«Broches en el pelo» de Natalia Trouvé

Cuando murió la abuela, dormimos  abrazadas con mis hermanas, encogiendo las piernas, no vaya a ser que cumpla con su amenaza cotidiana y nos tire las patas por haberla hecho renegar tanto. Yo estaba muerta de miedo, tengo que admitir, y rogaba que no se me aparezca ni haga ningún intento de contacto desde el más allá, juntando así las manos, y murmurando  oraciones inconexas a energías y deidades diversas.

A la abuela le encantaba hacerse la muerta. Generalmente aparecía mi hermana menor, le preguntaba algo, la tocaba, y al notar que no reaccionaba nos llamaba gritando espantada. Acto seguido surgían las lágrimas, las corridas de acá y de allá: -se murió la abuela!!!  -se murió!!! De a una íbamos llegando a la escena y le abríamos los párpados, pero era experta en poner los ojos en blanco. Con el dedo índice nos fijábamos si le salía aire por la nariz, pero ella se aguantaba bastante bien la respiración y esperaba un ratito para saber quién la iba a llorar y quién no (a esta última probablemente la espantaría desde el más allá); por eso mismo, todas,  con mucho aspaviento, nos lamentábamos lo más que podíamos, no vaya a ser que de verdad nos cumpla la maldición. Cuando ya no daba más con el tema del aire se sacudía repentinamente,  como si acabara de despertarse, y con cara de no entender nada nos ahuyentaba rápidamente y se iba a la cocina.

Le salía bien ese papel. Tan bien como las sfijas que nos dio de mamar durante años. Siempre se dormía sentada y así se quedaba, como petrificada frente al televisor de la cocina o en el patio del fondo si había sol. Solíamos aguardar ese momento y le poníamos broches de la ropa en el pelo, hojas de alguna planta del jardín, gomillas de varios colores, a veces flores también, de esas rosas chinas que tanto le gustaban; los limpia mamaderas o algún que otro helecho; y pacientemente esperábamos a que se despierte para ver si se daba cuenta o seguiría todo el día con esos adornos en la cabeza, cocinando, limpiando la casa o viendo la novela de la siesta con nuestras risas de fondo. 

Los ojos turquesa más lindos que vi eran los de ella, y quizás por esa mirada oceánica es que decidió casarse con quién se le dio la regalada gana, lo que le costó la desaprobación familiar, por no decir la total expulsión del clan por haber deshonrado su tradición de mujeres vendidas al mejor postor y encima casarse con un pobretón venido vaya a saber de dónde. Pero el amor no le faltó, claramente, ya que recuerdo que un día me quise ir a dormir con ella en su habitación pero no me dejó, porque decía que el abuelo la abrazaba todas las noches y no entrábamos los tres. No conoció otro hombre según me comentó, porque fue el único que la había hecho vibrar como todo el campanario de la Catedral o la iglesia Santo Domingo, donde se había casado virgen, pura y santa con la bendición de dios, su piel dorada y una cola de seda toda bordada que medía como cinco metros. 

Terminó poniendo una pensión en su casa para diversos especímenes, después vendiendo milanesas en la avenida Alem y más tarde comida árabe a quien ella consideraba le iba a encajar como sea, “porque seguro necesitaba”. Yo intuyo que el abuelo era un vago irrecuperable y tuvo que tomar las riendas de la cuestión para mantener a sus hijas y que tengan la educación que le fue negada. Salió adelante a fuerza de trabajo y terquedad, el abuelo murió nomás y ella quedó en nuestra casa, criándonos y cuidándonos mientras nuestra madre trabajaba.

Una bandeja del horno, una máquina roja de moler carne o un cucharón de acero me recuerdan a la abuela. La achicoria, la ricotta fresca, el olor a ajo y limón entre los dedos. Una ramita de apio recién lavada. El mate espumoso en bombilla con un sanguche de mortadela. El kippe, los niños envueltos, la Isabel Pantoja, Raphael y su “toco madera no vuelvo junto a ti por más que quiera”. La abuela golpeaba con el puño la mesa mientras cantaba y creo que en realidad no era bronca sino su tristeza más grande que un velero. La tristeza atrapada en algún barco lejano y añejo. Porque era su hábito cargarla como a una niña abandonada, era su quehacer cobijarla como un gorrión entre sus manos endurecidas, en las plantas de sus pies, secas; en cada bandeja que sacaba del horno, en la bolsa del mercado, en sus rodillas afligidas, y sobre todo en su quietud, ahí, aplastada en esa silla. A veces se decidía y la sacaba a pasear un rato, como cuando regaba la calle de tierra por las tardes, o quizás la acunaba cuando se iba en el 102 Zona Norte a “ventilarse”. Se subía sólo para hacer todo el recorrido y volver. Ya la conocían los choferes y la dejaban, pagando solo el boleto de ida. Nunca me animé a preguntarle qué dolor derramaba por esas ventanillas abiertas.

La abuela crió un montón de nietos, pero igual, bajo los callos y más adentro, estaba sola.  

Nos enseñó a cocinar con carne molida para que alcance para todos, nos lavaba la ropa, hablaba con el basurero, con el plomero, con don Fernando el del transporte. Le regalaba milanesas a los taxistas a cambio de viajes a dónde ella necesite y cuantas veces le parezca. Nos hizo tenerle miedo a las gitanas que tocaban el timbre para leernos las manos, porque seguramente nos querían robar, nos harían trenzas, nos pondrían sus largas polleras coloridas y así no nos encontrarían jamás. Nos decía muy seriamente que por ser mujeres teníamos que soportar lo que sea, porque somos más fuertes pero, por algún motivo, no valemos nada; y así se lo hicieron saber sus padres quitándole todos sus derechos y cargando sus espaldas con la culpa por el solo hecho de existir y nacer con vagina. «Las mujeres somos una basura” decía, seguro a ella también se lo dijeron cuando la arrodillaban en maíz durante horas si se peleaba con algún hermano varón. Se aguantó y se creyó todo salvo lo del casorio. Como pudo nos enseñó a vivir, decidir, reclamar y gritar por cualquier cosa, para que el dolor nos salga por alguna parte, no nos enfermemos y no necesitemos de nadie para sobrevivir. 

Su venganza fue, tal vez, ser el alma de la casa. El jardinero, la Blanquita, las perras, el verdulero y todas nosotras danzábamos su música. Como una prestigitadora que arrastraba sus ojotas desde las seis de la mañana hasta que cerraba el portón con llave a la noche, toda emperifollada, pintada y llena de perlas; componía la sinfonía del hogar nuestro. 

Un día mí madre se jubiló, volvió a la casa y al darse cuenta que no era ella la directora de la orquesta, hechó a la abuela a los portazos.

La mandó a la casa de mi tía dónde la tenían como una reina. No tenía que lavar los platos, ni había calle de tierra para regar, ni ropa para lavar. Le llevaban el desayuno a la cama, le planchaban hasta los calzones y había un perro ajeno, que comía bifes con huevos fritos y al que no podía hacerle polenta con huesos como los que le daba el carnicero de la calle Perú. Todo ya estaba limpio. Todo lustrado. Ordenado. El televisor no era de ella, y parece que el abuelo no podía acompañarla de noche porque no había forma de enviar su nuevo paradero al más allá. No había charlas, retos, peleas ni portón para cerrar después de que la última de nosotras llegara. Como una gaviota sin bahía ni luna se iba al centro y andaba encogida por las calles, con su bolsito de mano y un naufragio contenido bajo las cejas pintadas con un delineador marrón clarito.

Sigilosamente un día se subió al bondi en dirección al cerro. Llegó y entró de puntillas, sin que nadie se diera cuenta. Agarró su silla, la llevó hasta el living, prendió la estufa y se sentó. Quizás primero escuchó un rato ese sonido que desprenden las familias, el olor de las cortinas, la cera del piso que ella siempre acarició torpemente con la enceradora. Quizás se dio cuenta que estábamos hace días sin probar su puré de garbanzo comiendo papa hervida o que inconscientemente  tratábamos de salir más y no estar tanto ahí, sin ella.

Escuchó. Miró por la ventana el sauce nuestro, respiró el aire nuestro y decidió hacer su acto final, el más perfecto de todos. Sentadita en esa silla, se hizo la muerta por última vez. 

Una a una fuimos llegando. Ya acostumbradas a verla reposando así por un rato, al principio no le creímos. Pero se había ido de verdad.

-Se murió la abuela!

Todas intentamos lo de los párpados, el dedo en la nariz, la movíamos. Vino el vecino del frente, la Blanquita, el jardinero…

Se murió la abuela…

Solo pensé en ponerle los broches en el pelo y una rosa de las rojas que tanto le gustaban para que se lleve en el barco velero, pero la tía no me dejó porque había que arreglarla y ponerle las perlas y su mejor ropa. Le pinté los cachetes con el rubor que guardaba en la puerta de la heladera.

Se murió la abuela…

Parecía feliz, dormida por fin en su cama con el abuelo.

Se murió.

La abuela…

Se murió y nos dejó un hueco. Sin duda el más gigante: la casa, como un animal sin alma, como un caparazón abandonado que se fue agrietando lentamente. La casa, en dónde aun cuando regreso escucho sus pasos arrastrándose por el pasillo, o encuentro su voz en algún objeto abandonado y polvoriento en la alacena de abajo.

Ilustradora: Viviana Rivadeo Monteros


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