A 38 kilómetros de Haciendas, una ciudad que se galardona como la ciudad de la innovación, está Mandil, un pueblo con diez casas, cuanto mucho, y un gran hotel irreal en el medio. Allí mismo se celebraba el Festival Internacional de la Literatura y la Memoria y, como es costumbre, sorteaban dos pasajes todo pago. Una de las condiciones era haber escrito algún trabajo académico. Con Analía habíamos escrito Las sombras de un pueblo. Enviado. Por fin una racha de suerte. Creíamos haberla gastado años atrás cuando conseguimos trabajo como secretarias de un abogado, aunque no tuviese nada que ver con nuestros estudios. Era un trabajo a medio tiempo, pero nos pagaban muy por encima de la media: teníamos vacaciones pagas, aguinaldo y demás. Nos despidieron porque nos encontraban siempre con los clientes en el baño del estudio. Una esposa furiosa nos denunció y, desde ese momento, supimos que vendrían años de miseria y changas para poder seguir pagando nuestros estudios. El hotel era más bien una casona enorme. Tenía muchísimas habitaciones y espacios, salas para las exposiciones, bar, música y patios internos. Muchos patios internos. La estructura de los patios nos recordó al zaguán de la abuela Ñata, donde solíamos jugar con Analía cuando éramos chicas y vivíamos allá, en nuestro pueblo. Estaban tapados con techos de parras y enredaderas, casi un sueño veraniego. El sentimiento de creer que nunca llegaríamos a un lugar como ese, ahora se desaparecía entre saludos y credenciales. Era casi el mediodía y el comedor principal se preparaba para recibir a sus invitados. Un chef famoso, con su cocina desplegada al medio del salón, era el artesano del sabor. Todo parecía sabrosísimo: —¡Mirá, Grace! Es caviar —dijo Ana, zamarreándome de la felicidad. —¿Querés que probemos? —Aunque yo parecía siempre seria, por dentro me sentía como una niña. —No, no, no. Mirá eso otro. ¿Qué será? ¿Comemos eso? ¿O esto? ¡No sé qué comer! ¡Hay mucho, Grace! —Ay, hija, no sé. Decidí, no podemos sacar todo. ¿Esto? —le dije señalando algo que parecía pescado. —¡Puaj! ¡Está horrible! —dijo casi vomitando la comida en una servilleta. Era increíble. Cada plato, cada aperitivo, hasta las bebidas tenían un sabor amargo, vencido. Probamos cada opción que se ofrecía, pero las ganas de vomitar iban creciendo. Estaba pálida del asco. Analía, en su eterna sabiduría, propuso ir a comprar panchos. Sí, panchos. Caminando entre las pocas casas que había, llegamos hasta un kiosco: ¡suerte! Analía comenzó a reírse a carcajadas y, entre bocanadas de aire, me recordó que no teníamos a dónde cocinar. Pequeño gran detalle. Nos imaginé invadiendo la cucine del chef para hacer unos panchos. Mientras debatíamos qué hacer, una señora salió del negocio a barrer la vereda. Allá en el pueblo eso significa chisme y, seguramente, la señora quiso enterarse de qué hablaban estas dos chicas frente a su negocio. Ana jodía con que podíamos hacer una fogata y meter las salchichas en palitos y yo me reía, diciendo que era mejor abusarse de nuestra suerte y, cuando nadie estuviese viendo, ¡zaz!, una olla con agua et voilá. La señora se reía entre dientes: nos escuchaba. Se acercó lentamente con su escobita y nos dijo que no parecíamos del pueblo. Le contamos que estábamos a tres cuadras, en el Hotel Blanco, por un congreso y que la comida estaba podrida. Se reía de nuestras ocurrencias y, con una mirada maternal, nos invitó a cocinar los panchos en su casa. La casa de doña Marta contrastaba con el hotel como si fuesen dos espacios universales diferentes. En realidad, todo el pueblo contrastaba con el hotel. Cuando entramos, nos recibieron dos nenas: una de ocho y otra de catorce. Estaban hilando en el telar y, al vernos, lo escondieron detrás de sus cuerpitos. Doña Marta y las nenas nos atendieron muy bien, por lo que nosotras pagamos por ese almuerzo que, aunque pecaba de honesto, fue lo mejor que habíamos comido desde que salimos de la ciudad. Cuando estábamos almorzando, nos contó que todos los años la gente iba a ese congreso y el pueblo quedaba olvidado: el chef traía a sus propios ayudantes, los coordinadores a sus trabajadores, el hotel contrataba a mozos y personal de afuera: —Nunca nos dejan participar de sus eventos, ni como espectadores. Parece que nos tienen asco —nos dijo con una mirada entre triste y furiosa. —¿De verdad? ¿Tanto afecta al pueblo el congreso? —dijo Analía mientras masticaba su panchito con kétchup y papitas. —Y sí, m’ija. Nosotros somos un pueblo de paso. Acá para la gente que pasa para Haciendas, así que nosotros siempre tenemos abierto nuestros negocios. Cuando hacen el evento en el hotel, son dos semanas de no vender nada, porque la gente ya no para a comprarnos nada, solo van al hotel a ver qué pasa ahí. —¿Pero no saben ustedes cuándo hacen el congreso para no comprar cosas de más? —No, m’ija. Ellos nunca nos dicen cuándo. Solo llegan y arman todo en dos días. Si vieran… don Chicho tira bolsas de verduras podridas pa’ los animales. ¿Y la Tula? Pobrecita la comadre, termina con la carne neeeegra. El pueblo los odia y los condena. Ustedes no comieron la comida de ese chef, ¿no cierto? —No, porque estaba HO-RRI-BLE —le dijimos a coro, riéndonos. Más tarde compramos unas galletitas y una pastafrola a don Teto, el panadero, para acompañar el mate. El congreso había quedado ya lejos de nuestras mentes. La tarde acaecía y, sumidas en esa atmósfera tan hechizante y tranquila, recordamos que a las siete debíamos exponer. Nos fuimos casi corriendo, no sin antes agradecer a doña Marta por su calidez y con la promesa de volver. El hotel estaba aún más lleno. La gente iba y venía, todos se zampaban platos y platos de comida, de bebidas frías, los zaguanes estaban repletos de fumadores y sus charlas sociales, los mozos llevaban algo parecido a una sangría para todos los del salón y las mucamas corrían a dejar las habitaciones limpias para la noche. La algarabía de la gente era electrizante, había trescientos mil voltios extra. El ambiente se había convertido en algo utópico, onírico. Aunque suene paradójico, apagaba los sentidos, como si los invitados estuviesen en un largo letargo. Cuando salimos de disertar, nos sentamos en el bar al aire libre: —Che, Ana… ¿Será que las bebidas estarán feas también? —le dije, medio cómplice. —No creo, sería el colmo. No llames a la desgracia, que me pone nerviosa. —¡Búúú! —Asusté a Ana con el chiste viejo y me reí—. Sino nos vamos a la casa de doña Marta de nuevo. Cuando nos trajeron el café, alcanzamos a dar dos sorbos: esperable resultado. Encima, comenzó a llover. Corrimos a resguardarnos de la lluvia, que venía potente y tormentosa. Caminamos por los zaguanes viendo a través de las parras cómo el cielo se volvía negro. Y de pronto, blanco. Negro, negro, negro. Blanco. Negro, blanco, negro, blanco. La arañita en el cielo. Los destellos parecían enojarse con los usurpadores. Destello veloz que parecía forjado por Zeus. La gente comenzó a reunirse en los pasillos de los zaguanes y a filmar cuanto veían en el cielo. Parecían hipnotizados, drogados por el aroma electrizante. El primer rayo cayó justo al medio. Gritos, corridas. Un grupo de hombres se paró en el medio a analizar el hueco que había dejado el rayo. La luz se había ido y ahora solo veíamos arañita tras arañita en el cielo. "Nunca cae en el mismo lugar dos veces, no se preocupen", dijo uno y dos veces cayó y los hombres olían al asado de papá por las tardes de pueblo. De pronto, la gente dejó de gritar, dejó de correr. Y otro se sumaba a lo absurdo. Y otro más. Y todos se endurecieron en el medio del patio. Los hombres, carne y hueso en el final. Uno tras otro… No, uno encima de otro: una montaña de olvidos, memorias, dolores, recuerdos. Una montaña de ellos. Corrimos y nos escondimos cerca del bar. Desde lejos, vimos a doña Marta, sus hijas, don Teto, doña Tula, don Chicho, todos agarrados de la mano mientras oraban. El telar de una de las hijas de doña Marta con un rayito en el hotel. Pronto, comenzaron a gritar, a aullar a los cielos, mientras los hombres seguían apilándose en esa montaña de rayos y carne. Cuando solo quedamos Analía y yo, cesaron. —¿Están bien? —dijo doña Marta con sus ojitos vidriosos de amor. —Sí… Estamos… bien… —Casi no podíamos hablar—. ¿Qué fue eso? —Les dijimos, m’ijas. Año tras año, el pueblo los condena. —¿Ustedes hicieron esto? —Sí, m’ijita, nosotros. —¿Siempre? ¿Todos los años? —Nos miramos con Analía, sorprendidas de nunca haber escuchado nada de estos sucesos en las noticias— ¿Y cómo es que…? —Porque nunca nadie sobrevive. Esa noche partimos a la ciudad. Mientras subíamos al colectivo, pensábamos que nuestra racha de suerte había vuelto para quedarse. Firma: Grecia
Deborah Leonor Barrionuevo nació y vive en La Rioja. Es tesista de la Licenciatura en Letras de la UNLaR. Con su amiga y colega Iris Lastra fundaron «Correcciones Monitas», un emprendimiento de corrección de textos académicos y literarios. De la mano de Correcciones Monitas nació la Revista MONI(ARTE). Deborah edita, maqueta y diseña la revista, así como también es encargada de la recepción de los textos académicos para la misma. Es escritora y está trabajando en su primer libro de cuentos.