él mismo toda posibilidad de descendencia…?

Quizá algo de ese desconcierto haya pasado a las telas. 

Lo retraté huyendo en sulky camino de la Escuela.  Sobre la niña, en la hierba, trazando un triángulo casi completo sobre su abdomen. A un lado de los fuegos, abriendo a cuchillo su galleta. Y entonces recreé la escena y coloqué el cuerpo plegado asomando de la bolsa de arpillera como fondo de la escena.

Y sólo restó reproducir el boceto que había pintado mientras Urriaga picaba el suelo, al enterrar su primera víctima. Al menos la primera que yo conocí.

Mi serie era extensa y varios meses estuve abocado a su pintura.

Pero algo estaba pendiente: debía descubrir la secuencia completa. Debía ser testigo del modo en que captaba sus víctimas, la forma en que las escogía.

Un tiempo después, cuando los cuadros estaban casi listos, regresé al espionaje.

Lo seguí de sol a sol y sólo diez días más tarde lo oí salir a la carrera con el carro. Era de madrugada. Tal vez las seis…  Supe que era la oportunidad que estaba esperando y

que no debía perder tiempo. Como estaba, corrí hacia el haras, monté mi yegua sin ensillarla y la encomendé a cuanto santo recordé para que no pisara la cueva de un peludo o rozara las ramas de algún árbol petiso. No tendría cómo aferrarme a esa carrera, si algo así ocurría. Pero no ocurrió y llegué a ver, aunque desde muy lejos, la escena más inverosímil… Quienes duden de mí, podrán buscar el caso en los diarios de Guatraché y sabrán que es cierto lo que digo. Clorindo Urriaga, el único antropófago en la historia de nuestras pampas, capturaba sus víctimas como reses. Las atrapaba con sus habilidades camperas, enrollaba el lazo, lo hacía girar en torno a su cabeza y luego lo lanzaba tan certero como su espíritu predador. Y la cuerda de tiento se abrazaba a la cintura siempre grácil de sus víctimas. Presencié ello, cuando capturaba a su cuarta presa. Entre unas y otras había mediado el exacto periodo de una luna. No dejará de sorprenderme la fuerza ritual de los actos inconscientes…

Pero ya no quiero decir más. Están llegando. Oigo que llegan por el camino que trae a la Casa. Urriaga ha muerto y alguien deberá pagar. Quién sabe qué condena me impongan. Alguien alzará pronto su voz para decir que he sido su cómplice… O tal vez la iniquidad arribe a más y se me acuse de instigar esos horrores por dar luz a mi obra maestra. No importa.

Ya no me importa. Cualquier tragedia valdrá la pena.


Espacios abiertos

Gisela Colombo nació en Buenos Aires, se licenció en Letras en la Universidad Católica Argentina. Recibió una beca por rendimiento académico durante el curso de la carrera. Al finalizar el Profesorado, recibió un Diploma de Honor como reconocimiento por el desempeño académico. Trabajó en selección para la Editorial Tusquets (Argentina) y fue correctora en el Grupo Editorial Magisterio Río de la Plata y Lumen (Argentina). Dictó varios talleres literarios. Escribió cinco novelas, dos de ellas premiadas en el Certamen Planeta Casa de América 2008 y en el Concurso del Fondo Editorial Pampeano. Cuatro de esas ficciones  están publicadas. Poemas editados en dos antologías, adaptaciones de obras de teatro clásicas y colaboraciones en suplementos literarios o culturales completan su producción literaria. Dictó conferencias en diversos ámbitos culturales en La Pampa y la Ciudad de Buenos Aires. Disertó en la Biblioteca Nacional en el Simposio internacional Aby Warburg sobre Literatura e Historia del Arte. Dirigió una compañía de teatro adolescente que realizó doce obras clásicas (Calderón, Tirso de Molina, Shakespeare, Moliére, Oscar Wilde…) a lo largo de seis años. Se desempeñó como columnista de Literatura en un magazine televisivo (Ahí Vamos) Actualmente colabora con revistas literarias y culturales, posee una columna de Literatura y cine en un diario digital, mientras continúa con su labor docente.

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