La muerte en el aire: «Musha», novela de Gabriela Bosso

La tormenta que un pequeño avión a hélice tiene que atravesar en el primer capítulo de esta novela funciona como una suerte de anticipación: la tempestad que todos los personajes, en mayor o en menor medida, tendrán que afrontar. No es meteorológica, es histórica y social, la dictadura cívico militar que hizo desaparecer a más de 30 mil personas en Argentina. 

Un narrador rematadamente omnisciente se desliza de una conciencia a otra captando la casi totalidad de la experiencia vital de sus personajes. No de otro modo el lector puede estar en la cabeza de una niña tan inquieta como sensible llamada Musha, en la de su padre, el piloto civil Guillermo Aylazeta, cuando sobrevuela los cerros para rescatar a una beba perteneciente a una comunidad que tiene que ser operada de urgencia, en la del torturador Sánchez cuando siente miedo por la vida de su propio hijo que intentó suicidarse y en la del General que “a punta de pistola compró la verdad, una verdad teñida de sangre”.  

El lugar podría ser cualquier provincia del norte del país porque la gran ciudad que se nombra (posiblemente Buenos Aires) es el destino hacia donde el avión sanitario, que pilotea Guillermo Aylazeta, transporta enfermos graves o accidentados de urgencia. 

En este avión suele viajar el doctor Vidal quien un día tiene que trasladar a su propia hermana que está casi integralmente quemada por un accidente doméstico. Cuando Guillermo quiso saber por qué no ponía en coma farmacológico a su hermana para evitarle el sufrimiento, el doctor Vidal respondió que una persona consciente lucha porque es el dolor lo que la mantiene viva: “La teoría es bastante simple pero funciona. Si uno sabe por qué vivir, encuentra el cómo”.  

La hipótesis resulta una alegoría de toda la novela. En momentos donde – como siente Julia, la mujer de Aylazeta- la muerte flota en el aire, casi todos los personajes tarde o temprano transitarán tormentos físicos o mentales, de esos en los que no se sabe cómo seguir viviendo.   

El martirio psicológico es encarnado por Paula que, en pleno puerperio, desconoce si su marido detenido está vivo o muerto, por el hijo del torturador Sánchez cuando se entera de que su enamorada ha desaparecido junto a sus hermanos y por la misma Julia cuando el General se lleva a su marido. Y es el propio Aylazeta el que representa el cuerpo torturado y con el suyo el de tantos otros: “Cuando le pusieron la capucha el olor a mugre y sangre seca invadió a Guillermo. Mientras los gendarmes le ataban las manos, pensó en los otros que habían usado la capucha antes que él.” 

Detrás de todos estos tipos de suplicios hay una mano que mueve los hilos del horror: el General. Algunos lectores podrán reconocer en este sádico militar a una de las personalidades más turbias del proceso, pero la novela no necesita darle identidad para denunciar la dimensión infernal que puede haber en un pueblo chico. Su plan, el mismo que propone al piloto, se presenta como un problema casi matemático. Hay tantos cuerpos que ya no se sabe qué hacer con ellos: “si se pudiera tirarlos…sí, tirarlos (…) bien lejos, para que todos los muertos se hundan en el olvido, como las piedras se hunden en el agua.”

La tenaz desobediencia de Aylazeta al General, sus operaciones arriesgadas para salvar vidas ajenas y la suya, su dulzura para con su mujer e hijas lo convierten en un personaje heroico, de esos que no abundan en la literatura actual y que son tan necesarios para no olvidar. Exactamente como hizo Julia cuando de chica le envenenaron a su perro pequinés que tenía los ojos maquillados por naturaleza: “A medida que se moría, los ojitos se le habían ido despintando. Desde entonces, como un conjuro contra la muerte, Julia se pintaba los ojos.” 

Toda la novela de Gabriela Bosso es un conjuro contra lo ominoso y la muerte, pero al mismo tiempo y paradójicamente un compromiso con la memoria, un libro precioso por su valor. Leerlo es un acto reparador.

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