El desafío de traducir sin contaminar.
Si existe un libro misterioso en la obra de Cortázar, es definitivamente Bestiario. Se trata de una serie de cuentos revolucionarios y cargados de una angustia psicológica en la que el autor estaba sumido en aquel tiempo, mientras lo escribía. El libro fue publicado en 1951.
Entre sus cuentos hay uno con formato epistolar que, sin embargo, actúa como un relato de los hechos ocurridos desde que el narrador se muda a casa de una joven llamada Andreé. Antes de mudarse allí, el protagonista venía sufriendo un fenómeno inexplicable que incluso debe esconder a los ojos del mundo: cada tanto vomita un conejito. Al llegar al departamento prestado, el efecto se intensifica y la frecuencia aumenta. La proliferación de nuevos animalejos invade el espacio ajeno, con los daños consabidos.
“Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma”.
No hace falta avanzar más para que se dibujen las primeras claves del relato: cuando se habla de la armonía del espacio, se lo califica de sitio “donde alguien vive bellamente”. Curiosamente un espacio que debió ser medido de modo funcional, como suelen ser evaluadas las viviendas, en cambio, es calificado estéticamente. Luego, el narrador nos plantea la correspondencia entre el entorno y el alma de su dueña. El departamento es, de algún modo, “reiteración visible de su alma”. Esta analogía entre alma y casa atraviesa todo el texto.
Pero si al espacio físico se le atribuyen menos virtudes utilitarias que fortalezas en lo estético, tal vez la vivienda prestada es un modo de metaforizar el ingreso a un producto artístico, un texto, ajeno. La referencia a París en el mismo título nos hace asociar naturalmente el francés.
Las referencias, ya lo mencionamos, apuntan al intelecto y al sentido estético de la dueña de casa, de lo cual es posible inferir que el departamento representa una obra literaria perteneciente a otra persona, en la que el narrador se siente obligado a internarse. Ahora bien, ¿para qué sumergirse en obra ajena?
Cortázar traductor
Quizá sea momento de señalar que por aquellos años el autor estaba haciendo además de la carrera de Letras, el traductorado de inglés y de francés. Cierta crítica, interesada por el referente autobiográfico del texto, consigna que Cortázar fue a vivir, efectivamente, a un apartamento prestado y que, en el mismo momento, el autor estaba en una especie de prueba final en su oficio de traductor. Incluso tenía cierto apremio por culminar las carreras para solventarse económicamente con sus traducciones. En esos días en que compartía su actividad de escribir los cuentos de Bestiario, y las traducciones, el escritor reconoce haber sufrido un cuadro de estrés que le desencadenó algún desequilibrio emocional y psíquico. Él mismo dice, a propósito de “Circe”. «Yo escribí esos cuentos sintiendo síntomas neuróticos que me molestaban.[…] Es el caso de «Circe», por ejemplo. Yo tenía una pequeña neurosis, muy desagradable, que consistía en el temor de encontrar bichos en la comida […]. El cuento no fue escrito con la conciencia del problema –lo terminé, sin que se me cruzara por la cabeza que ése era un problema personal paralelo al mío. Me di cuenta del resultado porque después de escrito el cuento un buen día me encontré comiendo un puchero a la española sin mirar lo que comía y muy contento y entonces asocié las dos cosas y me di cuenta [de] que había hecho una especie de autoterapia al volcar en el personaje más que morboso del cuento todo el asco, toda la mecánica de la presencia de los insectos en la comida.”
El periodo en que sufre ese pico de estrés tiene como cierre 1948, cuando logra el título de Traductor público de inglés y francés. No parece casual que en “Carta a una señorita…” se mencionen los dos idiomas en los que se entrenaba como traductor. “Aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes…” (Años después también se aventuraría en el italiano.)
El ritmo
El ejercicio de la traducción supone internarse en un “espacio ajeno”, “expresión del alma de su autor”, que tiene una estética y un orden específico. Si la traducción fuera poética o literaria, habría una dificultad extra. No son conceptos los que se traducen sino conceptos expresados con una forma particular. Un producto literario es en sí mismo una búsqueda de la belleza que la traducción debería conservar. El traductor vulnerará lo menos posible no sólo el fondo sino también la forma del texto. Compara el narrador el mover una tacita de lugar con el rojo inesperado que rompe una modulación de Ozenfant, o con la rotura de todos los contrabajos en una sinfonía de Mozart. Las referencias a la pintura y la música invitan a pensar ya no sólo en un producto ajeno y estético sino en una actividad que combine el ritmo y la imagen, como es el caso de la poesía.
Esta mención del “ritmo” descubre un dato fundamental para el autor. En diversos reportajes abordaría precisamente este tema:
“Yo creo que el elemento fundamental al que siempre he obedecido es el ritmo. Nadie ha podido explicar qué cosa es el swing. […] El buen auditor de jazz escucha ese jazz, lo atrapa por el lado del swing, del ritmo, de ese ritmo especial. Y mutatis mutandis, eso es lo que yo siempre he tratado de hacer en mis cuentos.”
Si ése es un ingrediente fundamental de la literatura, una buena traducción literaria deberá conservar ese ritmo que ostenta la obra en su idioma original. “[…] aunque la idea, la información esté perfectamente bien traducida, si no está acompañada de ese «swing», de ese movimiento pendular que es lo que hace la belleza del jazz, para mí pierde toda eficacia; se muere.”
De tal modo, la traducción es una labor no sólo intelectual sino también artística, con mayores desafíos que el de conservar un sentido. Quizá esta concepción sea la responsable del estrés que Cortázar relaciona con los cuentos de Bestiario.
“[En la traducción] los valores formales y los valores rítmicos, que está sintiendo latir en el original, pasan a un primer plano. (La) responsabilidad [del traductor] es trasladarlos, con las diferencias que haya, de un idioma al otro. Es un ejercicio extraordinario desde el punto de vista rítmico.”
A pesar del gusto de Cortázar por traducir rítmicamente, la actividad exige un compromiso intenso, inconveniente para abordarse bajo presión y en dos idiomas simultáneamente.
Don poético
En sentido literal, el conflicto del cuento es la intromisión de los conejitos que se vuelven incontrolables dentro del departamento de Andrée. ¿Qué representa esa imagen fantástica de vomitar conejitos? Un elemento proveniente del interior del narrador, asciende y sale por su boca como un objeto que le pertenece, pero que -una vez fuera- se independizará. La mudanza y el desafío de adaptarse a un sitio ajeno, reflejan la actividad de traducir, en lo que ello tiene de habitar un texto ajeno y adaptarse a él. Vomitar un conejito propio sobre espacio foráneo sería minar con una impronta personal de escritor el texto que se traduce. Los conejitos podrían ser sus propias ideas, sus propias imágenes, su propio ritmo aplicados a los hechos narrados. Tal vez también aluda a los textos literarios que se escriben mientras el traductor debiera aplicarse a traducir.
“Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo… y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.” Así explicita Cortázar la analogía entre conejos y poemas. Otro dato más para creer que los conejos son textos.
Este mismo cuento podría ser uno de esos poemas/conejitos. “En su llano mundo blanco tamaño carta”. En tal caso, mientras se traduce irrumpen textos propios que distraen la atención del traductor para hacerlo trabajar en objetos que salen de sí mismo. La náusea y la venida de un nuevo “conejito/poema” no pueden ser eludidas por el narrador. La creación es caprichosa e inevitable para el poeta.
Exigido por ese celo permanente por esconder la presencia de ya diez conejitos royendo los muebles y haciendo del departamento un basurero, el protagonista renuncia a la vida social y se aísla. Pierde la noción del día y la noche y retrasa sus traducciones. En sentido figurado, lucha el traductor contra las contaminaciones propias de su traducción. Sin embargo, resiste. Pero pronto un hecho desequilibra el frágil orden: emerge el conejito número once, y con ello rebasa la tolerancia del protagonista. El asunto se le ha ido de las manos. “En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable.”
El narrador se siente perdido. Experimenta la sensación de no tener dominio sobre su condición. Los poemas/conejitos emergen incontrolables. Es lo desconocido, lo inconsciente quien toma posesión del poeta cuando el poema “asciende”. Ese conejo nuevo abre el universo a regiones desconocidas e inquietantes. La angustia que produce la incapacidad de detener la erupción de nuevos conflictos latentes y dormidos en el inconsciente dicta al narrador la necesidad de acabar con todo. Y el “todo” lo incluye, porque esa afición de crear no es algo que pueda elegir el poeta. El narrador reconoce desde un primer momento que no es un acto voluntario el de vomitar conejitos. Por tanto, si desea aniquilar aquel producto, debe aniquilarse a sí mismo. Es entonces cuando se anuncia el suicidio. La muerte del narrador es un intento de expulsar al creador para que quede sólo el traductor. Aunque si muere ese don, morirá también él. La condición de poeta es involuntaria e irrenunciable y de ella se alimenta el traductor. Un cuento como “Carta a una señorita en París” promueve un extrañamiento casi insuperable, pero algo salva al lector atento: una clave magistral se desliza, sugestiva. La mención a “Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea…”, extraída del célebre “Don del poema” de Mallarmé nos invita a revisar lo que el autor francés ha dicho. La faz dolorosa del acto creativo, la soledad en que se sume el poeta y la imposibilidad de rechazar aquello que es una condición irrenunciable son claves para comprender el cuento. Se es poeta con la fatalidad de un signo ineludible, de una voz que se resiste al silencio al traducir, y que acecha peor cuanto más se trata de acallar.