«No vivimos en el campo» de Mauro Gentinetti

La mujer abrió la puerta de madera hasta pegarla contra la pared y mostró su cuerpo encorvado que empujaba la moto hacia el frente. Nunca entraba ni salía por el garaje del costado. Siempre por el frente, como si la moto fuera un familiar más. 

La apoyó contra la pared de la entrada y giró para detenerse en el umbral. Era una mujer diminuta, de pantalones holgados y remera suelta. Su pelo era de un amarillo oscuro y caía suelto sobre su espalda, mojado. 

Miraba hacia el interior en señal de espera, como si alguien tuviera que salir de inmediato. Sus brazos, quietos a los costados, daban muestra de su decisión de quedarse ahí parada, el tiempo que fuera necesario. 

—Dale pelotuda, salí —dijo con una voz chillona y gruesa. 

Se movió apenas unos centímetros y dejó libre un espacio tan angosto como la flaca que salió de adentro. 

—¿No ves que estaba escuchando lo que decía el noticiero? —le respondió la piba mientras buscaba la salida. 

—Pero qué noticiero. Andate de una vez. 

—Cerrá la puerta —le ordenó la piba mientras se subía a la moto— No vivimos en el campo.

—Pero sí, sí, andá. 

—Sí, hacete la viva, ya veo que se te escapa otra vez —disparó con el motor encendido. La mujer dio la vuelta, hizo dos pasos, cabizbaja, y sacudió de un portazo la madera.

II 

Cuando atacó al galgo, el escándalo se sintió en toda la cuadra. Fue una tarde de visitas y despedidas en la puerta de la vereda. Y en un descuido, en una entrada a buscar un bolso que alguien se había dejado, se desató la tormenta. 

Se lo pudo ver cómo salía desaforado, en medio de dos mujeres que intentaron frenarlo. Salió hambriento, con la boca abierta y mirando hacia a la esquina, como sabiendo lo que el afuera tenía para ofrecerle. 

El perro flaco quedó paralizado junto a la cuerda de su dueño. Cuando buscó salir corriendo, ya era tarde. La bestia se le echó encima y le clavó su mandíbula en el cuarto trasero. Y ahí quedaron, en medio de gritos y ladridos. Era como si estuviera decidido a apretar hasta que la carne se partiera. 

Un hombre llegó a las corridas y se tiró encima. Lo agarró por el cuello y le dio unas trompadas para que lo soltara. El galgo se había cagado encima y sus alaridos, de tan agudos que eran, estremecían. El dueño, empalidecido, amagaba con tirarle patadas que nunca lo impactaron. Recién cuando llegó la mujer con la correa, el galgo pudo zafarse y salió disparado por la calle, a los gritos, sangrando, con su dueño por detrás tratando de no perderlo de vista. Mientras lo hacía, prometió una venganza. “Te voy a denunciar hija de puta, vas a ver”. 

—Ya no sé más que hacer —comentó ella mientras se llevaba a la bestia—. Nos vinimos del campo porque nos comía los animales… 

Tenía otra vez el pelo mojado y el rostro se le había impregnado de color. Tuvo que hacer fuerza para arrastrarlo hasta la casa. Antes de entrarlo, le acarició el cráneo.

III 

La cuadra era de veredas anchas y estaba habitada en su mayoría por hombres y mujeres de edad. Un barrio de viejos, que se construyó con plata de la lechería del lugar, para las familias de sus empleados. Se las conocía como las casitas de los trabajadores lácteos. De a poco fueron dando lugar a la llegada de hijos, nietos y de gente atraída por cierta tranquilidad de pueblo grande. 

No había muchos chicos. El último en aparecer, era conocido por su bicicleta negra. Un rodado 12 heredado de su hermana y restaurado por su padre, que tapó el rosa con el color más oscuro que le ofrecieron en la pinturería. 

Iba y venía por la misma vereda. Las rueditas de plástico anunciaban su paso, que recibía el saludo de los viejos sentados en sillones de tiras, que frente a sus casas tomaban mate o, simplemente, se quedaban a ver los autos que pasaban. 

IV 

Ninguno de los viejos de la cuadra se lo advirtió. Él iba por la otra vereda, de espaldas a la furia que estalló por la puerta de la mujer de pelo mojado. Ni siquiera pudo sentir el aliento agitado del animal que salió con la mirada puesta hacia donde él estaba. Como si, otra vez, hubiera sabido con lo que se iba a encontrar afuera. 

Lo mordió de atrás en la zona de la cintura. Al tumbarlo, cayó en el jardín de uno de los viejos, por encima de una pequeña verja de madera. Ya en el piso, el animal movió la cabeza con violencia, de un lado a otro. El chico apenas gritó. Una de las ruedas de la bicicleta negra quedó girando sobre la vereda.

El auto solía dormir afuera, bien al frente de la casa. A veces, daba la sensación de que había sido dejado a las apuradas, lejos del cordón. Era de color blanco, chiquito, fácil de guardar en el garage que nunca se usaba. 

Un día amaneció con los vidrios abiertos. Todo vomitado. Por debajo de la ventana del acompañante, había un rastro de inmundicia que caía hasta el piso. 

También había manchas en el parante del vidrio, como si el vómito se hubiera explotado antes de ingresar al auto, como un impulso de repugnancia incontenible. O como una mano sucia que, al sostenerse para entrar, había dejado su marca.


Mauro Gentinetti nació en Santa Clara de Saguier (Santa Fe), en 1979. Estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y trabajó durante diez años en medios de Rafaela (Santa Fe), como el diario La Opinión y Radio El Espectador. En 2012 se especializó en la Enseñanza de la Lectura y la Escritura en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y comenzó a ejercer la docencia en escuelas de nivel medio. Actualmente coordina talleres literarios, forma parte de Escritores Rafaelinos Agrupados (ERA) y participa en la organización de la Semana del Libro de Rafaela. En 2018, su primera novela recibió el 2º Premio del Fondo Editorial Municipal de Rafaela. En 2019, fue seleccionado por el programa Espacio Santafesino del Gobierno de Santa Fe para la realización de una clínica de obra. Ese mismo año, integró una antología de video poemas de autores rafaelinos. En 2020, su crónica “La pandemia personal” recibió mención especial del jurado en el Primer Concurso de Escritura Viral organizado por la editorial Milena Caserola (Buenos Aires).


*Foto de portada: Jianxiang Wu

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