Flores muertas en el hotel de los ciegos
Por debajo de una estatua placera, en sórdido escondrijo, se guarece una anciana. Es muda y lee las manos. Entre sus mantas rotas, en el recodo de la covacha, se deja ver un pequeño retablo donde hay jirones negros por bambalinas, una tabla para el escenario y unas manos negras, unas manos siempre por detrás:
Inocultable en el centro de la escena, sentado en una poltrona, un cerdo con bigotes. Grasiento, desgreñado. Morfa. Destroza un sonajero, bebe sangre y explota con los dedos frutos del valle. Una lengua extraña se pronuncia; eructa, vuelan migajas. A su alrededor, unas gallinas picotean el piso mientras suena una marcha patria.
El palco, entre silencioso y silenciado, pero dejando gruesas limosnas para el chancho. Las butacas se ríen del picoteo pero entregan de malagana unas monedas. La tertulia con miedo, con mareos.
En altísima cúpula,
a las espaldas de todos,
un niño agujerea el techo.
En la retaguardia del cerdo, dos equinos giran la noria. Montado sobre un burro, un hombre con chaleco verde dispara fotos. Sobre un caballo blanco, una mujer sostiene una pancarta titulada: “Es verdad”. El hombre enfoca, ella articula sonrisa forzada, esplendida, flash. Luego salta sobre su caballo flaco y grita eufórica, “La verdad de la milanesa”.
El palco unta canapés, medita y comenta, “¡Ohlalá! ¡La vérité!”. Las butacas parlotean, “Por algo será… por algo será…”, pero con gestos de indignación hacia el palco. En la tertulia hay perros de dos cabezas -mutantes de dictaduras fratricidas-, que hunden cabezas de tertulianos en baldes con ceniza de ingenio. Estertores. Uno saca la cabeza del tacho, “pero nuestras muertas”. Sale otra, “pero nuestros bebés desnutridos”. El cerdo se atraganta, se hinchan sus ojos. Repentino apagón. Los tertulianos salen envueltos en sacos de fuerza.
El niño riega su plantita,
la asienta justo donde hay
un haz de luz.
El cerdo se detiene para que acomoden la maqueta de la ciudadela. La acaricia sin ganas, se ríe, desenvaina una daga y le cercena una lonja a la falda del cerro. La arroja a los caballos. Entornan bambalinas para tapar la fechoría. Se activan luces cegadoras y suena música populista. Dos gallinos aplicados, con sus crestas bien engominadas, asientan un televisor delante de la poltrona. Los ojos del cerdo giran ciegos. Un saltimbanqui juega a las carreras de autos sobre sus brazos. Cada vez que le suelta un autito en el bolsillo, la bestia se ríe. Desde los palcos desciende una madama envuelta en tul con tres sombras de mujeres sodomizadas por cadenas. El cerdo sujeta las cadenas que se ciñen en sus cuellos y ellas responden meneando.
En el palco se tapan la boca para chismosear. En la platea gritan que no pueden ver el aparato. En la tertulia se quejan, “pobres nenas…”. Otros se burlan, “pero si son unas trolas”. Los perros sanguinarios hunden más cabezas de tertulianos en una mezcla de cemento y sangre. Emerge un rostro chorreante de flujo verde, “pero los arsenales”. Otra agonizante, “pero Paulina”. Salpican la maqueta que, del verde militar fue mutando al verde cemento.
En la plantita del niño
aparece
un pimpollo blanco.
El hombre del burro se encorva, esconde su lente y repite, “Dios-te-salve-María”. La mujer arrima, con la punta de su pancarta, restos del cerro al hocico de su caballo muerto. Sin la cámara, sin el televisor, sin la pancarta: el terror de masas aburridas. El horror del cerdo en soledad. Entra el saltimbanqui con un avioncito y le susurra al oído, “se viene el tutá-tutá-tutá-tutá-tutá-tutá”. Exaltado se levanta, mira en todas direcciones. Una seguidilla de fuerzas desorbitantes arremolinan su mente: me tocen en el palco – me gritan en las butacas – me denuncian en los canales. Especula y murmura, “todos tienen bolsillos”. Tironea las cadenas ahogando las sombras de mujer. Se da vuelta y, mirando hacia los palcos, ruega por las manos negras. Del bolsillo extrae un estuche con tierra fértil. La exhibe. La mano negra desciende por detrás del escenario, toma el estuche. Luego gira el televisor en dirección al público.
En el palco se frotan las manos y envían a la madama con billetes para el televisor. Los butaqueños olvidan dolores y muerden los asientos, sin sacar la mirada de la caja boba. Los tertulianos no pueden ver, arrancan gradas y corean, “borom-bom-booom/boron-bom-booom… todos queremos tomar chandon”. Vuelan papeles blancos.
La flor se ha desplegado…
cae una lágrima por la mejilla
sonriente del niño.
El hombre saca fotos a los billetes. La mujer le pega al televisor con su cartera y demanda a los palcos, “Es mentira”. El cerdo ríe con los labios pero espía por el rabillo del ojo. Patea el piso. Le traen agua de glaciar, la rocía sobre sus botas y las gallináceas las lustran con la cola. En la pantalla color se observa una mano que agita un sartén, en su interior hay un revuelto de muñequitos. La mano se eleva con torpeza; los muñequitos vuelan. Se sueltan risotadas. En una de las escaleras de acceso, un viejito dibuja un símbolo de paz. Los bicéfalos lo cargan y desaparece de escena.
Al niño le caen lágrimas y no deja de mirar su plantita…
sale corriendo, salta escaleras -perros le gruñen-,
y trepa el escenario.
El palco rumorea. La tertulia mira. Por detrás del caballo muerto, sigilosamente, ingresa una corzuela y se despierta el silencio. El animal se acerca hasta el niño, olisquea sus dedos. De las manos del pequeño se suelta un pétalo que, al caer en el piso, asusta a la corzuela. El animal desaparece en nerviosos zigzagueos. El niño levanta la mirada hasta el techo y pregunta:
¿Quién le lleva flores a nuestras flores muertas?
El palco comentando que jamás insultarían estadistas. Los tertulianos explicando que no es ni rabia, ni odio. La gente parada mirándose, reconociéndose como un reducido grupo. El hombre saca fotos a la mujer que bate una pancarta que dice, “El grupo de los peores”.
Máximo Olmos