En los médanos el viento fresco

Leer De ausencias, añoranzas y metáforas me ha devuelto una ansiedad que sólo la poesía alimenta. Ansiedad por llegar a un puerto en el que no haya más que gozo, consuelo, anhelos. Y es que como dice John Austin, hacemos cosas con palabras, abrimos el sentido, lo recogemos de lo ya dicho, lo desplazamos de un sitio a otro del lenguaje, creamos mundos. Pero decir con la poesía no es un oficio cualquiera, merece escucha detenida, reverencia, un ritual que es gratitud al poeta y a la vez un autocuidado de quiénes la leemos o escuchamos, porque nos pone bajo un resguardo que solo las artes más que otros haceres humanos nos ofrecen.

La palabra-poesía de Carlos Vega trae primero la filosofía, esto es, la certeza honda, porque dice que dice Hamann: “la poesía es la lengua materna del género humano” y así nos avisa que, en todo caso, escribirla es un oficio que refina lo que ya habitamos. Hay mucho de poeta en los humanos, pero por cierto no todos los humanos hacemos poesía, aunque no quiero esta tarde discutir las teorías sobre quién puede ser poeta, sino más bien, qué trae la poesía a nuestras vidas. Está tu poesía, Carlos, encofrada en este libro que ya se ha echado a andar, porque en los médanos el viento fresco avienta rápido las buenas noticias.  

Pero para quien piensa que todo es político hasta que se demuestre lo contrario, el segundo  hallazgo en esta palabra-poesía es la invocación de todo aquello que ha sido convertido en mercancía, en objeto de consumo en este nuestro tiempo aciago. Se yergue como reencuentro del lugar donde se hace la vida, de cosas que han quedado en el desván de la infancia, en experiencias que han trillado el dolor propio, o ajeno; se cifra en versos que se descorren del relato neoliberal y dice: “vayamos a la tierra donde manan los versos, donde el río es agua, agua sin sangre y la tierra es vida, no país de muertos”; o cuando reza “al minero de mi pueblo pico y pala le han cambiao, le han impuesto maquinaria, leyes y un capataz, ya nada es de él, ni su cerro, su herramienta le han prestao, lo entretienen con un cobre y se roban lo demás”; o cuando clama “tiemblo si truena pal norte,  porque la lluvia y sus aguas se arrastran envenenadas, trayendo hados malditos, en el pueblo mueren niños y nadie responde nada. Sustancias raras al suelo, como puñales le clavan, porque lo que adentro como grandeza es visto, y han levantao un paraíso sin monte y sin montaña”; o en esta alabanza al poncho: “pequeño cielo pardusco enclavado en cuatro estacas, humilde como la raza que tus hilos entreteje y que tu estrella protege asentada en tu espalda”. 

Esta palabra-poesía habla con el paisaje cósmico, como si fuera el compadre con que se toma el vino y canta: “estrellas que en la noche alfombran todo un cielo, e ilustran salpicando su majestuoso cariz, luceros peregrinos, ardientes y lejanos, decidme ¿qué queréis de mí?” Pregunta que se replica ante la montaña, el río y el viento. ¿Canto a la naturaleza? No. Canta con ella, es hombre fundido en ella, renuncia a esa dualidad con que los occidentales hemos explicado el mundo y otra vez asoma la filosofía, porque también pregunta y con ella se mece inquieto, se hamaca en el asombro, nos convida a hacernos niños, cuando dice: “Horizontes que parecen tan cercanos y el futuro que parece tan incierto, ¿cuál es verdad? ¿Cuál fantasía?”. 

Y también hay en esta palabra–poesía musas y musos, Pitágoras, Platón, Aristóteles, Epícteto, Nadime Gordiner, Kierkegaard, que ponen la piedra angular en las páginas, una palabra, un gesto, todo lo que necesitamos para sentirnos fuera del cotidiano estar. 

Esta palabra–poesía habla de acuarelas humanas que quizá sólo el poeta conoce; que traducen el terruño como nos anticipa Gonzalo Reartes en el prólogo, replicando al propio Carlos: y convoca a Pedro Bellido, Tata Nachi, Don Emilio, la Negucha, Zacarías, nombres y nombrados allá en el pueblo de la infancia. Pero dibuja también reliquias que hablan de un universo de cosas que hicieron el cotidiano en el pago, cuando dice: “T30, hierro candente plasmó aquel sello, en el lomo de la hacienda desmarcada, quemó tan hondo que, con el tiempo, es la marca que lleva tu manada”; o cuando dice “Hay ruidos en el patio, no hay palabras, solo signos de vida y esperanza,  será el duende perezoso que vigila ser el único cantor por las mañanas?”, o en esta alabanza al juego: “de aquel tiempo de la mancha, de cuyo nombre acordarme quiero…piedra libre a las andanzas que encontré como el gallito ciego…y a la hija del chocolatero volver a enamorar con mis hazañas, si se ríe a mi cuartel llevarla, y saltando con ella en la rayuela, llegar al cielo”; o cuando trina esta oda “Por las orillas de rastrojos viejos, llevando sus corrientes apacibles , discurren las arterias de mi pueblo, rumorosas, recónditas gentiles; marchan a irrigar terrones secos, moribundos, fatales, ya terribles”. 

Esta palabra-poesía se abre de pecho para labrar versos que serán canción en boca de otros o en la rueda de patios y amigos como se nos anticipa en el prólogo y cuando dice: “ahora entiendo lo temprano de mi tarde, mi ocaso en la mañana, mi fruto caído en primavera”; o cuando versea “este miedo que tengo, este miedo que llevo, este miedo que cargo, este miedo solamente mío, este cruel espanto”. La palabra-poesía que esta tarde recibimos también se alza plegaria, secreta súplica, cuando dice: “‘Desenfunda tu corazón antes que tu espada’, así grita mi corazón antes que tu espada, así grita adentro e inquieta mi alma, una ley que proviene desde los abismos”; o cuando desafía a la muerte: “¡Olvídate de esperarme! Y yo esperaré olvidarte”.  

Entonces, tu palabra-poesía Carlos, que se arropa en la nostalgia, nos desvanece en la memoria lo que de otro modo no ha podido ser nombrado; nos recuerda que la humanidad yace en medio de las calamidades del mundo y que siempre el arte es un pórtico donde hacernos menos pordioseros, más solidarios en las penas y esperanzados en las ilusiones. Pero nos arrima también al pueblo donde siempre somos abrazados: el Belén de todos los tiempos, que no cesa de regarnos con escritura. En ese sentido esta palabra-poesía viene de un cultivo de antaño, de un canto colectivo, como ha nombrado Gonzalo al inicio del poemario, y provoca envidia porque hay mucho de bendición en el reparto de la palabra, en la multiplicación de los cultivadores.

Finalmente, como digo casi siempre que veo mundos hechos con palabras y palabras hechas mundo, bienvenido el fruto a este médano provinciano, donde hay días en que huelgan las palabras para nombrar el presente y hay otros en que las palabras entran en huelga, hacen trizas las certezas y nos dejan en el borde mismo de esta inmensa orilla. Y reafirmo que la palabra publicada, la escritura desnuda ante otros, expuesta a las miradas y las palabras de otros, tiene mucho de heroísmo y es al mismo tiempo un gesto fundador, que atiza  emociones, que nos azuza a gozar y a llorar; que se parece al niño con el pan bajo el brazo, a los faroles con que andamos por esos callejones extraños que nos esperan cada tanto, a la risa abierta, insolente que de vez en cuando nos hace el día. 

Y a la palabra-poesía no puedo menos que celebrarla en este instante con lo que no hace  mucho dijo Gabriel Celaya, la poesía es un arma cargada de futuro y con lo que otro inmenso español, Blas de Otero resonó en boca de Paco Ibañez:

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

Pero quiero también convidar a tu coterráneo Carlos, don Luis Franco, que dice: “El arte verdadero es una respuesta autónoma al misterio, otra intuición del mundo…En el arte, como en la guerra o en la vida, todo lo que no ayuda, estorba”. Estamos entonces todos invitados a reconocer tus intuiciones del mundo que nos obsequiás esta tu palabra-poesía Carlos y a guarecer largo rato nuestras contingencias. Por ello, gracias por el fuego.

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