En busca de Esa Fulanita

Fulana es una palabra que se usa para designar a cualquier mujer cuyo nombre se desconoce o no interesa precisar. La autora de la canción Esa Fulanita tiene un nombre y su historia atraviesa el siglo XX entre montañas y cantos. Gracias a las investigaciones de otra mujer, con nombre de mito, que puso el oído al canto de América nos llega hasta nuestros días

Había cumplido 40 años en diciembre pasado, la mujer de cuerpo menudo ahora bajaba de un colectivo cubierto por el polvo de los caminos del desierto donde, por esos días previos al carnaval, las plantas ralas y espinosas se habían vestido de verde como cada febrero en un ritual milagroso. La mujer levantó la vista y vio por todos lados las montañas que cobijan al pueblo de Chilecito, en La Rioja. Pensó que ese valle era como un abrazo de piedra.

Leda llevaba dos valijas, en una su ropa, algunos libros y cuadernos; en la otra el grabador Geloso que pudo comprar gracias a una beca del Fondo Nacional de las Artes. Con él recopilaría la voz y el canto tradicional de varios copleros a lo largo del norte argentino; aquel Geloso salvó del olvido joyas invaluables e inmateriales, que de otra forma estarían condenadas al silencio como los cantos de las coplas recopiladas por el catamarqueño Juan Alfonso Carrizo dos décadas antes para un proyecto de la Universidad Nacional de Tucumán.

Transcurría uno de los carnavales (La Chaya, como le llaman en La Rioja) que inauguraba la década de los 60. Ella, entonces, preguntó a los letrados del pueblo donde podía encontrar folklore de la región y recibió de respuesta: “No, a qué ha venido usted acá, acá no hay folklore”, Leda los escuchó sin contestarles. Era el primer sábado de carnaval y caminó alejándose de la presumida plaza principal, que ostentaba la primera sucursal del Banco Nación testimoniando un pasado vinculado a la minería aurífera. Leda fue adentrándose en las calles de tierra con casas sencillas siguiendo el retumbo de las cajas y ahí estaba la América profunda cantando las raíces no estragadas por la “cultura”.

En aquel lugar nacería el primer disco de un proyecto de ocho en total, editados entre 1960 y 1974, los cuales conformarían el Mapa musical argentino, obra que Leda Valladares “arrancó de callejones, polvaredas, ranchos, valles, quebradas, corrales”. El primer disco documental de la Argentina, que salió al público, grabado por Leda en aquellos lares fue Folklore de Catamarca y La Rioja.

En aquel disco quedaron registradas las voces de Dominga Herrera, Juan Manuel Ortiz, de Jandra Gómez, las hermanas Barrio, los hermanos Castro Tula, Julio Ledesma, Loreta Chaile, Telésforo Yapura, Juana Herrera, Angel Chaile, Dominga Baigorria, Juan Balboa, Juanita Acosta, Ramón Barrio, Delfín y Rosa Luna.

En las tapas del disco se aclaraba que los cantores y cantoras de la Rioja trabajan en faenas del campo y que los de Catamarca eran tejedores y agricultores.

En alguna Chaya de mi infancia, escuché cantar a doña Rosita Luna, la recuerdo en un topamiento cerca de La Puntilla y otro en el Barrio Casto y Bazán, era ya una señora mayor pero con una voz, si la memoria no juega una mala pasada, que tenía algo de lo que Leda llama un hechizo, un desgarramiento, una dimensión eterna, eran las raíces que gritaban en el cielo.

Aquel niño que fui escuchó, en algún febrero, a Rosa Luna cantar con su caja y con los ojos cerrados:

Yo soy esa fulanita
yo soy la que siempre he sido
no me hago ni me deshago
y en este ser nomás vivo.

En la década de los 90, encontraría aquella vidala cantada por Liliana Herrero en un disco que se llama Esa Fulanita, álbum de 1989, Liliana fue parte de un proyecto de Leda donde congregó a la gente del rock, ella aseguraba que el canto andino con caja tenía fuertes hermanamientos con el blues, así Fito Páez, Gustavo Cerati, Pedro Aznar, León Gieco, Gustavo Santaolalla, Fabiana Cantilo, Federico Moura, Suna Rocha, entre otros 100 músicos participaron de Grito en el cielo Volumen I y II.

Es cerca del mediodía, fines de enero, un día luminoso de esos que hacen que uno tenga que andar con los ojos achinados. Marcela y Cristian me reciben en su casa, viven en un Barrio camino a Santa Florentina. En Santa Florentina hace más de 100 años estaba la fundición del oro que bajaban de los socavones del Famatina, así lo atestigua lo que queda de la infraestructura alemana monumental que los ingleses usaban para la explotación minera, de la que sólo quedaron residuos, ruinas, huérfanos y viudas.

Le cuento a Marcela que siempre que regreso a Chilecito vuelvo tarareando Esa Fulanita, que en internet casi no encuentro información sobre su abuela Rosa Luna y sobre Delfín Luna, que yo supuse hermanos. Marcela ríe y comienza a contarme con voz tranquila y transparente quién es Rosa Luna, autora de esa canción y muchas otras.

Rosa Regina Romero, nació en 1911 y fue la esposa de Delfín Luna quien nació en 1902. Tuvieron tres hijos: Nicolás, Guillermo y Lidia.

El matrimonio primero vivió en la falda de las sierras del Velazco, donde tenían un puesto, hacían carbón y con un burrito lo transportaban para venderlo en Nonogasta, 15 Km al sur de la ciudad de Chilecito una ciudad entonces próspera porque eran tiempos donde la mina La Mejicana estaba activa y entregaba el oro que luego por tren era embarcado en el puerto de Rosario con destino a Inglaterra.

Al tiempo lograron comprar un terreno y levantar su casa en el pueblo de Malligasta, donde Delfín tenía parientes. Allí, el matrimonio vendía carbón, carne y verduras, lo que permitía sustentar a la familia.

Rosa y Delfín, cada febrero florecían porque ellos eran vidaleros y con sus cajas cantaban vidalas chayeras, en aquellos tiempos se iban a Nonogasta un par de días, Nonogasta era entonces el centro de la Chaya, donde el hombre soltaba en canto sus penas, sus alegrías, sus agradecimientos a la tierra. En los febreros las algarrobas ya están dulces y doradas, y entre Nonogasta y Vichigasta, un pueblo aún más al sur, los bosques de algarrobos guardaban bajo el laberinto de su sombra a aquella divinidad diaguita, la Zapan-Zucum, madre cariñosa de pechos fecundo que cuidaba a todos los niños sin distinción, así lo contaría Zacarías Agüero Vera en el Cuadernos Humanitas de la Universidad Nacional de Tucumán: Divinidades Diaguitas. Luego aquellos bosques de algarrobos serían arrasados para ser usados como combustibles en las calderas de la mina y de los trenes, quedando un paisaje lunar donde las bases de aquellos árboles milenarios juntaban médanos arrastrados por los vientos y en la planicie el valle parecían cientos de tumbas en aquel desierto o parecían los pechos, ahora, estériles de aquella nodriza bailando entre los remolinos de la sed.

Delfín Luna era el vidalero, Rosa aprendió de él a cantar coplas propias, a hacer y a golpear el parche de la caja. Con el tiempo comenzaron a cantar a dúo, él con una voz grave y profunda, ella aguda y leve.

Delfín muere tempranamente de cirrosis. Ella quedará sola con sus tres hijos. Batallará la vida y nunca dejará de cantar, para vivir hacia bollitos y pan casero, en hornos que se barrían con escobas hechas de jarillas que perfumaban el aire y la luz.

En los últimos años Rosa pierde la vista y caminaba lento. En su última internación, Rosa tenía en sus manos un pequeño y viejo San Nicolás de plomo que no quería soltar. Rosa cantó sus vidalas hasta en sus últimos respiros aún con la pulmonía que se la llevó aquel junio de 2003.

Marcela es bisnieta de Rosa, videalea algunas veces, casi siempre en la intimidad de la familia, cuando se junta con tías o tíos para épocas de la Chaya. Ella y su marido son difusores del canto con caja.

Marcela tiene tres hijos, me cuenta que desde que estaban en su panza escuchaban el latido de su corazón pero también el de su caja y que es por eso que sus hijos cantan vidalas como algo natural.

Cristian, el marido de Marcela, también vidalero, proviene de un linaje de cantores: es nieto del Cuchi Sanagua, otro chayero casi mítico. Y al igual que Rosa y Delfín ellos cantan a dúo viejas canciones que regresan como ecos y llegan y visten nuevas ropas y en un instante brotan frescas como recién nacidas o como agua de manantial.

Youtube nos permite el milagro de escuchar a Rosa y a Delfín. El aire del comedor de la casa de Marcela y Cristian es pura emoción, el sonido captado hace más de 60 años por Leda y su Geloso, que parece lejano pero que sigue vivo cada vez que esa familia canta desde las cuerdas vocales de sus gargantas pero también, siempre, desde el corazón.

Nota: En el siguiente link puede descargarse en pdf el libro homenaje a Leda Valladares, que el INAMU presentó en 2022, libro con historias, info y partituras.

https://inamu.musica.ar/presentacion-libro-leda

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