«Las lechuzas tienen plumas de oro» de Soledad de León

El aire ingresa al cuerpo de Clara por sólo uno de sus orificios nasales y, al hacerlo, le laten las sienes. Deja que su mirada persiga la fuente de luz. La cortina translúcida revela copas de árboles envejecidos, que no se mueven. Estáticos parecen contener el aire, aguantando el latido, acompasados con ella. El cielo tras las ramas, ese día no es celeste. Siente que el mundo está en reposo.

Su gata duerme al lado. No está enroscada sobre sí misma; duerme sobre sus cuatro patas, alerta, lista para saltar si hiciera falta. Suena muy lejos el canto de un pájaro y las orejas se le mueven hacia atrás mientras sus bigotes se tensan. Lo que se escucha después, es sólo silencio. Despacio, cómo si ese gesto de tensión fuera antinatural, las orejas vuelven a su lugar.

Mirar por la ventana mucho tiempo cuando está acostada, es una hazaña arriesgada. Clara prefiere evitar el dolor que sobreviene a esa osadía, y vuelve a enderezar la cabeza. Sus ojos buscan la grieta devenida en río, que surca el techo ajado. El río divide esa tierra en dos. Del lado izquierdo, más cerca de la ventana, hay arbustos bajos, pajonales dorados, árboles tupidos y un sin fin de cactáceas. Algunas están en flor, llenas de abejas. Es tiempo de abundancia, de cosecha: hay chañar, algarroba y mistol en la copa de los árboles. También están en cantidad, esparcidos por el piso; hace calor y sube dulce el aroma de los frutos fermentando en la tierra. En ese lado del río, más tarde será de noche. Los coyuyos van a revolotear alrededor de algún foquito solitario que ilumine la puerta de un rancho, se va a escuchar el silbido de la Kakuy, y las lechuzas van a dormir.

Del otro lado, la tierra alguna vez fue igual de hermosa. Pero los árboles allí no están erguidos. Son cadáveres esparcidos sobre el terreno arcilloso, desmembrados, sin follaje. En esa tierra abunda el agua tras las lluvias, pudriéndolo todo, porque el suelo no filtra. Allí siempre es de siesta. El calor de las dos de la tarde nunca cede, no hay sombra que haga de refugio, no hay ramas dónde anidar. Las pocas lechuzas que sobreviven sufren de un insomnio eterno. Pasan todos los días en la radio una publicidad que dice que de ese lado se es feliz. Que el agua estancada deja tersa la piel, que las lechuzas tienen plumas de oro y se encuentran por doquier.

No existe puente alguno para cruzar de un lado al otro. Sólo una chalana de madera con una de las estacas dónde asientan los remos, rota. Si la corriente es fuerte, un poco de agua amarronada siempre entra, y hay que tener el recaudo de levantar los pies si una quiere llegar al otro lado con las zapatillas secas. Pero la chalana no es pública. Es de un señor canoso, de brazos fuertes. Tiene la piel curtida por la siesta eterna, a pesar de su sombrero de paja y la camisa manga larga. Si se desea hacer el viaje, se lo debe buscar en su rancho, al lado del algarrobo anfibio, que tiene la mitad de sus raíces en el río. Allí, amarra el barco. El viaje se paga, y es únicamente de ida. Sólo acepta un lingote de oro de dos kilos, o una niña de no más de 13 años.

La salida es al amanecer, cuando despunta el sol y según el canto de las chicharras, se sabe si ese día hará calor o no. Si el pago no fue en oro, suben a la chalana tres personas: quién persigue la promesa, la niña, y el señor canoso. Él no vuelve hasta un día después. Siempre solo.

Salvo él, nadie volvió jamás de la tierra de los árboles muertos.

La gata extiende sus patas delanteras, el lomo estirado en una curva descendente, y luego hacia el techo. Gira dos veces sobre sí misma, y se ovilla buscando el calor del cuerpo de Clara, que saca la mirada del techo. Toma aire. Ahora entra por los dos orificios de la nariz. Pequeños placeres que disfruta. Vuelve a respirar con fuerza, siente cómo se le van llenando los pulmones, se le infla el pecho, y lo suelta haciendo ruido por la boca.

Alguien se asoma por la puerta. Estás despierta, le dice. Si, responde Clara sonriente, y puedo respirar por los dos huecos de la nariz hoy. Vení, acostate acá conmigo un ratito, le pide. La gata abre los párpados por una fracción de segundo, y los cierra al sentir el cuerpo recostarse en el colchón. Son cuatro ahora los ojos que miran la grieta devenida en río. Si la enfermedad se me llega a ir de las tetas, quiero ir hasta el árbol anfibio a matar al tipo que se lleva las nenas. Un silencio espeso y largo llena el aire. Clara insiste: Te juro que lo quiero matar. ¿Sabes que vas a ir presa? Vamos, querrás decir. Sus risas llenan la casa, por la ventana entra una brisa y los árboles perfilados en el cielo nuboso mueven sus ramas viejas. El mundo ha salido de su letargo.

Fotografías: Silvina Robato

Soledad de León es mitad Cordobesa, mitad Santiagueña. Enamorada del ritmo lento de las cosas en la tierra de los coyuyos, late con el río dulce, mientras lee y escribe para existir. Enojada y dolida con lo injusto, hace de la escritura una trinchera de combate. Entendió en la niñez que la lectura sería siempre su refugio, y descubrió en la adultez, que escribir también. Con la intención de que otres puedan encontrar su propia guarida literaria, este año comenzó a facilitar un taller de escritura en el centro cultural Eva Negra.
Además, se dedica a la docencia y a la investigación.


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