Trabajo con adolescentes, hace quince años. No pocas veces me he preguntado por qué trabajo con adolescentes. Me respondo a medias, pero es fuerte la sospecha de que encuentro allí un enigma, un abismo, un vértigo. Cualquiera que sufre de vértigo sabe que el problema no es el vértigo en sí, sino la atracción y el impulso de dar el salto: ´´así era toda la posibilidad de existir en ese momento, en una ambivalencia´´, dice Ana en las primeras páginas y es la contraseña que me atrapa hasta el final. De la cantidad de temáticas y aristas que despliega la novela, encuentro la huella del cuerpo, y la sigo. Del cuerpo que adolece. Muchas veces me pregunto si adolecer en la adolescencia es una realidad inevitable o una construcción cultural que opera en función de contener la belleza arrolladora del caos. ¿Sabríamos qué hacer si saltáramos al abismo? Pienso en Aurora como en una de las niñas de los cuentos de Marosa, dedicada a darle gozo al cuerpo animal, sin imaginar siquiera que el cuerpo ´´se debe´´ a otras cosas, hasta que la voz del padre baja la directiva: ´´la palabra obscena sellándole el recuerdo de todo su porvenir´´, dice el texto y el impacto de la frase hace huella profunda. Con el calibre de algunas palabras se puede obturar todo, hasta el cuerpo animal. De ahí la necesidad del nacimiento de un lenguaje: ´´nada volvió a decirse de corrido´´.
Un lenguaje arrollador para decir lo que no puede decirse de corrido: una paradoja. ¿Cómo habla el cuerpo que adolece? Los cuerpos de El vientre de la flor hormiguean, se ahogan, enmudecen, babean, vomitan, se hacen pis, se obturan, se mutilan, se mojan. Oscilan constantemente entre lo retenido y la incontinencia, quizá para decir, en el lenguaje de la ambivalencia, que no están dispuestos a aceptar dócilmente la domesticación: ´´el ahogo de Priscila hacía la diferencia: desordenaba y reorganizaba´´. Encontrar en el dolor del cuerpo una esperanza: otra paradoja.
´´La cuenca de la tierra fue testigo del divorcio eterno entre el ardor y lo florido, entre el vientre y la flor´´, leemos también en esas primeras páginas y la sensación es de opresión. Divorcio y eterno suenan casi como una condena, pero es el texto mismo el que nos da la posibilidad de respirar cuando, desde el lugar de lo que subyace, hace hablar a la amistad, ese otro lenguaje que es , quizá, la forma menos domesticada del amor.
Algunos fragmentos de El vientre de la flor
“A lo mejor por eso babeaba en casa, al menos que algo saliera de la boca. Ojalá mamá me prestase un poco de papel film. O un poco de atención. O algún modelo de la mujer que logra la cinta, el escalador. La mujer que quisiéramos ser. Quizá hubiese aliviado que me prestase algún músculo. Sobre todo de la boca. Un músculo bucal tenso, a ver si paraba de perder baba. Algún musculo de la lengua, para aprender a dejar algunas cosas adentro, a no largar todo.” (pág. 67)
“Como que anduve sin cuerpo después que murió. Perdí la mano, eso seguro. La mano que sólo tenía cuando ella la apretaba. Me aseguraba un brazo, un codo. El cuerpo de los seis. Del reflejo. La imposibilidad de las mariposas. La soledad. No tengo cuerpo de tan solo. Capaz que solamente cuando me hago pis. Me mojo y vuelvo a tener un poco, algo de las piernas, de la entrepierna.” (pág.30)
“Marsupiales
El horizonte se acercó a la velocidad de la luz, hasta confundirse con la línea del parpadeo. Todo el espacio abierto reducido a un círculo mínimo que después fue punto flotante y después nada.” (pág.33)
Analía Alonso nació en Federación, provincia de Entre Ríos. Actualmente reside en Neuquén, donde ejerce su profesión de psicóloga. El vientre de la flor es su primera novela, que fue publicada por Ediciones de la grieta, en 2022.