El fin puede estar a la vuelta de la esquina. La reciente novela de Francisco Uriarte nos marca esta posibilidad en una lectura para tener en cuenta.
Debemos empezar, a mi criterio, este recorrido con la pregunta: Cómo será el fin de todo? Pero acá. Sí, acá, en el norte.
Altar de piedra es la primera novela de Juan Francisco Uriarte, publicada por Lago Editora en el otoño cordobés de este año, como reza el colofón del ejemplar que tengo sobre la mesa mientras escribo estas líneas.
El epígrafe que inicia el recorrido es de Fresán. Nos marca un camino en el cual la novela será una tregua a la imaginación, será el hecho mismo, se traza un pacto de verosimilitud entre el escritor y el que será su lector, desde el vamos. Esta idea se retoma hábilmente en las primeras líneas del primer capítulo. Ya el narrador nos explicita que aquí no hay elementos nacidos de algo que no sea el acontecer mismo y que su tarea será dar cuenta de esto para nosotros, dará cuenta de un fragmento de tiempo, una ventana en el esperado devenir universal que, hasta acá, no tuvo fin. Novela que se anticipa como diario, bitácora de tránsito de un espacio a otro, de un estado interno a otro.
El personaje de la novela y su hermano Valeriano, catamarqueños ambos, habitan un mundo post apocalíptico que los encuentra en la provincia de Córdoba. Nos vamos acomodando en una lectura amable, queremos entender qué ocurrió. El «Gran Desastre» será como conoceremos el principio del fin, la subversión de la tierra cuando algo pasó y el caos que reinó al inició provocó el éxodo de la población.
Una geografía desolada, por momentos, se vuelve escenario de expectativa y tensión, una Córdoba grande que tal vez ya ni su nombre conserve ante la pérdida del esplendor en la ya pasada normalidad, porque cómo se llamarán las cosas cuando el principio del fin se suceda?
El personaje cede la voz en pocas ocasiones, pero cuando lo hace esta es tomada por Valeriano, contrapunto fuerte y marcado que cierra los capítulos mostrando la otra cara del relato. Es el balance que hace de contrapeso a la escritura del protagonista, quien se ha puesto como tarea registrar todo el acontecer para la posteridad, para la reconstrucción. La letra es lo que quedará y el rol de memoria que lleva la escritura es una de las cargas simbólicas fuertes. Escribir en un escenario como este es, entre otras cosas, una tabla en el océano. Salva.
En todo momento de incertidumbre, donde el fin es algo tangible en el aire, algo que flota y se siente en la yema de los dedos, es necesario un motivo para avanzar, para no caer en el abandono propio; en Altar de Piedra el motor que mueve es la búsqueda por la recuperación de los afectos perdidos en el éxodo, la pareja, la familia; esa causa necesaria se plantea como el refugio seguro de quien emprende el trayecto. Para llegar a ellos atraviesan, ambos hermanos, distintos episodios en los cuales veremos al humano volver al estado primitivo y salvaje en pos de sobrevivir.
Los hermanos emprenden el regreso a Catamarca, vuelven a su ciudad, “accidente geográfico”, “vientre receptor” donde esperan, anhelan, en principio, estar a salvo.
Todo momento es un tránsito, un pasaje. La tierra es donde -al mismo tiempo- se está seguro y de donde se escapa, agreste y revelada, inhóspita y abarcadora.
Altar de Piedra es una novela que se lee de un tirón, cuya acción se desarrolla en un entorno familiar para quienes habitamos esta región, eso es un plus que suma y nos hace partícipes.
El sopor y la tensión, los interrogantes y los diversos personajes que surgen en distintas situaciones de la travesía, entre otros motivos, hacen de esta lectura un grato encuentro que se recomienda.