–Siendo el vacío –me contestó. Gabriel Gómez Saavedra.
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La voz del padre resuena en los recovecos de los versos. En el primer poema, uno de los más logrados, el padre habla. Y su voz señala, imperturbable, el nihilismo inevitable de la existencia. Como si no quisiera ceder al vacío de la muerte, el poeta lanza una pregunta cuya respuesta entrega el golpe seco de la nada: “¿Dónde estabas /cuando los últimos perros del día /aterrados /le ladraban al vacío?” Gómez Saavedra nos dice una vez más que la poesía canta el abismo, el pozo sin fondo, lo que nos roza, inefable, como lengua de fuego.
La escritura parece apurarse a tapar el hueco que, sin embargo, persevera, y es infinito, indestructible. Todo es arrastrado por la velocidad de lo que se va: “En los regresos /una herida de supernova se traga todo/dejándolo intacto”. El poeta resiste, a pesar de todo, débil y solo: “Y yo tiraba piedras y piedras al agua…/ ignorante/ feliz/ pobrecito”.
En medio de la nada, hay algunos botes salvavidas: los espejos de la abuela, el cañaveral, los ruidos de la infancia, los amigos, el monte: “porque el silencio lo regula /nada más /que el monte”. Y en la selva infernal, lo único que queda, impertérrito, es el viento: “Lo demás es asunto del viento, / único espíritu capaz /de perder los rastros /sin enloquecerse”.
Uno de los apartados está dedicado a los vínculos poéticos y artísticos: el hermano músico, Inés Araoz, la esposa bailarina, el poeta Serrano Pérez, Gerardo Núñez. Son retratos que se refieren a otros y a sí mismo: los maestros que dicen cuando no ladran los perros o el silencio que se parece al llanto o los pies que danzan el vacío y la sangre muda que une en el latido de una música que es una tradición innombrable.
Como lo ha hecho desde los tiempos de Homero, cuando las lanzas quemaban los cuerpos y el valle quedaba desierto, la poesía nombra la intemperie: “En este sector/ deshabitado de mi barrio/ donde aún no llega/ el alumbrado público/ alguien prendió un fuego/ para quemar el cuerpo/ de un caballo”.
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Gómez Saavedra une, en una voz que susurra versos poderosos por su ritmo y por sus elipsis, las tradiciones populares y el disfrute de la poesía más sofisticada. Y también une los adjetivos díscolos con los sustantivos que invitan al oxímoron: “para la costa seca del ataúd”. El tono que resulta es propio y encontrado, un tono vertical y horizontal a la vez, una rareza. No le molestan los vocablos que engañan por su rusticidad: “arbolito espinudo”. Tampoco le disgustan las fulguraciones verbales más elaboradas. Su poesía está hecha de pensamiento subterráneo y un lamento musitado con mesura y detenimiento. En todos los casos, el verbo no puede decir lo real y, si lo intenta, lo hace con una mirada ciega: “Sí, /pedí una luciérnaga para mi cabeza, / pero no sé cómo /leer su luz”.
“Era”, el título, evoca las variedades de la lengua y de la vida: lo que era ya no es y tampoco podrá ser el hoy. A la vez, el presente vuelve sobre el pasado para hablar de esa era, de esa época en la que las luciérnagas pululaban en los veranos sin por qué: “Hace mucho/ que no encuentro luciérnagas. /Antes/ cualquier verano/ era inconcebible sin ellas”. Por momentos, el poeta nos dice que su canto no es otra cosa que un ardid vertiginoso salido de un cañaveral. Y entonces sentimos que sus versos surgen de ese conjunto de árboles y pájaros que es la infancia, esa era en la que no existía de forma nítida la muerte y sus duelos. Como el poeta ha sobrepasado la infancia, percibimos que esa era vive como sombra tórrida en los versos y que la poesía es un duelo nítido y verbal, una forma minuciosa y sentimental de cantar lo que se pierde. Gómez Saavedra nos sigue diciendo, a su modo, lo que dijo Octavio Paz: “la poesía es tiempo y arde”. Y lo escribe de una forma que encanta y perturba. En su yo conjetural se meten los oídos de los lectores y los que viven el mismo mundo pero que no pueden expresarlo de una manera proverbial.
Desde los tiempos de Platón, la poesía elogia el sentido de la vista. Ya sea para decir que el poeta ve lo que nadie puede ver o para ensalzar la ceguera inevitable, los filósofos y los poetas enaltecen a los ojos y sus potencias. Quizás por su relación con la música, en este libro Gabriel Gómez Saavedra apela no solo a las metáforas de la visión sino también a los oídos y a sus posibilidades poéticas (“el rasguido que /da en la canción”; “nunca escuché ladrar a los whippets”; “y una lluvia negra /como sinfonía enferma”). El poeta ve y oye, levanta la oreja, y en esa escucha, de alguna manera se levanta y puede vencer, por un instante, el dolor del mundo.
Gabriel Gómez Saavedra
(Concepción, Tucumán, 1980). Publicó la plaqueta Huecos (Ediciones Del Té, 2010), los libros Escorial (Editorial Huesos de Jibia, 2013) y Siesta (Ediciones Último Reino, 2018). Colaboraciones y poemas suyos han sido incluidos en La Gaceta, Hablar de Poesía, El Ganso Negro, La Papa, Vallejo & Co. (Perú), Iris News (Italia), etc. Entre otras distinciones, ganó el Premio Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán – Género Poesía (Región N.O.A.) y fue seleccionado por el Fondo Nacional de las Artes como becario del programa Pertenencia: puesta en valor de la diversidad cultural argentina.
Foto: Daniel Ocaranza