Si hay una acción decididamente identificable en este libro es la de hacer paisaje. Un individuo, en la pequeña masa urbana de una ciudad de provincia, en busca de aquel punto de vista cuyo fondo implica una profundidad (aparentemente superficial, como la de toda panorámica). De eso el lector queda empapado no bien ingresa al libro: una suerte de constante proyección del espacio abierto en el enjambre cívico, una construcción de distancia suficiente.
Para ello, el poema se sirve del extramuros. La presencia de la exterioridad lindante, el campo en tanto espacio atravesable por la mirada hasta la curvatura que da el horizonte. Se nos dice «somos la luz suspendida en la seda / y el hilo, el punto y el polvo» y esos versos se amalgaman y se cifran los opuestos a los que los ojos acuden para abrir el flujo farragoso del aquí y ahora, y hallar en él los túneles hacia otros fondos. Interior/exterior, cemento/tierra, vegetal/estructural ofrecen pares combinatorios para ir por las calles dando puntadas de palabras («puentes de luz que se le caen, que derrama / como frutos, puentes débiles que bajan»).
Lo que surge entonces resulta el producto de ese encuentro entre lo interno del cuerpo y lo externo de la zona habitada. La memoria, la emotividad, lo sensitivo se trenzan con el ruido, la intemperie, las cáscaras de soledad de lo edilicio y lo baldío. Podría hablarse de melancolía, aunque en rigor de verdad lo que se produce es un encantamiento de lo efímero y lo banal. Esto da lugar a una pequeña celebración muda, compartida a retazos. «Mi sangre le habla a paredones desdentados» o «un auto pasa y el sol se quiebra en pedazos de soles, lejanos» oscurecen la visión y a la vez iluminan la voz.
Cuando las impresiones o los recuerdos nos arrinconan, emerge la chance de penetrarlos con el don del paisaje: «los ladrillos del almacén le sonríen a la calle de tierra», «nubes que pasan / o un río llevando nubes que pasan». El obrar del poeta siempre es circunstanciado; un lugar, una era, una lengua. De modo que cualquier sordidez o desesperanza, cualquier ahogo son recogidos y desintegrados en la hoguera invisible aunque sonora de la palabra. Este gesto, el de «paisajear» ejidos, personas y cosas, convalida y defiende el obrar de la poesía porque no se desentiende de la vivencia sino que la lleva «hasta esa orilla» de fulgor donde las angustias se disuelven en perceptos participativos.
«Con su cumbre de cenizas y gorriones, / todo ese azul de mí será si alguna luz», afirma el poeta y traza así una línea que traspasa la horizontalidad de lo urbano llevándola más allá de su propia tendencia verticalista. Antes que en una representación sobre un fondo lejano, debería pensarse en un lanzamiento del yo, en el plano del arrojo. Lo subjetivo se desfigura para reconfigurarse en lo «paisajeado», articula pasión y descripción, se funde allí. Ya no es más una partícula atada frente a los embates de la tristeza o la alegría, sino que «abre ventanas que ya no tienen casa».
Fotografía de portada: Daniel Ocaranza