Frías. Son los últimos días del invierno del 2023 y nos encontramos en ese acotado pero esplendoroso momento en que los últimos lapachos y las primeras pezuñas de vaca, están en flor. Toda esa exuberancia apabullante contrasta con la crisis que hace tiempo nos acompaña, pero que escaló de manera exponencial desde el último agosto. Y más en sintonía con la irrupción vital de las flores que con la desazón de la crisis, la sexta Feria del Libro de Frías se inaugura en una calurosa, concurrida y bulliciosa tarde, en el pasaje más angosto de la ciudad, a pesar de que sean tiempos difíciles para vender libros. Tiempos difíciles para vender. Tiempos difíciles.
Viajo a la Feria con amigues, invitada por otro amigo, con la alegría de que allí me encontraré otra amiga más. Me convocan los libros, las lecturas, los libros, los encuentros, los libros, lo inesperado, los libros. Los libros y sus mundos. Los mundos que abren los libros. Desde niña encontré en los libros un lugar donde quedarme a vivir. La literatura es desde entonces mi casa, y todo lo que nace de ella y alrededor de ella, para mí es hogar. Entonces llego a Frías, a conocer esa parte de esta gran casa, que es también mi casa, pero que aún no la conozco.
Lo primero que pienso cuando llego, es que me gusta. Me gusta el pasto que te recibe al llegar y la guirnalda de luces, que todavía están apagadas porque el sol hace lo suyo. Me gusta el contraste que hacen sobre el pasto el fucsia, el amarillo y los colores estridentes de sapos, unicornios y lentejuelas tornasoladas, que llevan las mochilas de una veintena de niñeces que adentro escuchan cuentos. Me gustan los manteles color girasol, que llenan de luz las mesas atestadas de libros. Me gustan los ventanales que dejan entrar el patio, con sus árboles, palmeras y pájaros. Me gustan las treinta y siete grullas de origami hilvanadas en una tanza transparente que refleja la luz, atravesando el salón. Están hechas de partituras envejecidas. Para ese momento todavía no lo sé, pero me gustarán las otras veintiun grullas colgadas de los árboles en el patio; me gustará ver que la gente es tanta, que no entra al momento de la inauguración; me encantará escuchar a la orquesta de la escuela, a niños y niñas tocando el violín.
Además de MG, que es el único lugar donde se ejerce el oficio de librero/a en la ciudad y que organiza la Feria, ocupan las mesas al menos dos librerías más y dos editoriales. Una librería de Tucumán y otra nacida en tierra de ríos anchos y cóndores volando: Poesía Ambiente, de Traslasierra (Córdoba). Las dos editoriales independientes son brujería chamánica salamanquera de los montes Santiagueños. Puro desborde de talento, identidad política y auténtica voz literaria fusionada con arte gráfico y textil: Piedra Madre y Funga Editorial.
La noche llega rápido y salimos al patio para “El equilibrio de las aguas”. Una performance atravesada por distintos lenguajes artísticos, nacida del libro Perdiendo aceite en el paraíso de Alejandro Arriaga. En voz alta lee, al cobijo de un jacarandá: Una voz que pide que no respondas, que aceptes esa porción de muerte. Caminamos con esa sombra. Sol y distancia. Una chica de pollera azul toca la guitarra y empieza a cantar. Otra juega al fondo con una camisa y en la pared vemos una imágen lumínica, que nace de un proyector de acetato. Magia de la antigua. Aparecen los plásticos de diapositivas viejas, sin fotos. Las sombras de quienes forman la escena salen y entran de los recuadros, se mueven, bailan, arman la propia. No me reclama ninguna palabra. Suena una cortina de metal y pienso en los llamadores de ángeles. La palabra. Suenan timbales. Mientras, la pared se llenó de gotitas y advierto que también de bichitos buscando la luz. Es una fiesta de agua y aleteos. ¡Qué nos parta un rayo! Que sobreviva la electricidad que fuimos. La lectura y la voz me hacen evocar al Chacho Marzetti, que cuando los podcast todavía no existían, leía libros enteros a la medianoche, por Radio Nacional. En eso Alejandro habla de la paja y la marihuana, una niña que está sentada en primera fila y lleva una vincha con orejas de gatito se da vuelta y le dice a su amiga: ¿vos entendés algo? Son un grupo de ocho. Les asombra todo lo que aparece proyectado: Es agua, mirá. Tratan de entender qué son o cómo suceden las cosas que se dibujan contra la pared. Y aunque elles no sepan, me paso el resto de la obra tratando de adivinar también, si es aceite, colorante, si son las manos las que mueven el agua, o el viento. No puedo dejar de mirar los bichos ahogados en esa imagen orgánica, preciosa y acuosa que me lleva como un río. Como el contraste de la crisis con los lapachos.
La noche es larga, y a pesar de ser tarde, todavía está lejos de terminar. Seguimos en la trinchera de lecturas en el Biarritz. Comemos, bebemos y nos abrazamos. Quedo suspendida entre las imágenes de lagartijas, nubes que naufragan a barlovento y el soltar de canciones que unían a distancias opacas. Me doy cuenta que sangro como el cuento que leo y me animo a invitar a todes, a entender el sentido del polen. Me digo y nos digo que la vida siempre insiste, y tan es así, que más tarde, nacerán sueños.
El sábado es mi último día y la feria me encuentra con Yunga, para presentar su libro Travestismos, Multiversos y Lenguajes. Ella llega espléndida con sus rulos brillando en colores y llena de calidez el espacio y la presentación. Al rato dejó el micrófono y se sentó cerquita de la gente que fue a conocer su libro, tomamos mate, charlamos de política, imaginamos formas de cambiar las cosas de este mundo que nos hacen mal. Y después de una comida compartida, me tocaba partir. Me voy de Frías con una lluvia finita, que por momentos se transforma en lluvia copiosa que estalla contra el parabrisas. Siento que hace eco de mi tristeza por partir. Cuando la tormenta pasa, o yo paso la tormenta, los chañares en flor al costado de la ruta me sosiegan. Quedo prendada con unas florcitas que se parecen a la de la Tusca, pero blancas. Más tarde sabré que son flores de garabato. El color clarito de las flores me hace pensar en las grullas. Que en la cultura japonesa son símbolo de longevidad, de buen augurio, de una vida más allá de lo terrenal. Como la Feria del Libro de Frías, que nos cobijó el corazón y se irguió como bastión de esperanza en medio de tanta incertidumbre. Dice Claudia Masin: para mí la cura es ese bálsamo, ese momento en que el padecimiento descansa (…) Es más bien el estado por excelencia de quien ha sido roto, de quien está roto y es a la vez el acto de reparación que aunque dure poco tiempo, es capaz de dejar efectos perdurables.